Los bosques helados y húmedos. Guardias entrenados para cazar a los migrantes. Agnieszka Holland filma en blanco y negro. Los pantanos. Los rostros sucios. Las caritas asombradas de las/los niñas/os. El frío y el hambre. La tragedia de los refugiados arrojados de un lado al otro entre Bielorrusia y Polonia. A partir de 2021, el presidente Loukachenko, ofreció el paso libre por Bielorrusia a los refugiados de África y Oriente Medio que huyen de sus países y anhelan alcanzar Europa. En una entrevista para la BBC de Londres declaró: “si los migrantes siguen llegando no los voy a parar. No vienen a mi país, ¡van al suyo!” como respuesta a las críticas de hacer propaganda para atraer a los refugiados haciéndoles pensar que accederán con una relativa seguridad a Polonia y de allí a otros países de acogida.
La película de Holland es el resultado de una minuciosa investigación. Filmada en blanco y negro, alcanza momentos de un tal realismo, que una tiene la sensación de estar viendo un documental, la casi certeza de que en esa frontera existió (¿acaso no?) un hombre sirio llamado Bachir, quien guiado por su hermano mayor refugiado en Suecia, conduce a su familia: esposa, hijos y padre, hacia una vida libre y segura en la tierra prometida. La familia conoce a una afgana profesora de inglés y por un acto de generosidad de un lado, que se retribuye por el otro, se encuentran compartiendo el único pan, la única botella de agua. Una vez que los refugiados llegan a Bielorrusia, lo que se anunciaba como una tranquila travesía, se convierte en una catástrofe. Los refugiados son conducidos –por el ejército– hacia la frontera polaca y abandonados a su suerte con una sola indicación: “corran, corran”.
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Se esconden. Avanzan en la noche. Los guardias polacos los detienen y sin miramientos los arrojan de regreso a Bielorrusia. Una y otra vez. La desesperación es universal. La crueldad también. Los guardias polacos toman cursos, les explican que los refugiados no son humanos, son piecitas en el tablero político de Loukachenko, por eso, maltratarlos, dejarlos morir de frío, no importa. Cosas. ¿Por qué habría que tratarlos de otra manera? Agnieszka Holland dejó Polonia en los años 80 y se refugió en Francia. A partir de su película que se estrenó en 2023, ha sido acusada de traición por integrantes del gobierno polaco: “Bajo el tercer Reich, los alemanes producían películas propaganda que mostraban a los polacos como bandidos y asesinos. Hoy, tienen a Agnieszka Holland para hacerlo”, según palabras del Ministro de Justicia. Pero –en la película– no solo surge la realidad de la crueldad y la persecución del lado polaco, también está el activismo. Las hermanas Marta y Zuku, con una banda de amigos forman parte de grupos de rescate. Jóvenes, valientes. Humanos.
Se les suma una terapeuta viuda, un abogado, el dueño de una grúa para carros. Poco a poco el activismo en defensa de los derechos de los migrantes crece en la cercanía de los bosques. La familia siria pierde a su niño. El abuelo se arrodilla en la tierra de nadie a mitad de las fronteras y decide no dar un paso más. Si los refugiados firman una demanda de asilo, la ley dice que no pueden ser deportados, pero igual sucede, en medio del desprecio y la violencia. Holland creó una bellísima película de denuncia de la brutalidad deshumanizante. Pero también de amistad, de solidaridad entre los más inmensos desamparos. La familia Siria sigue –sin el abuelo, sin el niño– rumbo a Suecia. “Desde el comienzo de la crisis de refugiados en 2014. Han fallecido unas 30,000 personas cruzando las fronteras europeas, por mar, por tierra, en los bosques”. (Recién se estrenó en la plataforma Filmin).