En el salón de la grandeza empresarial mexicano, hay un personaje que siempre llega con la capa bien planchada y la sonrisa de quien sabe que el mundo entero está aplaudiéndole… aunque tal vez solo le aplaudan sus aliados. Hablo, claro, de Ricardo Salinas Pliego, ese magnate que ha logrado convertir la bravura en un producto de exportación: “bravuconería en corbata”, con la marca registrada de quien parece creer que la historia le debe un aplauso por cada acuerdo fiscal que firma.
La columna de hoy podría titularse: “Se acabó lo bravucón”, pero no sería justo para la palabra bravucón en sí: esa se quedó sin batería, como un teléfono que no quiere iniciar la pantalla de inicio cuando ya no hay señal. Salinas Pliego, desde su pedestal de deuda, ha intentado convertir la conversación sobre impuestos en un show de caridad: yo pago, luego existo, claman los focos. Pero la ironía está en que este pago, según el tono que se le da, no busca generar solidaridad fiscal ni mostrar una conciencia social, sino dibujar una escena de recuperación ante la ausencia de aquello que muchos de nosotros damos por hecho: una justicia fiscal que no necesita que el actor principal sea un rehén de la buena voluntad de sus espectadores.
Quienes sostienen que pagar impuestos es un acto de buena gente para la galería, parecen olvidar que la obligación tributaria no es una ofrenda al altar del éxito, sino un compromiso con la vida en común: hospitales, escuelas, carreteras, servicios que sostienen a una sociedad. Salinas Pliego, en su narrativa de “ya no me quedan jueces en la nómina para resolver esto”, dialéctica elegante, si no fuera tan peligrosa para la claridad pública juega a la retranca: si la justicia le deja de servir, entonces paga para que el ruido se detenga. Es decir, la moral de la historia no está en la deuda pagada, sino en la capacidad de convertir una obligación legal en un espectáculo de auto justificación.
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El supuesto “acuerdo de hace más de 10 años” al que se apela para justificar el pago no debería leerse como una prueba de virtud, sino como una anécdota que revela una lógica incómoda: la idea de que la ley puede, en ciertas circunstancias, convertirse en una especie de paraguas bajo el que algunos permiten que la lluvia caiga sobre todos menos sobre ellos. Y aquí viene la parte ácida del sarcasmo: si pagar lo que se debe es un acto de pura caridad, ¿qué queda para el resto cuando el paraguas de la equidad se retira? ¿Qué clase de mensaje envía a quienes trabajan cada día para sostener servicios que, en este país, siguen dependiendo de la generosidad de unos pocos?
Aplauden, por supuesto, a quien paga. Pero esos aplausos, de los lambiscones y arrastrados que comúnmente se encuentran en los costados de la escena, no deben confundirse con reconocimiento moral. Son, en gran medida, una bendición convenientemente programada: reconocimiento para quien tiene la capacidad de mover fichas, de sostener acuerdos que parecen protecciones, de convertir la obligación en un acto de visibilidad que funciona como una marca de verificación. ¿Aplauden por la deuda saldada, o por la demostración de que el sistema admite ciertas salidas para los que pueden pagar? En cualquiera de los dos casos, la pregunta sigue siendo incómoda: ¿qué pasa con el resto de la gente cuando la columna vertebral de la recaudación es tan dependiente de la voluntad de un puñado de grandes fortunas?
Más allá de la retórica, la cuestión de fondo es simple y quizá incómoda: ¿qué tan justo es un sistema en el que el tamaño de la deuda que pagas no se mide por la necesidad de contribuir a lo común, sino por la capacidad de negociar salidas a largo plazo? Si la respuesta es “faltan jueces, ministros y magistrados en la nómina de ciertos intereses”, entonces estamos ante una crítica seria a la arquitectura de la gobernanza, no ante una propaganda de virtud. El hecho de que alguien que tiene enormes recursos pague una deuda que data de hace años no debería convertirse en una credencial de santidad; debería obligarnos a revisar estructuras, plazos y mecanismos para que la justicia fiscal no dependa de la habilidad de un individuo para neutralizar la presión social con una firma.
Y sí, la ironía no se esconde: en un país que espera que los impuestos financien lo público, que los más ricos contribuyan con justicia, la imagen de un “buen samaritano” que paga para limpiar su imagen es, cuando menos, revolvente. No porque pagar impuestos sea un favor extraordinario, sino porque la responsabilidad fiscal debería ser una práctica diaria, universal e impersonal. Si se ve como un acto heroico cuando alguien de su talla lo hace, quizá el problema no esté en la voluntad de ese individuo, sino en un marco que permite que la moral de la gente se mida por la capacidad de una firma para cerrarlo todo con un acuerdo.
Por último: que este tema nos lleve a repensar la economía de los favores, la justicia fiscal y la soberanía del interés público sobre el interés privado. Que el debate no se reduzca a quién paga o no paga, sino a cómo diseñamos un sistema en el que pagar impuestos sea, de verdad, una obligación igual para todos y una garantía para nadie quede atrás. Si Salinas Pliego ha encontrado una salida que confiere a su riqueza un estatus de redención, que sirva para despertar una conversación mucho más amplia: ¿cómo transformamos esa conversación en políticas que hagan que todos paguemos nuestra parte, sin excusas, sin filtros, y con la certeza de que la cancha está nivelada?
