¿De qué está hecha la esperanza? ¿Cómo surge de pronto aún en los momentos más desesperados? ¿por qué hay periodos en los que se comporta distante y esquiva, se nos niega, se oculta, se fuga? Sin esperanza los días se vuelven repetitivos, planos. Una se despierta, sí, funciona y sale a la vida, solo que arropada en una suerte de desfallecimiento, de sin sentido. Existe una relación entre la esperanza y el sentido de vida. Quizá por eso, la tristeza profunda, la depresión, son estaciones tan desesperanzadas. Aventuremos que la esperanza se va bordando con nuestros deseos. Es eros en marcha, entendiendo la palabra “eros” en su sentido más amplio: como motor de vida.
Me daba por otorgarle siempre a la esperanza un sentido positivo, ¿cómo no hacerlo? Se construye de anhelos, de emociones positivas, de confianza. Es una fuerza que contrarresta el miedo, la incertidumbre, la ansiedad. Tiene tanto de creativa: nos enseña a construir a pesar de lo que nos falta, a superar las pérdidas. A inventarnos un más allá de las opresiones cotidianas. Hace unos días me dio por leer las aproximaciones a la esperanza desde la filosofía y me encontré con aquellos que –¿apesadumbrados?– dudan de ella y llegan hasta el extremo de llamarla “traidora”. La explicación es rotunda: la esperanza es traidora cuando no se inscribe en el universo de lo que sí es posible.
Lo que podríamos llamar: las esperanzas jaladas de los cabellos, esgrimidas a rajatabla. Si bien, es muy importante ese llamado a la mesura, es un dilema complejo: sin esperanzas para intentar realizar nuestros deseos, ¿cómo sabríamos lo que es posible y lo que no? La esperanza nos convoca a tomar riesgos. Y, sí, las esperanzas excesivas abren la puerta a la negación de la realidad. Cerrar los ojos, sentarse en una piedrita citando al milagro, nos impide prever y prepararnos para los bofetones de la vida. Para esas crueldades que nos alcanzan de golpe, como rayos. Somos entonces capaces de generar distintos tipos de esperanzas: las que son realizables, las que no tanto y las que de plano más nos valdría acotar para no naufragar en los excesos de la ingenuidad.
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Las más dolorosas de entre todas: las esperanzas desesperadas. Las imaginamos, por ejemplo, ante una pérdida que trastocaría nuestra existencia. Las creamos cuando sentimos que nuestras vidas están en un callejón sin salida. No tienen ni pies ni cabeza, pero nos aferramos a ellas. Las esperanzas producto del pánico y de la angustia. Cuando los hechos no dependen de nuestra voluntad, cuando están por completo fuera de nuestro control. Cuando nos sentimos pasivos, inertes ante circunstancias externas. La esperanza nos consuela, nos reconforta. Nos permite la ilusión de no ser un mero objeto en manos de fuerzas adversas.
En su obra “Los trabajos y los días”, el poeta griego Hesíodo (siglo VIII antes de nuestra era), narra el mito de Pandora, la primera mujer en la mitología griega. La humanidad vivía como los dioses, hasta que Prometeo le robó a Zeus el fuego (que escondía celosamente) para entregárselo a los hombres y a las mujeres. Furioso, Zeus ordenó a Hefestos crear a Pandora, como una venganza. No pasemos por alto el dato misógino, los dioses la crearon: bella, sensual, pero mentirosilla y voluble. Todo un clásico de los imaginarios de la “feminidad”. Fue Pandora quien –en su curiosidad irresponsable– abrió el ánfora (también se ha traducido como caja) en la que se resguardaban los males de la humanidad.
Los males escaparon y se esparcieron por el mundo: el dolor, la enfermedad, la guerra, los vicios. Hesíodo cuenta, que una vez acontecida la catástrofe, dentro de la caja sólo permaneció la esperanza, atrapada entre los bordes. La humanidad no fue castigada por un hecho insignificante, Prometeo robó el fuego. La metáfora del principio civilizatorio, el inicio de las tecnologías que marcaron la evolución. Fue castigado –una vez más, como en el caso de Eva y su manzana– el anhelo de conocimiento. Pero los dioses –tan punitivos– no quisieron dejarnos completamente solos en nuestras desgracias: cuando irrumpen las crueldades del mundo, cuando las dolencias nos afligen, siempre podemos ir a hurgar en el fondo de esa caja metafórica colocada en algún lugar dentro de nosotras/os. Buscar, arañar, insistir, recuperar la esperanza que se esconde. Podemos intentarlo.
Platón consideró la esperanza como una especie de placer, asociada a la memoria y a la imaginación. Si en medio de la tormenta una recuerda que hubo tiempos mejores, está en la posibilidad de recrearlos. ¿Cuáles son –en los momentos difíciles– las fuentes de nuestra esperanza? El deseo. Siempre el deseo. El amor. La voluntad de aprender. La capacidad de imaginar mañanas más generosos, de imaginar abrazos, de imaginar treguas, conversaciones, comunidades de apoyo. Tantas veces la esperanza lo único que necesita, es que el dolor amaine. Que nos dé una tregua. ¿Qué es la esperanza cuando una se siente –como en el tango– cuesta abajo en su rodada? Me da por pensarla como una hija terca, particularmente empecinada en la vida.