“A mí me podrán matar. Me podrán levantar, intimidar, amenazar. Pero afuera hay un pueblo que exige justicia, que ya está cansado de las extorsiones. A mí me podrán chingar, pero se quedan con un tigre muy enfurecido, que es el pueblo de Uruapan. Así que, aguas, porque si nos tocan a uno, tocan a todo el pueblo de Uruapan”: Carlos Manzo, alcalde de Uruapan
Las palabras de Carlos Manzo resuenan hoy con la fuerza de una advertencia. El alcalde de Uruapan fue asesinado en plena festividad del Día de Muertos, frente a su gente, en el corazón de una ciudad que conoce bien la violencia y el miedo. Fue una ejecución política más dentro de una estrategia criminal que busca someter, por la fuerza, a quienes aún intentan gobernar con independencia.
En los últimos cuatro años, seis presidentes municipales han sido asesinados en Michoacán y al menos otros cinco han sufrido atentados, según datos de la organización Etellekt. Detrás de cada uno hay una misma “lógica de exterminio”: los cárteles atacan a los gobiernos locales que no se alinean con sus intereses. En Michoacán operan principalmente el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) y Cárteles Unidos —una coalición de grupos locales como Los Viagras o La Familia Michoacana—, que se disputan el control de rutas del aguacate, el limón, la minería ilegal, la extorsión al transporte y la producción de drogas sintéticas.
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El municipio de Uruapan, segundo en importancia económica del estado, ha sido escenario constante de esa disputa. Los negocios pagan “cuotas” a cambio de no ser incendiados; los productores de aguacate y limón trabajan bajo amenaza; los policías municipales enfrentan dilemas imposibles: colaborar o morir. Frente a ello, parte del pueblo michoacano respondió con los grupos de autodefensa, un intento de recuperar el control que en algunos casos degeneró en nuevos focos de poder armado. Así, la frontera entre Estado y crimen se ha ido diluyendo hasta volverse casi indistinguible.
Para el ciudadano común, esta situación tiene consecuencias tangibles: servicios públicos interrumpidos, obras paralizadas, inseguridad cotidiana y pérdida de confianza en las instituciones. Vivir con miedo no es vivir, y gobernar con miedo es gobernar mal, no por falta de voluntad, sino por imposibilidad. Los funcionarios locales —la primera línea del Estado— se han convertido en blancos de una guerra sin cuartel que pretende demostrar quién manda. Cada asesinato de un alcalde no solo elimina una autoridad; destruye la idea misma de autoridad.
¿Qué puede hacerse? No bastan los llamados a la coordinación o las promesas de reforzar la seguridad. La experiencia internacional ofrece pistas concretas. En Colombia, durante los años noventa, se implementaron esquemas federales de protección para alcaldes y concejales en zonas de conflicto, con protocolos de traslado, custodia y evaluación de riesgo. En Brasil, las fuerzas federales y las fiscalías especializadas investigan los homicidios de funcionarios locales como delitos contra la democracia, con mecanismos de seguimiento público. En ambos casos, la clave fue reconocer que estos crímenes no son “del fuero común”, sino ataques al Estado en su nivel más próximo al ciudadano.
México necesita un modelo similar: un protocolo nacional de protección para autoridades municipales, una unidad especial de investigación de homicidios políticos y auditorías transparentes sobre recursos y contrataciones locales. Además, es urgente desarticular las economías criminales que alimentan esta violencia —extorsión, minería ilegal, tala, narcotráfico— y garantizar a las comunidades alternativas legales de sustento.
La muerte de Carlos Manzo debería ser un punto de inflexión. Porque cada vez que un alcalde cae, el mensaje que reciben los ciudadanos es que la democracia no protege a nadie, que las urnas valen menos que las balas. Pero rendirse ante esa idea sería permitir que los criminales reescriban las reglas de convivencia. Los malos no pueden ganar.
