OPINIÓN

Zohran Mamdani y las lecciones para México

El triunfo de Zohran Mamdani en Nueva York no es solo una historia electoral local, sino un caso que interpela las formas actuales de representación política en las democracias liberales. | Graciela Rock Mora

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El triunfo de Zohran Mamdani en Nueva York no es solo una historia electoral local, sino un caso que interpela las formas actuales de representación política en las democracias liberales, una señal de que se puede disputar el centro del poder desde los márgenes. Su figura concentra tensiones entre militancia y gestión, entre el discurso progresista y la práctica institucional, entre el poder de los movimientos sociales y las inercias del capital. También es un recordatorio de las preguntas y los límites que atraviesan los movimientos progresistas en México: cómo traducir la organización desde abajo en política pública, cómo disputar los sentidos de la democracia sin que la transformación quede neutralizada por los mecanismos del poder.

Mamdani, de origen ugandés e indio, es parte de una generación de personajes políticos que han logrado romper con la tibieza del Partido Demócrata tradicional. Su campaña se construyó con una estructura de base, sostenida por vecinos y voluntarios, y con un discurso que entiende la vida cotidiana como terreno político: enfocada en temas de vivienda, transporte y redistribución fiscal, pero también en una ética del cuidado. Su discurso no es el del outsider puro ni el candidato mesiánico, sino una síntesis entre militancia social y pragmatismo local. Representa la pregunta de si es posible conciliar el impulso transformador con la maquinaria institucional que lo absorbe.

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Esa combinación entre radicalidad programática y pragmatismo local ha provocado una reacción previsible. En una sola semana, el Wall Street Journal publicó diez editoriales en su contra, presentándolo como un riesgo para Nueva York. En paralelo, medios comunitarios y de izquierda lo reivindicaron como un ejemplo de resistencia a la concentración de poder financiero y mediático. Su nombre, su historia familiar y su origen migrante se convirtieron en parte del campo de batalla, símbolo de la persistencia de la pregunta sobre quién tiene derecho a hablar y ser escuchado en el espacio político.

La teórica Gayatri Spivak planteó hace décadas una pregunta incómoda: “¿puede hablar el subalterno?”. Mamdani representa una forma de respuesta parcial. Su voz proviene de una experiencia marcada por la diáspora y la desigualdad global, pero se expresa a través de las mediaciones del poder que lo traduce. Su visibilidad es el inicio de una grieta en la narrativa dominante, esa grieta importa. 

Para México, este escenario ofrece al menos tres lecciones: 

La primera es que la política material, la que se ocupa del alquiler, el salario, el transporte, no puede seguir desplazada por la retórica y los gestos simbólicos de reconocimiento. 

La segunda: las transformaciones se construyen desde abajo. La fuerza de Mamdani proviene de su tejido comunitario, algo que los partidos mexicanos, atrapados en la lógica del cálculo y la clientela, han dejado erosionar. 

La tercera tiene que ver con el poder del discurso. La ofensiva contra Mamdani muestra que las élites económicas siguen siendo capaces de articular discursos moralizantes para defender privilegios materiales. En México, donde los grandes medios y los conglomerados empresariales aún definen la agenda pública, pensar en una comunicación política alternativa implica crear espacios de enunciación propios; no permitir que las élites económicas dicten los límites de lo posible. 

Pero la reflexión más profunda está en reconocer los límites. La figura de Mamdani no es una promesa de pureza moral ni una victoria asegurada para la izquierda global. Es, más bien, un recordatorio de que el poder se disputa dentro y fuera del Estado, su eventual victoria será una prueba de hasta dónde puede llegar un proyecto transformador antes de ser absorbido por el sistema. 

Para México, observar esta experiencia significa preguntarse si las voces subalternas; las campesinas, las indígenas, las migrantes… pueden no solo hablar, sino decidir. Y si la democracia puede dejar de ser un mecanismo de administración de desigualdades para convertirse, por fin, en un espacio donde lo común pese más que el poder del capital.

Graciela Rock Mora

@gracielarockm