Multiplicar escuelas de Derecho es la tendencia. Gracias a la expansión universitaria, en América Latina proliferan abogados, como si los diplomas pudieran reparar instituciones rotas. En México, la cifra de abogados por cada cien mil habitantes se multiplicó ocho veces en cuatro décadas, pero el Estado de Derecho sigue en terapia intensiva. Esta sobreproducción no se traduce en justicia; solo genera precariedad y fragmentación.
Hace falta decirlo sin rodeos: abrir una escuela de Derecho cada semana no equivale a fortalecer la Ley. El libro “No estudies Derecho” denuncia que hay más de 1,200 programas de Derecho en México y que el gremio ni siquiera está regulado. La consecuencia es un mercado saturado que expulsa a los egresados hacia oficios ajenos a la justicia.
Los abogados se han convertido en intermediarios de un sistema ineficaz, atrapados en un modelo corporativo donde lo que importa es el cliente que paga. No extraña que la profesión esté infestada de conservadurismo y machismo; el éxito se mide en el Derecho Corporativo y los cargos de poder siguen reservados para varones. Creatividad, empatía y tolerancia son meros adornos de discurso.
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El conservadurismo no es una desviación; es el ADN de la abogacía. Alexis de Tocqueville ya veía a los abogados como guardianes del orden: nacidos del pueblo pero aficionados a las maneras aristocráticas. Esta inclinación se alimenta en las aulas.
Investigaciones sobre la formación jurídica muestran que los planes de estudio refuerzan una ideología formalista: se ensalza la doctrina clásica y los valores del derecho privado, como la propiedad y la competencia, mientras que la justicia social queda relegada. Y cuando algún estudiante entra con sueños de cambiar el mundo, la realidad lo redirecciona al corporativo seducido por el salario y el prestigio. El resultado es que el abogado medio acaba defendiendo el statu quo con fervor casi religioso.
La mercantilización del ejercicio jurídico completa el cuadro. Analistas de la UNAM advierten que la profesión se ha convertido en un negocio al servicio del poder; la idea misma de reformar el marco jurídico para la comunidad se diluye. Lo que importa es el cliente, no el ideal de justicia. Cuando el abogado solo persigue los intereses de quien paga, desaparece la noción de servicio colectivo. Así, la toga se vuelve bata de vendedor y el Derecho se transa al mejor postor.
La crisis de la abogacía no se entiende sin el colapso del Poder Judicial. Numerosos académicos y magistrados coinciden en que el sistema de justicia mexicano es racista, patriarcal, elitista y clasista. Los ministros de la Corte hablan de un poder judicial ominoso, faccioso y complaciente con la corrupción y el nepotismo, donde se acumulan privilegios, racismo, clasismo y misoginia. Incluso legisladores reconocen que la gente percibe a los tribunales como costosos, elitistas, humillantes, lentos y corruptos. ¿Qué defensa de los débiles puede nacer de semejante club privado?
Al sumar conservadurismo, mercantilización y elitismo judicial, el panorama es desolador. La intermediación jurídica rara vez sirve al débil: los abogados son formados para preservar el orden y luego lanzados a un mercado donde los clientes poderosos compran acceso mientras la mayoría enfrenta costos prohibitivos y tribunales hostiles. La justicia se convierte en un servicio selectivo, un artículo de lujo que protege la propiedad y el bolsillo de unos cuantos, mientras los valores éticos y el fin social del Derecho quedan relegados.
Aun así, esta crisis no es destino inexorable. Si se quiere cambiar, hay que regular la proliferación de escuelas de Derecho y reorientar la formación hacia la justicia social, la ética pública y los derechos humanos.
El activismo jurídico comprometido con los sectores populares debe ser la regla y no la excepción. A nivel institucional, la democratización del Poder Judicial implica erradicar el nepotismo, la corrupción y los privilegios, asegurar la paridad de género y la representación de los grupos históricamente excluidos, y crear mecanismos de rendición de cuentas. Solo entonces los abogados dejarán de ser meros operadores del mercado para convertirse, de verdad, en defensores de los fines y valores del Derecho.
