En toda democracia, las marchas y manifestaciones son una radiografía de la tensión entre quienes gobiernan y quienes les cuestionan. Pero cuando la retórica se desborda hacia el insulto, la descalificación basada en género y la deshumanización, lo que aparece no es simplemente una anécdota de campaña: es una estrategia. El discurso de odio, en su esencia, funciona como propaganda política. No busca únicamente ofender; busca normalizar la violencia simbólica, erosionar la legitimidad de una autoridad y movilizar a una base a partir del miedo, la indignación y la desconfianza. En ese sentido, las groserías, los ataques personales y las generalizaciones despectivas sobre la conducta, la familia o la capacidad de gobernar de la presidenta Claudia Sheinbaum que lidera un gobierno no son incidentes aislados, sino piezas de un entramado que pretende justificar la desobediencia cívica y la descalificación institucional.
Una lectura de la escena pública muestra que, cuando se acapara la conversación pública con insultos dirigidos a la presidenta, el argumento sustantivo apenas tiene cabida. Es más fácil alegar torpeza, nepotismo o falta de visión que sostener una discusión de políticas públicas cuando la voz dominante ya convirtió el debate en una batalla de insultos. En esa lógica, el lenguaje se transforma en un arma: las palabras dejan de ser herramientas para esclarecer diferencias y se convierten en proyectiles para desactivar la credibilidad de la interlocutora. La mala lengua, a veces, precede o acompaña a las políticas que se quieren debilitar, y el intento por descalificar a la figura femenina del liderazgo parece, con frecuencia, un recurso para disolver los argumentos y trivializar el cargo.
No es casualidad que, con frecuencia, cuando el debate sobre políticas públicas se intensifica, una parte del amplio espectro político recurra a mensajes que aparentan firmeza pero que, en el fondo, revelan ausencia de propuestas. Se recogen consignas, se firma un desplegado o se envía una carta abierta en la que se afirma apoyo, pero las acciones concretas en el día a día —la implementación de medidas de seguridad, la asignación de recursos, la respuesta institucional ante crisis— no se traducen en cambios visibles a la altura de los retos. Ese modo de obrar, que parece “declarar apoyo” pero no “acompañar la gestión”, alimenta la sensación de que la voluntad política se desvanece cuando las circunstancias se vuelven complejas. En la práctica, la seguridad y la cohesión institucional requieren respuestas sostenidas, no gestos públicos; y cuando estas respuestas brillan por su ausencia, el discurso de odio se alimenta de la frustración ciudadana que espera resultados concretos.
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La mujer en el poder enfrenta un doble estándar: la polarización política y, a menudo, una crítica que combina la evaluación de políticas con una hostilidad de género. Los estereotipos de género —la idea de que una mujer líder es “demasiado emocional”, “no apta para decisiones duras” o “excesivamente ambiciosa”— vuelven más fácil descalificarla sin entrar en el terreno de las políticas. Esta dinámica no solo debilita a la persona que gobierna, sino que desarma a las instituciones que, en una democracia, deben sostener la gobernabilidad incluso cuando las ideas divergen. En este marco, cada crítica que apela a lo personal, cada comentario que reduce la competencia de la mandataria a rasgos de su vida privada, funciona como un relieve de la debilidad estructural de un proyecto político cuando faltan argumentos sustantivos para vencer en el terreno de la gestión.
El fenómeno tiene varias capas. Primero, la desinformación y la descontextualización: afirmaciones que, sin evidencia, son repetidas por medios y redes para construir una narrativa de incapacidad o de traición al interés público. Segundo, la instrumentalización de la afectividad: presentar la política como una lucha entre “la seguridad de la nación” y una heroína que “pone en riesgo” ese orden, cuando la discusión real versa sobre recursos, calendarios, y responsabilidades institucionales. Tercero, la normalización de la agresión: cada episodio de odio que se tolera en público reduce la barrera de lo tolerable y abre paso a una cultura de confrontación constante, de mensajes que no buscan persuadir sino provocar resignación o miedo.
Frente a esa realidad, ¿qué hacer? En primer lugar, un marco de seguridad y responsabilidad. Las instituciones deben reforzar protocolos que protejan a las autoridades y a los equipos que las acompañan en actos públicos, sin sacrificar la libertad de expresión ni la crítica sustantiva. En segundo lugar, una ética periodística que distinga entre crítica legítima y ataque personal, entre análisis de políticas y ataques a la condición humana de la líder. Los medios de comunicación juegan un rol decisivo: deben evitar amplificar de forma acrítica la retórica de odio y, cuando sea oportuno, contextualizar y separar las discusiones políticas de los ataques que buscan deshumanizar. En tercer lugar, una ciudadanía informada y crítica: la educación cívica y la alfabetización mediática son herramientas para entender que el desacuerdo político no justifica la deshumanización de nadie. La responsabilidad de cada ciudadano va más allá de emitir un comentario; implica exigir políticas claras, rendición de cuentas y principios que protejan la dignidad de las personas, independientemente de su género.
La llamada de atención, entonces, no debe quedarse en la condena moral del insulto aislado, sino en la denuncia de un patrón que empobrece el debate público y debilita la gobernanza. Cuando la retórica de odio se presenta como la única forma de enfrentar a una autoridad, se oculta la ausencia de argumentos efectivos. Y ahí es donde el ecosistema político debe actuar con valentía: dotar de contenido a la crítica, proponer soluciones concretas, y recordar que la cohesión social no se construye con etiquetas, sino con políticas públicas que respondan a las necesidades reales de la gente.
Esta columna no pretende ignorar la complejidad de los retos que enfrenta cualquier gobierno. La gobernanza exige decisiones difíciles, ajustes presupuestarios, equilibrios entre seguridad y derechos, y respuestas rápidas ante crisis. Pero la legitimidad de cualquier gestión no se fortalece con el lenguaje del odio; se sustenta en la claridad de las propuestas, la transparencia en la toma de decisiones y la vigilancia constante de instituciones para que la seguridad y la libertad de todos no sean discutidas como si fueran mercancía de intercambio político.
Por último, la lucha por un discurso público responsable es una lucha por la democracia misma. El objetivo no es eliminar la crítica ni cerrar el espacio público a voces críticas, sino proteger el sentido común de que, en una sociedad plural, se puede disentir sin deshumanizar. El discurso de odio como propaganda política no es una anomalía, sino una señal de alerta: señala que el conflicto político ha llegado a un punto en el que la legitimidad del liderazgo se evalúa menos por las políticas y más por la capacidad de insultar. Si queremos una democracia que perdure, debemos devolver la conversación a su propósito: construir acuerdos, escrutar las acciones de gobierno y, sobre todo, respetar la dignidad de cada persona, incluso cuando se está en desacuerdo.
