Para discutir con propiedad y conocimientos, como no lo hacen los abogados del foro conservador de barras y despachos corporativos, es vital clarificar los conceptos, las categorías y las figuras del derecho adjetivo. Así que ahí les va una cátedra al respecto.
El interés legítimo tiene un ADN eurocéntrico, proviene del derecho administrativo europeo. Aunque la praxis francesa sentó las bases, la expresión “interés legítimo” como categoría jurídica surgió propiamente en la doctrina italiana de fines del siglo XIX.
La unificación italiana (1861) y la creación en 1889 de la IV Sección del Consejo de Estado (tribunal contencioso-administrativo) impulsaron la necesidad de sistematizar las situaciones en que un particular podía impugnar la actuación administrativa sin ostentar un derecho subjetivo pleno.
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La escuela italiana de derecho administrativo, liderada por juristas como Vittorio Emanuele Orlando, introdujo expresamente esta noción para describir esa posición intermedia del ciudadano frente a la Administración. Uno de sus discípulos, Oreste Ranelletti (1868–1956), es señalado como el primer gran formulador de la teoría del interés legítimo.
Ranelletti dio “un impulso relevante a la elaboración” de esta figura jurídica, que desde entonces tendría un largo desarrollo doctrinal. En Italia se estableció así la célebre distinción entre derechos subjetivos e intereses legítimos, con importantes consecuencias: según la doctrina italiana, la diferencia radica solo en el grado de intensidad del interés protegido por el ordenamiento. Si el orden jurídico reconoce plenamente una utilidad en cabeza del particular, estaríamos ante un derecho subjetivo; pero si el particular solo obtiene la garantía de legalidad en la actuación administrativa (sin un derecho a exigir una prestación concreta), se trata de un interés legítimo. Dicho interés legítimo confiere al ciudadano la facultad de exigir que la Administración actúe conforme a Derecho y de impugnar las decisiones u omisiones que lo afecten de modo particular y cualificado, pero sin poder exigir per se una conducta o prestación específica.
En el mismo sentido, la escuela jurídico-administrativa francesa incorporó nociones similares del interés legítimo. Maurice Hauriou, desde la defensa de un orden liberal individualista, consideraba que el Estado debiera ser garante de la vida civil y la libertad individual; así promovió procedimientos para la protección de las personas frente a las arbitrariedades administrativas gubernamentales. La doctrina es oponerse a la noción de soberanía absoluta estatal para fundamentar un sistema de derechos individuales frente al Gobierno. En suma, el interés legítimo surge en la corriente positivista del derecho público (italiana y francesa) con trasfondo liberal-individualista, para reconocer que los intereses individuales o corporativos puedan oponerse al Gobierno.
En España, García de Enterría afirmaba que no todo derecho debe estar tatuado en la piel de un contrato o de una ley orgánica para existir jurídicamente. En tiempos en que la Administración Pública era aún la hija predilecta del autoritarismo legalista, él se atrevió a afirmar que también existen derechos “reaccionales”. ¿Qué es esto? Muy simple: derechos que no nacen en el Olimpo legislativo, sino que despiertan cuando la Administración mete la pata. A esa criatura mutante la bautizó —con una elegancia técnica innegable— como “interés legítimo”.
Para él, el interés legítimo no es un favor procesal ni una limosna del Estado. Es un derecho subjetivo que no tiene pasado, pero sí presente. Todo magistrado no debe preguntar si el recurrente tiene un derecho perfecto, sino si tiene una afectación real material. Gracias a esta distinción —entre el derecho subjetivo clásico (preexistente) y el interés legítimo (reactivo)— García de Enterría logró abrir las puertas del contencioso-administrativo a colectivos y ciudadanos que antes debían ver, callar y obedecer. A partir de la Constitución española de 1978 (art. 24), su tesis se convirtió en dogma constitucional: derechos e intereses legítimos gozan de tutela judicial efectiva. Ni más, ni menos.
La grandeza del planteamiento enterriano no está sólo en su técnica, sino en su valentía ideológica. En una época en la que la legalidad era sinónimo de obediencia, él optó por el control. Defendió que la legitimación no se mide por escrituras notariales, sino por la intensidad del daño causado. Así, el interés legítimo dejó de ser un fantasma jurídico y se convirtió en la herramienta más elegante para golpear con Derecho a los poderes públicos.
En esencia, el interés legítimo se fundó para ampliar la protección judicial más allá del afectado directo, rellenando vacíos legales en la legislación contenciosa administrativa, pero no para proteger los intereses del poder corporativo económico supraestatal, la dictadura neoliberal nacida en París en 1938 durante el coloquio Lipman.
En América Latina se adoptó luego en diversas jurisdicciones. En México la reforma constitucional de 2011 y la nueva Ley de Amparo de 2013 incorporaron expresamente la figura del interés legítimo en el juicio de amparo (antes sólo se reconocía el interés jurídico estricto). En resumen, el interés legítimo no surgió “de la nada”, sino en el entramado del derecho administrativo europeo, con impulso académico de la escuela liberal-progresista.
