EXCMO. SR. DON FIDEL VELÁZQUEZ SANTO PATRIARCA DE LA CHARRERÍA
Mi Líder:
Fíjese que me vinieron con el chisme de que Vuestra Merced ya se murió. Distraído como soy, al punto lo creí, influido mi ánimo del año que comienza por ese refrán lacónico y siniestro que reza: enero y febrero, desviejadero. Luego entré en razón, atenido a la sabiduría de otra sentencia, ésta sí repleta de sentido común, que pregona que uno no se muere cuando lo entierran, sino cuando lo olvidan.
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¿Y quién no se acuerda de Don Fidel? Así, Don Fidel, sin necesidad de añadirle cargos y apellidos, una sencilla fórmula ritual que se usaba en el país para referirse a Su Serenísima. Y cómo no, si tras la gruesa armazón de sus lentes oscuros, tras su descomunal puro, tras su semblante imperturbable y hosco, tras su humor retorcido y sus máximas macabras (“a balazos llegamos y con votos no nos sacarán”, “el que se mueva no sale en la foto”, “los halcones no existen porque yo no los veo”), se reconocía el mando férreo sobre miles de sindicatos y millones de obreros, o sea, el pilar sobre el que construyó el PRI hegemónico el México moderno.
Hasta nombre le pusieron a su forma de controlar: el líder charro. No que Su Gracia practicara las vistosas suertes del llamado deporte nacional, la charrería, pero el ingenio nacional bautizó con ese término a los dirigentes obreros que se regían por el código de conducta que Usía impuso: eran vitalicios y eternos, se aferraban al hueso hasta que pasaban a mejor vida; odiaban la democracia, pero eran reelectos de manera sistemática, ya sea por unanimidad o por aclamación; eran institucionales, pues obedecían sin chistar las instrucciones del partido oficial; y eran unos canallas en el ejercicio de su despótico poder, pues a los disidentes los expulsaban del sindicato y de la empresa, y a los reincidentes sus guaruras los molían a palos, sus abogados los metían al bote, o en el extremo, sus sicarios los mandaban al sepulcro.
Pero que le voy a contar a Vuestra Perversidad, que logró el control de la CTM en 1937, y ya no lo soltó hasta 1997, cuando recibió la ingrata visita de la parca. Sesenta años consecutivos de ejercer el poder (¡!), de pastorear presidentes, de poner gobernadores y secretarios del gabinete, de palomear diputados y senadores, de negociar en lo oscurito, de transar a mansalva y de traicionar a discreción, sobre todo a la clase obrera, que se tuvo que tragar durante esas seis eternas décadas el lema de su agrupación, la CTM, que con todo cinismo rezaba: Por una sociedad sin clases.
Lo que si le admiro, se lo digo con un mucho de asombro y un algo de recelo, es que tanto poder no lo volvió loco. Se conservó austero: vivió en casa confortable pero discreta, no presumía sus relojes y sus corbatas, no se compró aviones ni limusinas, no se iba a los casinos de Las Vegas de vacaciones. Se mantuvo cuerdo: no cambió de mujer ni de familia, no abusó del alcohol, no fue mujeriego en público, y sobre todo, algo muy extraño en los políticos, educó a sus hijos para el trabajo, no para el dispendio. Y lo esencial, se portó sensato: jamás tuvo en mente la locura de ser presidente de la República, a pesar de que ya gobernaba medio país.
Por eso es que le escribo esta carta pues, como Vuestra Malicia no ignora, en México tenemos ese problema: nuestros presidentes se vuelven locos. No locos de atar, no locos de manicomio, de esos infelices (algunos les dirán sabios) que andan con la mirada perdida, fugados de la realidad. Pero si locos de cuidado, de esos que se creen perfectos e históricos, que nunca se arrepienten o se equivocan, locos que andan con la mirada mesiánica, y que presumen que a voluntad o a capricho pueden transformar la realidad.
Locos peligrosos, pues, que se sienten tocados por el dedo de Dios.
***
Eso de que los poderosos pierdan el juicio, Su Austeridad, es problema viejo de la humanidad. Ellos mismos lo provocan, pues se rodean de un coro de aduladores y oportunistas, que no cesan de cantarles loas al oído. Hay incontables testimonios y muchas obras maestras de la literatura (La vida es sueño, de Calderón de la Barca, sería mi favorita), que explican con detalle como esa corte zalamera y lambiscona acaba por torcerles el entendimiento, y los convence de que son dueños de la verdad universal. Atrapados en las intrigas y en las mentiras, no prestan atención a las advertencias, se toman como ofensa cualquier crítica y, pese a las enseñanzas de la historia, están seguros que ellos sí saben, que ellos sí pueden.
Eso me recuerda, Vuestra Moderación, una anécdota que me contó un ex presidente de México, que en forma explícita me pidió que no la publicara, lo cual me siento obligado a respetar. Lo único que diré es que el otro participante fue secretario del gabinete y gobernador de Tabasco, y que sus iniciales eran LRW, digamos que L de Leandro, R de Rovirosa y W de Wade, quien me confirmó el lance como exacto y no me exigió ninguna clase de silencio.
Resulta que, ya ambos alejados del poder, un día se fueron a desayunar y, todavía preso de la desmemoria, el expresidente suelta: lo que sí te agradezco, Leandro, es que tú nunca me mentiste. Ah caray, contesta el aludidlo, de dónde sacas eso. Siempre te sentí sincero, sabía que podía confiar en ti, dice el ex mandamás. Bueno, para ser sincero, te mentí muchas veces, replica el otro, en confesión de parte. Cómo, por qué hacías eso, se altera el ex jefe. Porque me di cuenta de que la verdad te molestaba, y entonces te empecé a mentir, como todos los demás, remata LRW.
Cuando el primero me lo contó aún estaba molesto, no por las mentiras, sino porque alguien se atrevió a decirle que le dijo mentiras. Era como un pecado de lesa majestad, pues estaba convencido no sólo de que había sido un buen presidente, sino de que su nombre figuraría en los libros de texto como uno de los más insignes servidores de la Patria, y enterarse de que su corte lo traía engañado, por no decir sonámbulo, le encendía la mecha. Es un desvergonzado, me dijo al referirse a LRW, para nada consciente de que él mismo había propiciado su extravío.
La humanidad ha inventado muchas fórmulas para evitar tales delirios. Los romanos, por ejemplo, solían celebrar la victoria en las guerras con un desfile triunfal por las calles de Roma, coronando el general victorioso con una hoja de laurel, pero el Senado tenía buen cuidado de colocar un esclavo en el carruaje del héroe del momento, con la misión de susurrarle al oído en forma reiterada la sentencia ¡memento mori! (¡recuerda que morirás!), como un aviso oportuno de que toda gloria es pasajera.
Pero la mejor institución en este capítulo la tuvieron las monarquías absolutistas de la Edad Media, con la creación de un cargo que ha sido subestimado por la historia: los bufones. Aunque se piensa que eran los payasos del rey (lo eran), y que su encargo era hacer reír al monarca (un afán prudente, pues de su buen humor dependía la salud del reino, y en más de una ocasión, la vida de algún súbdito), la misión principal del bufón, su tarea más delicada y espinosa, era recordarle su condición humana al soberano.
Para tal fin, estaban autorizados a burlarse de todos los integrantes de la corte (eso hacía reír a los reyes a mandíbula batiente, pues el bufón expresaba lo que el rey no podía o no quería), de interrumpir con sus gracejos las audiencias reales, de parodiar con ocurrencias y con chistes los consejos de los favoritos, y en último término, de que el rey supiera y recordara que era tan humano y mortal como el más humilde de sus vasallos, que tenía que comer, que dormir, que ir al baño, que era un pecador irredento, o un goloso insaciable, o un lascivo incorregible, o que tenía un defecto físico, o una higiene repugnante, o una enfermedad crónica, y que los tiempos por venir reconocerían sus aciertos, pero también condenarían sus excesos.
Para que ese mensaje penetrara lo más profundo posible, el cargo de bufón solía recaer en seres que tenían un aspecto físico lastimoso: enanos, jorobados, patizambos, contrahechos, monstruos. A esa fealdad, que hoy es políticamente incorrecto siquiera mencionar, se agregaban ropajes festivos y vulgares: trajes de rombos, gorros y zapatos puntiagudos, profusión de cintas y cascabeles, como si se tratara de un carnaval. Mas ese disfraz servía para ocultar la más letal de las armas políticas: un ingenio despierto y una lengua afilada que dice la verdad.
Ni que decirlo, Vuestra Tosquedad: más de un bufón terminó degollado, decapitado, desmembrado, descoyuntado o desbaratado, cuando un rey iracundo estimó que sus simplezas pesaron de lo divertido a lo impertinente. Pero esos desenlaces funestos no le restan mérito a la institución: alguien le tiene que recordar a los que mandan que no son materia divina.
***
La anécdota del presidente enojoso, a quien sin duda Sumercé trató de cerca, viene a cuento porque el susodicho seguía endiosado después de muchos años, y con esa convicción se fue a la tumba. Los antiguos, trátese de los romanos o los medioevos, tenían el mismo problema, porque sus gobernantes, ya fueran césares, ya fueran reyes, no cesaban en sus funciones hasta que se morían (los emperadores romanos, incluso, tenía la misma facultad que los presidentes mexicanos: designaban a su sucesor).
No se supone que eso suceda en los países modernos donde, tras un término razonable, los todopoderosos de ocasión dejan el cargo a un sucesor y se van a su casa, con un abultado colchón económico y con suficiente tiempo para reflexionar sobre lo poco que hicieron bien y lo mucho que la regaron, pues en la función pública los yerros siempre superan a los logros.
No es el caso de México. En los últimos 50 años, gobiernos de todas las tendencias literalmente destruyeron el país, y en esa lista hay que incluir como corresponsables al arriba y delante de Echeverría, a la administración de la abundancia de López Portillo, a la renovación moral de la sociedad de De la Madrid, al ni los veo ni los oigo de Salinas, a los errores de diciembre de Zedillo, al yo por qué de Vicente Fox, a la guerra contra el narco de Calderón, a los desaparecidos de Ayotzinapa de Peña Nieto, a los amuletos mágicos de López Obrador, y al rumbo sin brújula de esta transformación que construye poco, destruye mucho, y no transforma nada.
Fíjese Su Hosquedad que de los datos publicados en 1970, puede inferirse que esos gobiernos al alimón multiplicaron la deuda externa 70 veces, provocaron un éxodo sin retorno de 20 millones de compatriotas, nos convirtieron en uno de los países más violentos del mundo, deforestaron millones de hectáreas, corrompieron la administración hasta extremos escandalosos, cancelaron el impulso democrático y, lo más doloroso, mandaron a la pobreza al 51 por ciento de la población, cuando en la fecha de referencia era el 17 por ciento.
¿Alguna autocrítica? Ni por asomo: algunos publicaron libros de memorias en los cuales se siguen aplaudiendo, otros proclaman frente a cualquier micrófono que fueron lúcidos y valientes, no falta quien se proclame el mejor presidente de la historia, ninguno confiesa el más leve fallo equivocación (el único error que aceptan fue que escogieron mal al sucesor, es decir, quien los hizo a un lado).
No digo que si se arrepienten las cosas mejorarían, pero al menos habría que ponerle un calambre a los que siguen, para que dejen de sentirse señalados por la Providencia. Ahora que el maíz transgénico y los vapeadores llegaron a la Constitución, tal vez habría que abrir un espacio para los bufones, que sin duda serían más útiles que diputados y senadores. O bien, si tenemos un Instituto para Devolverle al Pueblo lo Robado (que, según se dice, algo se roba antes de la devolución), por qué no pensar en un Instituto para Devolverle al Presidente la Cordura o en una Comisión Nacional para Equilibrar la Neurona Presidencial.
Con esa propuesta, que con seguridad Vuestra Autoridad reprobará como exótica, paso a despedirme. Entiendo que no esté de acuerdo, pues no deja de ser bastante cómplice de lo sucedido, ya que los líderes charros, ungidos a su imagen y semejanza, siguen controlando los grandes sindicatos del país. Tal vez por eso, en este país donde todo cambia y todo sigue igual, corre Vuestra Senectud el riesgo de alcanzar la inmortalidad. Con esa lápida sobre los hombros de la nación, reciba en ultratumba el desesperanzado recuerdo de