Japón y México han escrito recientemente capítulos inéditos en su historia política al colocar por primera vez a mujeres en la jefatura de sus gobiernos. En Japón, tras casi 140 años de primeros ministros exclusivamente hombres, la conservadora Sanae Takaichi fue elegida como primera ministra. Por su parte, Claudia Sheinbaum acaba de cumplir su primer año como presidenta de México.
En ambos casos, los nombramientos simbolizan la ruptura de un techo de cristal centenario. Japón, una de las economías más desarrolladas, es a la vez una de las más desiguales en materia de género, ocupando el lugar 118 de 146 en el Índice Global de Brecha de Género 2024.
Pero como con la llegada de Claudia Sheinbaum en México, tras el entusiasmo inicial, surge una pregunta incómoda: ¿qué tan profundo es el cambio cuando el poder se mantiene en las mismas estructuras que históricamente excluyeron a las mujeres?
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El caso japonés: la continuidad con otro rostro
Takaichi llega al poder desde el sector más conservador del Partido Liberal Democrático, y con una trayectoria que difícilmente anticipa transformaciones de fondo. Su elección, celebrada como un “avance histórico”, se produce en un país donde las mujeres ocupan apenas 16% de los escaños parlamentarios. Sus declaraciones y decisiones iniciales confirman una agenda de continuidad. A pesar de haber prometido un gabinete “de estilo nórdico”, solo tres mujeres integran su equipo.
Takaichi ha rechazado reformas que flexibilicen la ley del apellido único en el matrimonio y se opone a la sucesión imperial femenina, que podrían entenderse como temas marginales, pero que son simbólicos. A nivel más práctico, tampoco respalda la legalización del matrimonio igualitario ni políticas activas para ampliar la participación de las mujeres en el mercado laboral.
La socióloga Chizuko Ueno, una de las principales voces feministas del país, dijo que la llegada de Takaichi “no es motivo de celebración”, y es que Takaichi se presenta como una administradora eficaz del orden existente. En términos políticos, su ascenso representa un relevo de género, pero no un cambio de paradigma. Esto recuerda a muchas voces en México que vieron en la llegada de Sheinbaum una instrumentalización del discurso feminista pero poca sustancia de cambio.
Es verdad que Claudia Sheinbaum proviene de una trayectoria más progresista. Durante su paso por el gobierno de Ciudad de México impulsó políticas de paridad, programas sociales dirigidos a mujeres y la despenalización del aborto. En su discurso de toma de posesión subrayó la dimensión simbólica de su triunfo: “No llego sola, llegamos todas”.
No obstante, el ejercicio del poder tiende a poner a prueba los símbolos. México vive una crisis de violencia de género y una impunidad que supera el 90%. A ello se suman desigualdades persistentes entre mujeres de zonas céntricas y las periferias, que difícilmente se corrigen desde Palacio Nacional. Sheinbaum ha prometido reformas constitucionales para garantizar la igualdad sustantiva, pero enfrenta el desafío de hacerlas efectivas en un sistema judicial debilitado y una estructura de seguridad militarizada.
La presidenta mexicana mantiene una relación ambigua con el movimiento feminista. Estas tensiones revelan el dilema de fondo: una mujer puede ocupar el poder sin necesariamente transformar su lógica.
Los casos de Takaichi y Sheinbaum ponen en evidencia un fenómeno común en las democracias contemporáneas: la institucionalización de la representación femenina sin que ello implique una redistribución real del poder. En el discurso, los avances son indiscutibles. En la práctica, las decisiones estratégicas, económicas, militares y presupuestales, continúan concentradas en estructuras históricamente masculinas.
En Japón, la figura de Takaichi ilustra cómo la inclusión puede usarse para reforzar el status quo. Y en México, Sheinbaum enfrenta el reto de demostrar que su presidencia no se limitará a un gesto histórico, sino que traducirá el símbolo en resultados verificables. En ambos países, la pregunta sigue siendo la misma: ¿pueden las mujeres transformar el poder desde adentro, o el poder termina por absorberlas?
La historia enseña que el cambio político requiere más que nombres nuevos en los mismos cargos. Si la representación no se acompaña de políticas públicas efectivas, de presupuestos con perspectiva de género y de reformas estructurales, se corre el riesgo de confundir visibilidad con igualdad.
Sanae Takaichi y Claudia Sheinbaum encarnan dos versiones del mismo desafío: demostrar que su presencia no sólo marca un momento histórico, sino el inicio de una política diferente. Por ahora, el peso de la evidencia apunta en otra dirección: el poder sigue siendo el mismo. Solo cambió el rostro que lo ejerce.
