Frente a las injusticias y desigualdades que genera el desarrollo capitalista global es necesario imaginar utopías que luego se transformen en proyectos de acción —si no un cambio total, al menos parcial a través de valores que nos permitan entender el mundo y conducirnos frente a él —. El desarrollo tiene origen en la promesa del progreso moderno, pero se tornó en un proyecto institucional internacional después de la Segunda Guerra Mundial. En su nacimiento, su lenguaje fue el de la razón, la técnica y la conquista: un mundo que debía crecer sin límites, medirlo todo, controlarlo todo, expandirse hacia lo infinito. Pero detrás de su brillo estadístico se esconde una herida: la de los vínculos rotos, la dependencia de la periferia frente a un centro, la extracción de migrantes sobrecalificados como fuerza de obra barata. El desarrollo, tal como se concibió en su origen y a mediados del siglo XX, olvidó que la vida no se produce, se comparte; no se acumula, se cuida.
La maximización del crecimiento económico, la modernización de las instituciones y el incremento de la tecnología no es sinónimo de bienestar, lo que se tiene que perseguir es la buena vida (en plural). Adela Cortina sostiene que “los modelos de vida buena no pueden imponerse, ni universal, ni particularmente. Y en este punto es necesario distinguir entre "lo justo" y "lo bueno", entre las exigencias de justicia que una sociedad debe satisfacer, y las invitaciones a la vida buena que las personas y los grupos han de aceptar personalmente. La justicia se exige, a la vida buena se invita” (2011, p. 14). La filósofa comparte la idea de que los modelos de desarrollo o de buena vida no pueden ser aplicables de manera universal, es decir, no puede existir un único bienestar-felicidad exigible, pero sí se puede trabajar por la justicia entendida como las condiciones mínimas de vida que permitan que la gente pueda construir su proyecto de vida (de bienestar, buena vida o desarrollos).
Surge entonces la interrogante de ¿cómo dirigirse a esas condiciones mínimas para que la gente desarrolle sus capacidades de libertad, viva con dignidad y respeto? El camino debe ir hacia la humanización de las acciones de desarrollo para que las prácticas de cambio no generen un mal-incorrecto desarrollo; proveer alimentos, medicinas, techo y seguridad; hacer que los pueblos se sientan respetados y estimados; fomentar la libertad para que las personas se empoderen y elijan cómo quieren vivir y muy importante mantener la esperanza en países que no son consideramos “desarrollados” para que no emigren (Goulet en Cortina, 2011, p. 15). Estos son principios éticos que permiten orientar el desarrollo más allá del crecimiento económico; se coloca la reflexión del desarrollo a un ámbito filosófico normativo.
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Algo que nosotros añadiríamos, desde la imaginación utópica, a la propuesta ética del desarrollo que Cortina suscribe es la incorporación de los valores como la solidaridad, el amor y el compromiso. Si tuviéramos que mandar un mensaje a la humanidad del futuro sería a través de una carta para que conozcan lo que imaginábamos que salvaría al planeta y a la humanidad en nuestro presente.
A mis hermanas y hermanos del futuro
Les escribimos desde un presente actual lleno de contradicciones, donde el conocimiento crece a la misma velocidad que la crisis climática. Hemos visto incendios, sequías y guerras por recursos que deberían ser compartidos por todos. En medio de la niebla de la incertidumbre confiamos todavía en la fuerza de los valores humanos como una luz capaz de devolverle rumbo al planeta que habitamos. Por esta razón, queremos hablarles de tres cosas que consideramos indispensables: la solidaridad, el amor y el compromiso.
La solidaridad nace como una luz interior, encendida por la certeza de que la vida no se compone de islas separadas, sino de un entramado que late al unísono. No se trata sólo de ayudar al otro, sino de reconocer que la vida es una red interdependiente. Los principios y valores adquieren verdadera fuerza cuando buscan el bienestar común, pues, de otro modo el egoísmo contamina las raíces que sostienen toda la existencia y la sostenibilidad del planeta. Si las sociedades del siglo XXI aprenden a cooperar en lugar de competir, las crisis del planeta podrían revelarse como momentos para reencontrarnos, para aprender juntos el arte de cuidar y reconstruir. Hans Kung lo vislumbró: sólo una ética de solidaridad puede levantar un orden económico justo y una cultura reconciliada con la vida (1997). Cada bosque talado, cada rio contaminado, nos recordaría que el daño infligido al mundo es también una herida en nosotros mismos.
El amor que imaginamos para ustedes no es cualquier sentimiento romántico, sino el amor como virtud, como energía moral que mueve la vida. Spinoza decía que “la felicidad no es un premio que se otorga a la virtud, sino la virtud misma” (1980). Amar la naturaleza, los cuerpos, los idiomas y la diversidad es la forma más profunda de defender la existencia. En tiempos de calentamiento global, el amor es resistencia: cuidar el agua, sembrar árboles, reducir el consumo, escuchar a los demás, defender el territorio, buscar a nuestros desaparecidos, exigir condiciones dignas de trabajo e imaginar utopías. Si en su época el amor aún guía las acciones colectivas, significará que la humanidad aprendió a reconocerse como parte del mismo planeta.
El compromiso, por último, será el valor que convierta las utopías en realidades. Aristóteles pensaba que la virtud se alcanza a través de la práctica y que obrar bien requiere sabiduría práctica (1998). Comprometerse con el bien común significa asumir las consecuencias de nuestras decisiones, no sólo en el discurso, sino en los hechos. Las generaciones del presente debemos comprometer nuestra vida cotidiana con la coherencia ecológica: elegir lo justo, respetar lo vivo y sostener nuestras promesas para combatir las sequías, la contaminación del aire, la escasez del agua, la erosión del suelo, la tala de árboles y el maltrato de los animales.
Imaginamos que en su tiempo presente algunos valores tal vez se hayan debilitado. Tal vez la verdad se haya vuelto un terreno incierto ante la desinformación, acrecentada aún más con las inteligencias artificiales; la tolerancia en un gesto superficialmente falso frente a las diferencias; o la lealtad en un concepto desplazado por vínculos efímeros. Sin embargo, mientras la solidaridad, el amor y el compromiso sigan guiando la conciencia colectiva, el futuro todavía tendrá sentido.
Ojalá que ustedes, habitantes del futuro, hayan logrado transformar el miedo en cooperación y la indiferencia en empatía positiva y ética. Que la cultura siga siendo el marco que permite crecer sin destruir. Si los valores son las brújulas morales de una sociedad, deseo que los suyos apunten siempre hacia la vida, la justicia y la esperanza para que el planeta, no sólo los humanos, goce de un verdadero desarrollo o buen vivir o bienestar.
Referencias:
Aristóteles. (1998). Ética a Nicómaco (trad. Julián Marías y María Araujo). Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.
Cortina, A. (2011). Una propuesta de ética del desarrollo. Éthique et économique / Ethics and Economics.
Küng, H. (1997). Una ética global para la política y la economía (trad. J. García). Madrid: Trotta.
Spinoza, B. (1677/1980). Ética demostrada según el orden geométrico (trad. Vidal Peña). Madrid: Alianza Editorial.
*Eduardo Cruz García es licenciado en Lengua y Literaturas Modernas (Alemanas) por la UNAM, licenciado en Ciencia Política y Administración Urbana, con mención honorífica, por la UACM, se encuentra en proceso de titulación de la licenciatura en Filosofía e Historia de las Ideas por la UACM, maestro en Sociología Política por el Instituto Mora y estudiante del Doctorado en Estudios del Desarrollo. Problemas y Perspectivas Latinoamericanas por este mismo instituto.
*Aarón Eduardo Díaz Bollas es licenciado en Enfermería por la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM), estudiante de la licenciatura en Administración y Comercio por la Universidad Nacional Rosario Castellanos (UNRC) y asistente de investigación en ciencias sociales.
