Si hiciéramos una búsqueda amplia de las temáticas de investigación que más interés han generado entre los economistas durante los últimos cuarenta años (si partimos de la crisis de los ochenta) caeríamos en cuenta, sin duda, de que los impuestos son una de ellas. Esto obedece, entre otras razones y en términos generales, a la importancia capital de éstos en el desarrollo económico –en términos de financiamiento y como instrumento de distribución de la riqueza– y al contexto económico de la crisis de deuda de finales del siglo pasado y el devenir económico hasta nuestros días. No es mi intención ahondar en el estado que guarda esta abundante producción, pero sí decir que en ella se identifica un conjunto de lugares comunes que podemos resumir del siguiente modo: baja recaudación fiscal que se evidencia a través de la comparación internacional y los problemas del gasto, la alta dependencia de los ingresos petroleros, la necesidad y la urgencia de una reforma fiscal a través de impuestos ahora a la riqueza y la modificación de los impuestos indirectos que recaen sobre el consumo. En el fondo de este balance prevalece la idea de que en México tenemos un federalismo que de federal tiene el nombre porque es un esquema centralizado de ingresos que reparte de manera desigual el dinero público. Estos lugares comunes si bien son válidos, también me parecen insuficientes para construir una lectura integral de la complejidad del federalismo fiscal de nuestro país de la que da cuenta el análisis histórico.
¿Qué elementos aporta la historiografía fiscal del siglo XX y XXI para conocer la complejidad del federalismo fiscal mexicano? En principio, la importancia de no olvidar que las relaciones intergubernamentales son un problema político de primer orden dotadas de historicidad. Sé en este sentido que no estoy diciendo nada nuevo para quienes hacemos historia de los impuestos, pero me interesa subrayarlo porque a mi parecer es una cuestión que, si bien nombran los lugares comunes, en su lectura se les trata como variable exógena cuando son la mano que mece la cuna. No estoy diciendo que un economista deba pensar como historiador porque sé que cada disciplina supone un horizonte interpretativo. Lo que estoy diciendo es que todo estudio económico sobre federalismo fiscal debe tomar dicha cuestión como punto de partida. Y es que, en la disciplina económica, a la hora de hablar sobre relaciones intergubernamentales se asume que el “poderío” fiscal federal –ese que deja sin dinero a las haciendas estatales– está “dado” y que la centralización fiscal inició tras el establecimiento del Sistema Nacional de Coordinación Fiscal en 1980, cuando los convenios de coordinación se establecieron para el conjunto de la recaudación federal. Una de las implicaciones de esta consideración es pensar que parte de la solución de los males fiscales que nos aquejan es la descentralización entendida, grosso modo, como: 1) la reducción de la dependencia financiera de las haciendas locales –principalmente estatales– mediante el acceso directo de éstas a los rendimientos territoriales de diversos impuestos; y 2) como la “delegación” de potestades fiscales a los estados.
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Ahora bien, esta lectura puede matizarse en varios sentidos si consideramos algunas cuestiones historiográficas. La primera: a las haciendas estatales no se les “delegan” facultades tributarias, ya las tienen desde el nacimiento del federalismo fiscal en México con el Decreto de Clasificación de Rentas del 4 de agosto de 1824. La segunda: debido a que las haciendas estatales cuentan con facultades tributarias, la centralización –al menos para el siglo XX– debe entenderse como ese proceso mediante el cual las suspendieron (las siguen teniendo). La tercera: la suspensión de las facultades tributarias de las haciendas locales en nuestro país estuvo íntimamente ligada tanto a la unidad nacional como a la necesidad de impulsar y legitimar un proyecto económico y político a lo largo del siglo XX que a su vez fue sujeto de cambios a propósito de diversos contextos nacionales e internacionales, así como de la interacción de diversos actores. La cuarta: que dicha suspensión implicó un mecanismo de coordinación flexible que surgió tras esfuerzos fracasados por federalizar el ramo a través de reformas constitucionales. De ello da cuenta el Impuesto Sobre Ingresos Mercantiles (ISIM) -vigente desde 1948 y sustituido por el Impuesto al Valor Agregado (IVA) en 1980-, las investigaciones al respecto han mostrado que su vigencia es la historia del cómo la federación batalló para consumar la coordinación fiscal nacional (no olvidemos que las transacciones mercantiles que gravaba el ISIM eran, para 1942, el único rubro cuya legislación no estaba en manos federales). A dicho mecanismo de coordinación, cabe decir, se le sumaron incentivos como participaciones en multas y recargos y ni así se avanzaba en la coordinación. La quinta: que la centralización estaba prácticamente fracasada para inicios de los años 70 del siglo XX cuando aún había entidades federativas renuentes a la coordinación (en su mayoría de importante actividad económica y aportación al PIB nacional y cuyos impuestos locales sobre las transacciones mercantiles tenían un peso importante en la composición de sus ingresos fiscales). La sexta: que la centralización no se alcanzó en 1980, sino desde 1973 cuando todas las entidades federativas renuentes se coordinaron debido al establecimiento de una tasa global en el ISIM y a una mayor transferencia de recursos a las haciendas estatales. Y la séptima, derivada de la anterior: la definición, a partir de ese año, de un patrón de distribución del dinero público caracterizado por el debilitamiento de la hacienda pública del centro político nacional y el ascenso de las haciendas estatales. Este planteamiento –desarrollado en Ascenso provinciano, libro de la autoría de Luis Aboites y quien esto suscribe– evidencia una relación política delicada entre el gobierno central y las provincias en tanto que el poder político fiscal federal se sostiene en la dispensa de dinero. Esta trayectoria, en la big picture, no es otra cosa que el resultado de entidades federativas renuentes.
A la luz de este conjunto de consideraciones históricas, vale la pena preguntarnos: ¿de qué tipo de “fortaleza” federal estamos hablando si el federalismo fiscal mexicano es un hombre musculoso del tronco con piernas delgadas? De aquí también se derivan dos peligros: 1) el de seguir pensando en nuestros días que el federalismo fiscal en México es una maquinaria constituida por un centro todopoderoso maldito que soportan las entidades federativas; y 2) el de no reconocer que las principales limitaciones de la descentralización fiscal en México tienen que ver con la forma en que la federación ejerce el poder sobre el resto del territorio, es decir, sobre la viabilidad misma del Estado. Es necesario y urgente pensar al federalismo fiscal en clave histórica si se pretende resolver los problemas sustantivos de la hacienda pública mexicana.
María del Ángel Molina*
Doctora en Historia Moderna y Contemporánea por el Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, Maestra en Economía con especialidad en Historia Económica por la UAM–Azcapotzalco, Especialista en Historia del Pensamiento Económico por el Posgrado de la Facultad de Economía de la UNAM y Licenciada en Economía por la Facultad de Economía de la UNAM. Ha realizado tres estancias posdoctorales (UNAM, UV e Instituto Mora). Cuenta con diversas publicaciones (libros, capítulos de libros y artículos) en torno a la historia hacendaria de México, siglos XIX y XX.
