SACRO ÁNGEL DE LA INDEPENDENCIA COLUMNA (PORFIRISTA) DEL PASEO DE LA REFORMA
Muy Deslumbrante Símbolo de la Nación:
Le quiero contar un cuento que empieza así: “¡Está temblando! ¡Está temblando!” En segundos, mi hermana y yo saltamos como resortes de la cama, alertados por la enérgica advertencia de mi madre, mientras mi padre rescataba de la cuna a mi hermana menor, entonces la bebé de la familia. En un santiamén, todos estábamos apretujados bajo el quicio de una puerta, el más seguro de los refugios según acreditaba la sabiduría popular de la época. Desde ese umbral, vivimos atónitos el bamboleo, mientras la voz paterna soltaba la letanía de rigor: “tranquilos, no pasa nada”.
Te podría interesar
En efecto, salvo la escalofriante experiencia de oír crujir las paredes, no pasó nada. Medio atolondrados regresamos al lecho, pero ese mismo domingo de julio de 1957, a la hora del desayuno, se regó la noticia de que sí había pasado algo, y muy feo: se cayó el Ángel, decía el cotilleo, mitad lamento, mitad sorpresa. Esa misma tarde fuimos al Paseo de la Reforma y, desde las ventanillas del auto, pudimos ver roto Vuestro Cuerpo Angelical, el rostro partido, el ala desprendida, el pie fracturado.
Tan truculenta memoria puede ser infiel. Ese es quizás mi recuerdo más antiguo, pues andaba en la tierna infancia de los cuatro años cumplidos. Tal vez lo inventé o lo construí con las narraciones que escuché, o con las fotos que vi en los periódicos, aunque tengo una sensación muy vívida de haberlo visto con mis propios ojos. Donde no tengo duda fue de otra sacudida que me sacó de la cama en 1979, que retorció los marcos de aluminio de la fachada y rajó un par de ventanales, en un concierto siniestro. Otra vez en el desayuno la noticia: se cayó la Ibero.
En 1985, mientras esperaba el elevador en un séptimo piso, inició un suave bamboleo que en un instante se tornó en zangoloteo espantoso. Esa vez yo fui el papá que rescató de la cuna a su crío de meses y quien, parado bajo el marco de otra puerta, en abrazo familiar, repetía el mensaje tranquilizador: “no pasa nada”. Me equivoqué en redondo: pasó mucho y se cayó todo. El Regis, Televisa, el Multifamiliar Alemán, la unidad Tlatelolco y otros 300 edificios, que cobraron unas 30 mil vidas (dato siempre disputado por la autoridad).
Reportero en funciones, recorrí durante días la ciudad devastada: las ruinas de los rascacielos comprimidos como sándwiches, los hospitales convertidos en laberintos de cascajo, los campamentos callejeros de las víctimas, la férrea solidaridad de los capitalinos, las cadenas humanas retirando escombros y aplaudiendo cuando de aquel amasijo emergía un sobreviviente. Ya se ha escrito mucho sobre esa tragedia, que a muchos nos obligó a asociar la palabra temblor con la palabra muerte.
Años después, por razones diferentes, mudé mi domicilio a Cancún, donde hay que enfrentarse a una calamidad distinta: los huracanes. Cuando niño, recuerdo que los mayores describían algunas lluvias intensas como la ‘cola del ciclón’. Es un decir, porque los ciclones no tienen cola: son remolinos vertiginosos, que pierden su fuerza al chocar con tierra firme, ya que extraen su energía del mar.
Cancún, que sus fundadores promovían como libre de huracanes, atendiendo al disparatado mito de que los manglares protegen el litoral, recibió entre 1988 y 2025 el impacto de unos doce ciclones. La mayoría fueron tenues, tormentas tropicales que dejan a su paso lluvias torrenciales que inundan las zonas bajas, repletas de colonias populares, o huracanes categoría 1 o 2, más vigorosos, pero que no pasan de tirar los árboles no nativos y mandar a volar en fragmentos los anuncios espectaculares.
De cualquier modo, cada dos o tres años tenemos una alerta más o menos seria. La ciencia no alcanza a comprender todavía cómo se gestan estos meteoros pues cada verano, en el Atlántico, las condiciones propicias para su desarrollo se cuentan por cientos: empiezan como una onda tropical (una zona de baja presión con muchas lluvias, todo ello en el océano), y luego evolucionan a depresión tropical que, si se organiza y empieza a girar, escala a tormenta tropical y, eventualmente, a huracán. Pero esa es la excepción: la inmensa mayoría de las ondas-depresiones-tormentas se disuelven en los mares, antes de tocar tierra.
Menos se sabe aún de su probable rumbo y de lo que en verdad preocupa, el punto de impacto. Veinticuatro horas antes, el cono que dibujan los meteorólogos suele tener unos 150 kilómetros de apertura, lo cual hace toda la diferencia, pues si el ojo pega en Tulum, 130 kilómetros al sur, en Cancún no se van a despeinar ni las palapas. Por eso hay que estar atento y los viejos habitantes de Cancún (es otro decir, porque aquí todos somos jóvenes, en plena lozanía), conocen muy bien la rutina previa: comprar provisiones, tener linternas y radios de baterías, proteger los aparatos eléctricos, resguardar los documentos, tapiar ventanas, sacar las lanchas del agua y, en caso de vivir en zonas vulnerables, apalabrarse con un pariente o amigo con casa en zona segura.
El problema de tanto ajetreo es que casi siempre es inútil. Es muy raro un impacto macizo y frontal: con frecuencia se desvían y no pasa nada, a veces te rozan y pasa casi nada. Y como las alertas las emite el gobierno, y al gobierno no hay que creerle nunca, la gente se va volviendo escéptica, descreída, o tal vez sea mejor decir distraída, y los vecinos, los amigos, los conocidos, aún con el peligro ya muy cerca, se aferran al irresponsable pronóstico: no pasa nada.
Eso sucedió en 1988 cuando un monstruo conocido como ‘el huracán del siglo’, el Gilberto, agarró a los turistas recorriendo las zonas arqueológicas, tomando el sol en las playas, empinando el codo en las discotecas, mientras la autoridad se chupaba el dedo. La orden de evacuación de la zona hotelera, necesaria porque la isla es muy delgada y está muy expuesta, se dio al pardear la tarde, como a las seis, unas catorce horas antes del impacto. Era septiembre, mes de baja ocupación, y ya con los vientos huracanados encima, los camiones del ejército daban vueltas y más vueltas para llevar a los visitantes a zonas altas, a regañadientes de algunos hoteleros, pasados de necedad y de soberbia.
No hubo tiempo, por ejemplo, de sacar los barcos del agua, con lo cual una multitud de cascos hundidos y volteados punteaba la mañana siguiente el litoral. Tampoco hubo tiempo de desalojar las zonas inundables del rumbo de Puerto Juárez, que se hayan por debajo del nivel del mar. Por suerte, se trató de un ‘huracán seco’, que no sólo traía poca agua, sino que también pasó muy rápido, en unas siete horas.
El Gilberto le dio a Cancún una dura lección y puso de moda algo que aquí se llama la cultura de huracanes. En los siguientes episodios (Opal y Roxanne en el 95, Mitch en el 98, Isidore en el 2002, Iván en el 2004, Emily y Stan en el 2005), era fácil percibir a la gente mejor informada, se notaba que seguían las páginas climatológicas en Internet, se palpaba que habían protegido sus cosas y sus casas.
Y en esas estábamos cuando pegó Wilma, un bicho descomunal que se formó al sur de Jamaica, registró la intensificación más violenta de la historia (de tormenta tropical a categoría 5 en menos de 48 horas), y se nos vino encima sin titubeos, entrando por Cozumel y saliendo por Cabo Catoche. Para nuestra mala suerte, exactamente sobre Cancún se topó con un anti-ciclón (una gigantesca masa de aire polar, viajando de norte a sur), con lo cual se estacionó sobre la ciudad cerca de 60 horas.
Es un lugar común afirmar que la energía que descargó Wilma sobre Cancún equivale al poder explosivo de un par de bombas atómicas (tipo Hiroshima). Lo cierto es que hizo añicos la ciudad, la zona hotelera y el aeropuerto, aunque justo es decir que la cultura de huracanes funcionó: sólo se registraron siete muertes, algunas por imprudencia de las víctimas, y tampoco hubo derrumbes catastróficos. De todos modos, gran parte de la planta hotelera tuvo que cerrar y la reconstrucción fue paulatina, de a poquito, pero con una enjundia y una determinación insospechada.
Aun desde su alto pedestal, Dorada y Refulgente Criatura, no creo que haya podido palpar el tesón y la diligencia que mostraron los cancunenses para rehabilitar su ciudad, que empezó a recibir los primeros turistas para las fiestas decembrinas. Wilma fue un parteaguas en la historia de Cancún y si bien es imposible disociarlo de la palabra destrucción, por estos lares también es sinónimo de resistencia, de coraje del bueno y de amor por la patria adoptiva.
***
Vamos al Ángel: esa era la consigna obligada para celebrar las victorias de México en aquella copa mundial de futbol, la México 70, en el cual conseguimos llegar a cuartos de final. Era una sensación increíble esa de echar porras, de bailar batucada, de volver a conquistar la calle, espacio perdido tras la masacre estudiantil del 68.
No deja de ser curioso que le digamos Ángel, porque de ángel Vuestra Refulgencia no tiene ni pizca. Los ángeles son rosados, mofletudos, cándidos personajes que los pintores usan como fauna de acompañamiento. Si bien a veces se muestran desnudos, jamás aparecen en actitud triunfante, y menos como Vuestro Fulgor, sosteniendo el laurel de la victoria con un brazo extendido, aferrando las cadenas de la opresión en el otro puño, y desafiando a los mirones con sus dos tremebundos y bien plantados pectorales.
Sin duda una imagen de inspiración griega, la victoria alada, previa al surgimiento de la mitología cristiana, muy anterior a la aparición de los primeros ángeles en el paisaje celestial. Con ánimo provocador, hay que decir que se la regaló al país Don Porfirio, el tirano responsable de modernizar al México moderno, quién también edificó, sin proponérselo, la estructura conmemorativa del movimiento que lo derrocó: el Monumento a la Revolución.
Ese Don Porfirio, cuyo lema de gobierno era ‘poca política y mucha administración’, logró construir, en sus 30 años de gobierno, 18 mil kilómetros de vías férreas, lo cual viene a dar como 700 kilómetros por año. El contraste obligado es la 4T, cuyo lema parece ser ‘mucha política y cero administración’, ya que lleva siete años tratando de terminar los mil 500 kilómetros del Tren Maya, a un promedio de 215 kilómetros por año.
Vuestro Resplandor, creo yo, está más allá de esas minucias políticas. Con el tiempo, su imagen se ha convertido no sólo en la meca de los aficionados al futbol, en el punto de reunión de sindicatos y partidos políticos, en el escenario preferido de los ambientalistas y del orgullo gay, en la fotografía más emblemática de la principal avenida del país, sino que también es el símbolo por excelencia de la capital y, en un descuido, ya se convirtió en el ángel de la guarda de la nación.
Don Porfirio, severo como era, no podrá reprimir una sonrisa de aprobación desde su tumba.
***
Como ángel guardián de la nación, quiero informar a Vuestra Ilustrísima de otra lección que nos dio Wilma: aquí fuimos vapuleados en forma inmisericorde y oportunista por la prensa nacional, que aprovechó la catástrofe para llevar algo de público (y algo de dinero) a su molino. Las mentiras burdas, las exageraciones francas, las distorsiones malintencionadas, fueron el pan nuestro de cada día.
Amarillista, inconsecuente, brutalmente irresponsable, los titulares de los medios se dedicaron a convencer a sus audiencias de que Cancún había desaparecido del mapa. Ahí le van algunas perlas.
- -Cancún yace bajo el agua” (titular a ocho columnas del diario La Jornada).
- “Esta noche estamos transmitiendo desde la zona cero de Cancún.” (Joaquín López Dóriga, en alusión directa a la zona cero de las Torres Gemelas y sus 3 mil muertos, en El Noticiero).
- “Para todos aquellos que en algún momento de su vida han estado en Cancún, debo decirles que no hay nada, quedaron los cascarones de los edificios y esa es la mejor descripción que puedo hacer, que no hay nada.” (Carlos Loret de Mola, en Radiópolis).
- “El municipio de Benito Juárez, mejor conocido como Cancún, es hoy una ciudad fantasma.” (Jorge Octavio Ochoa, en El Universal).
- “La situación aquí es verdaderamente dramática. Puerto Morelos prácticamente ha desaparecido.” (Eduardo Cano, en TV Azteca).
- “La inundación en la zona de Cancún llega hasta el tercer piso de los hoteles”. (Alberto Hernández Unzón).
- “Esto es como un estado de guerra.” (José Cárdenas).
Cancún no sufrió un huracán, sino dos: primero el atmosférico, luego el informativo. Como ya no había ni brisa, hubo un conductor de televisión que usó ventiladores para simular que lo despeinaban los vientos huracanados: un montaje infame.
Todo eso sucedió hace veinte años exactos, en el mes de octubre. Para recordar, este mes tendrán lugar unos pocos eventos, que servirán para recrear lo que sucedió, y para avisarnos que va a volver a suceder, porque estamos situados justo en el centro de la autopista de los huracanes. Ni hablar: tal vez ese sea el impuesto que hay que pagar por vivir en el paraíso.
Con esto termino. Ahora que me acuerdo, estamos en temporada de huracanes y no he comprado provisiones, ni he checado baterías, ni he tapiado ventanas, ni sé dónde me voy a refugiar si nos alcanza otro meteoro. Ya hasta me parezco a los de la 4T: muy bueno para criticar, pero muy maleta para cumplir. Con ese cargo de conciencia, reciba Vuestra Deslumbrante Independencia un homenaje reverencial y encandilado de
