Lo que parecía lejano se convirtió en realidad ante la amenaza del presidente Donald Trump de desatar el infierno sobre Hamás si en un plazo de 72 horas no aceptaban los términos de rendición de Washington. Hamás hizo muecas, pero corrió a aceptarlo. Fue así de simple, dirían después.
Conmovedoras fueron las imágenes en Sharm el Sheij, Egipto, donde observadores, negociadores e incluso el presidente de la FIFA fueron testigos de la firma. El protagonista rotundo y absoluto: Donald Trump.
Luego llegarían las imágenes de miles de personas caminando hacia sus hogares. Una Gaza destruida, en ruinas por donde se mire, pero con la promesa de florecer bajo cientos de miles de millones de dólares en reconstrucción. Nada de eso repara, ni por un minuto, el dolor de quien perdió un amigo, un hermano o un padre. Una estela de muertos incalculable, no por la cifra, sino por el peso del duelo que deja. El mundo fue testigo, y el mundo habló con claridad, con fuerza y con contundencia.
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Para Hamás, ojalá el olvido, la miseria y el recuerdo perpetuo de haber llevado al pueblo palestino a una guerra que no le pertenecía. Los judíos también perdieron, porque una guerra nunca se mide por el número de muertos de un lado u otro: en una guerra pierden todos. Una guerra no es guerra hasta que un hermano mata a otro, reza el dicho.
Después de dos años en cautiverio, los rehenes regresaron a casa. Fueron entregados a la Cruz Roja Internacional y tuvieron la suerte de dormir bajo su propio techo, cerca de sus seres queridos, lejos de la posibilidad constante de morir en cualquier momento. Los rehenes, desde el inicio de los tiempos, son despersonalizados: moneda de cambio.
Palestina decidió, tiempo atrás, que ese grupo de terroristas se convirtiera en partido político y gobernara su destino bajo la promesa de un mundo mejor. Pero lo hizo con una agenda de odio y destrucción, una agenda ni siquiera propia, pues Hamás representa los intereses de Irán.
Lo peor del caso es que ahora, en la arena pública, se respira cierto disgusto: que haya sido Trump quien trajera la paz. La paz gusta, sí, pero solo cuando no viene de su mano.
Por otro lado, María Corina Machado, opositora del régimen venezolano, se alza con el Premio Nobel de la Paz. Detractores por diestra y siniestra aparecen por doquier, cuestionando su idoneidad, sus méritos, sus gestos.
Pero la realidad es más simple: se trata de ideologías. Vivimos en el tiempo de la polarización absoluta. Pero mientras muchos critican a Machado, no hay uno solo que salga a defender los “logros” del chavismo o de Maduro. Y la razón es evidente: es indefendible. El abandono de los mecanismos democráticos, la restricción de libertades, el clientelismo, el hostigamiento, la erosión constitucional, la concentración del poder y el culto al líder. Un populismo autoritario con pretensiones socialistas que devino en un autoritarismo hegemónico.
Muchos seguirán manifestándose contra Machado, y está bien. Como también está bien que a muchos les incomode que Trump haya traído la paz a Medio Oriente. La paz incómoda cuando el mundo prefiere su discurso de corrección a los resultados efectivos. Es la hipocresía del debate: aceptas la paz, pero no al mensajero.
Al final, tal vez lo único que quede sea reconocer el valor de los hechos por encima de las etiquetas. Esas mismas que, en demasiadas ocasiones, han convertido al mundo en una mierda.
Moneda al aire: Las lluvias sin clemencia
Ante los eventos meteorológicos de los últimos días la desesperación crece en varios estados de la república, con más de 60 personas que han perdido la vida, y muchas otras más que lo perdieron todo, y si bien la presidenta hizo presencia en los lugares, hay quien busca sacar como siempre raja política de los hechos fustigando y señalando el actuar de la mandataria, lamentable ante la tragedia ser cobarde en las palabras
Diego Castañón, en Tulum no hace nada con su policía
Una mujer en Tulum relató cómo, por tener las placas vencidas, fue detenida, su camioneta casi remolcada. Esto no tendría problema, si su hijo de apenas diez años no hubiese sido sometido por una mujer policía que le torció los brazos para impedirle tomar un teléfono. Cuando pidió que la dejaran llegar a su casa, por estar enferma y estar a dos cuadras de distancia, los agentes pidieron refuerzos y en minutos, la multa ya era de tres mil pesos y la grúa de siete mil; un negocio redondo que, según ella, deja comisiones a quienes envían autos a los corralones privados. Después de una hora de discutir, logró regresar a su casa, pero poco después llegaron dos patrullas municipales y cuatro de tránsito, como si se tratara de un operativo antidrogas. Frente a su hijo, la arrestaron con violencia, mientras el niño —entre lágrimas— logró escapar, tomar el celular y pedir ayuda.
El caso muestra un patrón cada vez más evidente: una policía que no protege, sino que intimida; una autoridad que ha hecho del miedo y la extorsión, su principal herramienta. En Tulum, la impunidad se multiplica entre uniformes. La violencia, la corrupción y la codicia se han convertido en lo que devora lo que alguna vez fue un paraíso, la madre analiza llevar estos hechos y sus pruebas ante la Comisión Estatal de Derechos Humanos.
