RACISMO

El racismo del umbral hacia adentro

El racismo está allí todos los días… allí está el elefante a mitad de cada sala. | María Teresa Priego

Escrito en OPINIÓN el

Siempre estuvo presente esa diferencia: los hermanos güeros y los morenos. La parte más ruda le tocó al hermanito menor. “Pareces adoptado”, “¿por qué tu hermano es guapo y tú no?”.  Entre las hermanas, la más blanca estaba destinada a tener las mejores oportunidades para casarse. Sí, para casarse, no se pensaba que a ninguna de las dos pudiera sucederle otra cosa, El “color” de la piel funcionaba como una manera de leer destinos. Era tan evidente y tan negado. Nadie hablaba de racismo, nadie pensaba que aquello, tan “natural,” tan inscrito en una realidad que se consideraba inamovible tuviera razón alguna para ser cuestionado. La pigmentocracia introyectada. Lo más cotidiano de este mundo, parte a las familias en dos: afortunadas/os y desafortunadas/os. Con y sin privilegio para colocarse en los mercados amorosos. Sobre todo, en el caso de las mujeres.

Como bien describe el historiador y antropólogo Federico Navarrete: “los mexicanos experimentamos la discriminación racial siempre de una manera dispersa e individual, con la inevitable carga de vergüenza particular, por lo que rara vez somos conscientes de su carácter social más amplio”. Digamos que su carácter social legitimaba el orden hacia el interior de la casa. No había batalla alguna por librar: era lo que era. Que una familia, una sociedad pudieran transformarse solo podía ser un disparate de inadaptados. Así crecieron. Así se fueron repartiendo los espacios hacia adentro. A la hermana “desafortunada” había que protegerla, la hermana “afortunada” podía ocuparse de sí misma, ¿acaso no lo tenía ya todo por haber nacido del lado correcto de la acera? Ambas crecían en camisas de fuerza. Entre los hermanos varones fue bastante peor: una rivalidad mortífera que en la edad adulta terminó estallando.

Nunca nadie habló de las verdades de fondo. Los rencores crecieron como en una olla inmensa en la que se sumergieron y se dejaron hervir. ¿Quién se parece a quién? ¿quién es el favorito/la favorita de quién? Era una sociedad estancada y orgullosa de sus prejuicios. Aislada. Violenta y cruel. Pero ¿cómo saberlo cuando no se conoce otra cosa? La intuición. Esa forma de soledad tan grande en la que puede convertirse la intuición. “Este dolor no es necesario”, quizá sería la primera reflexión, mucho antes de que irrumpa la siguiente: “este dolor es injusto”. “Este orden del mundo es absurdo”. Lo dice tan bien Castoriadis: “la aparente incapacidad de constituirse uno mismo sin excluir al otro y de la aparente incapacidad de excluir al otro, sin desvalorizarlo y, finalmente, sin odiarlo”. Los abismos entre hermanas/os. 

Las diferencias en el fenotipo y las maneras en que se tradujeron en la repartición de estereotipos. Eran los años sesenta y se hablaba mucho de “raza”. “Mejorar la raza”. “Es de otra raza”. Las palabras son puñales. Sobre todo, en la infancia. Van creando un cerco y nos dejan atrapados dentro. “Acá va lo que viene en el paquete de ese fenotipo que es el tuyo”. La descripción solía ser minuciosa. Sin singularidad, sin libertad de elegir. Ya estaba dicho. Ese fenotipo que separa, lastima, corta de tajo la empatía. No había manera en la que las/los “afortunadas/os” se reconocieran en los “desafortunadas/os”, ni viceversa. En el centro de una familia se coloca el “¿quién tiene más?” y la vida entera puede transcurrir en esa lucha de fuerzas que pareciera insuperable. Conozco una familia en la que lo fue. La conozco muy de cerca. Los costos emocionales de ambos lados son altísimos. 

¿Por el color de la piel? ¿Acaso no es una especie de locura largamente legitimada? Los tiempos cambian. Quizá con extrema lentitud. El racismo ya es un tema en el debate público. Habría que detenernos y observar hacia adentro de las familias. Mirarnos en nuestra intimidad. El “yo jamás discriminaría a mi hermana” cohabita con “eres bonita a pesar de ser morena” y todo sucede como si las palabras no significaran lo que significan. Una realidad por transformar implica, otra manera de relacionarnos con las palabras. Otorgarles el peso que tienen. Arrancarles su pretendida “ingenuidad”. Las palabras limitan, excluyen, dañan. Separan. Nunca son “solo palabras”. Para cambiar –en lo individual y en lo colectivo– hacia lo que es indispensable y justo, lo primero sería no permitirnos negar. El racismo está allí todos los días. Allí está el elefante a mitad de cada sala.

María Teresa Priego

@Marteresapriego