Cada día resulta más difícil entender el mundo. Los entornos políticos están marcados por visiones polarizadas, discursos que confrontan y una sobrecarga de información que parece multiplicarse con cada clic. Frente a este panorama, me encuentro recordando cómo fue mi primer encuentro con la política: no en las aulas ni en discursos, sino en un espacio mucho más cotidiano y significativo, a la hora de la comida.
En mi casa, la mesa era un espacio de discusión a veces de cosas terriblemente complejas y a veces de cosas terriblemente simples. Un foro donde las noticias se analizaban con la pasión y la curiosidad propias de quienes querían entender el mundo. Sin que fuera una lección deliberada, ese espacio se convirtió en mi primera escuela política. Era allí donde aprendía de corrupción y manipulación, pero también de esperanza. Donde se hablaba de política local, estatal y federal, de los tres órdenes de gobierno, y cada noticia merecía al menos una mención y un análisis. La información fluía por todos los rincones de la casa: periódicos, revistas políticas y sociales, y una televisión que, aunque limitada incluso con cable, era una fuente compartida.
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Había algo especial en esas mesas: todos teníamos una voz. Si bien compartíamos ciertos parámetros morales y vivenciales que nos hacían ver el mundo desde un punto común, también había espacio para diversidad de puntos de vista y debates interesantes. Cada opinión era escuchada, discutida y, en muchas ocasiones, desafiada. Fue en ese espacio donde entendí que la política no es solo para unos cuantos, sino que nos compete a todos. Y tal vez esa mesa fue lo que me motivó a verla de esa manera, como algo cercano y esencial.
Eran otros tiempos. No existía el consumo individualizado que hoy permiten las pantallas. Las redes sociales y los algoritmos no dictaban qué leíamos o veíamos. Todo era compartido, comentado, debatido. Había un consenso en las fuentes, y esas conversaciones, muchas veces improvisadas, eran una guía para empezar a entender un mundo complejo. Más que opiniones, lo que se compartía en esas sobremesas era un legado.
Ahora, al mirar a mi alrededor, me pregunto: ¿Cómo estamos preparando a las siguientes generaciones para entender su entorno político? ¿Lo platicamos lo suficiente? Quizás no. La información, ahora fragmentada y personalizada, nos deja en burbujas donde la discusión parece ser la excepción. ¿Es sano que ya no compartamos un mismo consumo de noticias? ¿Dónde se aprende hoy en día de política de la buena, esa que no se enseña en salones de clase, sino en las grandes sobremesas familiares que marcan los pilares que decidirán nuestras vidas?
Quizá ha llegado el momento de replantearnos el papel de esas conversaciones. Porque la política no es solo un tema de gobernantes y leyes, sino de ciudadanos que entienden y cuestionan. Y tal vez, el espacio más poderoso para empezar a construir ese entendimiento sea una mesa compartida, con las voces de distintas generaciones unidas por el deseo de comprender y, quizá, transformar el mundo.
Hagamos de este artículo un punto de partida. Continuemos con la tradición de la mesa, de compartir y discutir. Y ahora, me gustaría saber de ustedes: ¿Dónde aprendieron de política? ¿Fue también en una sobremesa familiar, en un salón de clases o en algún otro espacio significativo? Compartan sus historias, porque en ellas podría estar la clave para recuperar ese vínculo tan necesario entre la política y nuestras vidas cotidianas.