Las inundaciones que azotaron Veracruz, Puebla, Hidalgo, San Luis Potosí y otros estados son más que una lista de damnificados: son una prueba de nuestra capacidad para organizar, vigilar y exigir que la solidaridad no se convierta en oportunismo. Cuando se desatan las aguas, se activa un entramado institucional de respuesta que no debe confundirse con una simple operación de ayuda: es una operación de gestión pública, gasto, contratos y reconstrucción a largo plazo. En estas dinámicas, dos preguntas deben acompañar cada noticia: ¿quién recibe el apoyo y por qué? ¿Cómo se vigilan, auditan y rinden cuentas de cada peso?
En escenarios de desastre, las autoridades recurren a marcos de acción que buscan acelerar la respuesta sin perder la trazabilidad. El Plan DN-III-E de la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA) se activa para dar apoyo a la población civil cuando la magnitud de la emergencia lo exige; el Plan Marina, a cargo de la Secretaría de Marina (SEMAR), aporta capacidad logística y de evacuación; y la Guía Nacional de Atención a Desastres (GN-A), coordinada desde las instancias de protección civil, orienta la distribución de ayuda y las prioridades de intervención. Estas herramientas operativas son necesarias, pero su uso debe ser acompañado de reglas claras: licitaciones transparentes, especificaciones técnicas precisas, auditorías independientes y actualizaciones públicas sobre avances y gastos.
La “operación de apoyo” no es solo logística; es un momento de rendición de cuentas. En la medida en que se activa un mando único para rescate y atención, se abre una ruta de gasto público que debe someterse a controles. Hay dos trampas típicas: la urgencia que acorta las revisiones necesarias y la tentación de beneficiar a redes o proveedores vinculados a intereses particulares. No se trata de frenar la ayuda, sino de exigir condiciones que garanticen eficiencia, equidad y transparencia: concursos abiertos cuando sea viable, contratos con especificaciones claras, y procesos de seguimiento que permitan ver cada avance y cada pago.
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La transparencia en donaciones y aportes es otro pilar. Las campañas de ayuda, ya sean estatales, municipales o privadas, ganan legitimidad cuando la información fluye: qué se donó, a qué proyectos se destinó, qué comunidades se priorizaron y qué controles de gasto existieron. En muchas emergencias, parte de la ayuda llega en especie. Si esas donaciones no se registran con claridad, pueden desviarse o distribuirse sin criterios técnicos, erosionando la confianza pública y complicando la reconstrucción.
La cobertura mediática tiene una responsabilidad doble. Puede movilizar solidaridad y vigilancia, pero también convertir la tragedia en escenario político. Por ello, los periodistas deben desglosar las obras contratadas, a qué precios, con qué plazos y qué resultados se entregarán, y acompañar esa información con voces de las comunidades afectadas. La prensa, cuando actúa con verificación y contexto, fortalece la rendición de cuentas en lugar de alimentar narrativas de oportunismo.
La reconstrucción exige también un enfoque sostenible y participativo. Los ciclos de obra pueden durar años; sin una planificación que conecte resultados con necesidades actuales y futuras, la población paga el costo de promesas incumplidas. Es crucial que cada etapa de la reconstrucción esté ligada a criterios de resiliencia: viviendas que soporten futuras crecidas, infraestructuras que protejan ecosistemas y mecanismos para que las comunidades administren su desarrollo a largo plazo.
El tema no es simplista: hay intereses privados, intereses políticos y necesidades humanitarias entrelazados. La clave está en potenciar mecanismos de control sin obstaculizar la rapidez necesaria para salvar vidas. La población merece ayuda inmediata, sí, pero también claridad sobre quién gestiona esa ayuda y con qué reglas. Cuando esos principios fallan, la tentación de transformar la tragedia en botín político o en negocio privatizado crece, con costos sociales irreparables: desconfianza, sobrecostos, obras de baja calidad y, lo más grave, comunidades que quedan en la sombra de un plan de reconstrucción mal diseñado.
La vigilancia como ejercicio cívico debe ser constante. Propiciar que las adjudicaciones, los pagos y los avances de obra estén disponibles para la consulta pública; exigir portales de datos abiertos que permitan auditoría ciudadana; promover auditorías independientes que evalúen eficacia y sostenibilidad de las obras; y garantizar vías seguras para denunciar irregularidades son pasos fundamentales. En paralelo, la cobertura mediática debe priorizar la verificación de hechos, las cifras verificables y la inclusión de testimonios de damnificados, para evitar que la narrativa se desplace hacia la politización de la tragedia en lugar de soluciones concretas.
Por último, ver el oportunismo de personajes como Ricardo Salinas Pliego y Alejandro Moreno, junto con todo su séquito de periodistas, medios de comunicación y comentócratas, sumado a campañas de bots en redes sociales para lucrar con la tragedia, es la muestra más clara de la descomposición social de los medios de comunicación por los intereses personales y económicos.
