El término sufragista, usado con relación al género masculino y a la actividad de sufragar, aparece en la prensa mexicana desde la década de 1870, si bien de manera esporádica. Una década más tarde lo encontramos ya asociado con las mujeres, pero en alusión a las activistas de otras latitudes. “La Industria Nacional”, el 29 de junio de 1880, daba cuenta de la existencia y acciones de las mujeres sufragistas en Estados Unidos de América, en una nota que también se reprodujo en otros periódicos. El tema no cobró mayor relevancia y no se vuelve a encontrar mención significativa sino hasta 1892 cuando se dio espacio a asuntos como los clubes políticos de mujeres y las asociaciones sufragistas, aunque siempre en relación con las causas promovidas en otros países; así lo hicieron varios impresos, entre ellos el “Diario del Hogar”, el 10 de junio. De nuevo, diez años más tarde, llegaría otra vez la cuestión del sufragismo femenino a las páginas de algunos diarios como “El Tiempo” y “El Popular”, el 2 de agosto de 1902, en esa ocasión debido al movimiento que cobraba fuerza en Inglaterra, pero pronto el interés en el asunto se diluyó.
El año en que realmente el tema se volvió central fue el de 1906, cuando varios impresos editados en la capital del país dieron cuenta y seguimiento al caso de las mujeres sufragistas de Londres. A partir de entonces el tema se instaló, más o menos de forma constante, en el debate público. Ideas y opiniones iban y venían, especialmente de individuos que se posicionaban frente a lo que sucedía allende las fronteras. “El Correo Español”, en un artículo titulado “El feminismo político”, publicado el 15 de febrero de 1908, se permitía señalar todas las ventajas y posiciones que las mujeres habían disfrutado a lo largo de la historia y disfrutaban en su presente, reconociendo, además, la presencia de mujeres distinguidas en lo social y lo político que llegaron a desempeñar posiciones “análogas a las del hombre”: profesoras en universidades, doctoras, emperatrices y reinas. En su apretada enumeración señalarían que igual las hubo santas y heroínas y aun las que vistieron “el uniforme de la milicia”, lo mismo que las que incursionaban en las artes y la industria, la religión o el periodismo. En fin, que las había en todas las actividades y espacios.
En ese intento de llevar a proscenio mujeres destacadas subyace, sin embargo, un silente reclamo, no exento de sincera estupefacción: qué más podían pedir. Sobre todo, si se consideraba que en el desempeño de todas aquellas funciones y cargos habían recibido de los hombres “más indulgencia que [los mismos solían mostrar] con los individuos de su [propio] sexo”.
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Pese a su intento de mostrarse racionales, liberales, justos y modernos, lo que no podían concebir quienes redactaban el diario era el que las mujeres pretendieran “ser iguales en lo absoluto a los hombres”. Condescendientes, los redactores, otorgaban la posibilidad de que algunas mujeres que estuvieran en la especial condición de ser “cabeza de familia” pudieran gozar del “derecho electoral”. Esto es, podríamos resumir: podía haber mujeres que dirigían la política de un reino, pero no podía haberlas que votaran de manera regular. Y eso es comprensible si pensamos que lo primero era entendido como una excepción en tanto lo segundo supondría la normalidad: una mujer extraordinaria y, por tanto, superior, era aceptable, pero que todas las mujeres fueran en el ejercicio y control del espacio público iguales a los hombres significaba perder su supremacía.
Su negativa a que las mujeres pudieran desempeñar labores que consideraban exclusivas de los hombres se basó en sostener la necesaria división de funciones para el buen desempeño de los Estados, las naciones y los imperios. Para ello reproducirían la conocida premisa de la teoría política de que “a la mujer pertenece el gobierno interior de la casa, al hombre la representación y los negocios exteriores”. Los vientos de cambio que los llevaban –quizá más por el deber ser que por convencimiento– a reconocer derechos, subrayar la igualdad ante la ley, destacar logros femeninos en diversos aspectos de la vida pública les iba dejando también sin argumentos para sostener la reducción de la actividad política al orden varonil. Y aunque ponían énfasis en afirmar que no había condición de inferioridad femenina vs superioridad masculina, volvían al argumento biologicista de la naturaleza diferenciada; diferencia que se extendía a lo mental y emocional. Hombres como ellos estaban atrapados en la paradoja que suponía negar la desigualdad al tiempo que debían encontrar argumentos para sostenerla.
Frente a la importancia creciente del individuo, como base de la organización social defenderían a la familia. Y la responsable de mantener la institución primordial y sostén de todas las instituciones era, por supuesto, la mujer; ¿a qué más alta función podían aspirar? El orden al que estaban acostumbrados se veía amenazado por las pretensiones femeninas y había que cortarles el paso. Para ello el único argumento que les quedaba, no exento de amenaza, y con el que pretendían más intimidar que convencer, era el de las obligaciones militares que debía llevar aparejado el reconocimiento electoral: “vestir el uniforme, cargar el fusil y abandonar sus hijos para ir a guerrear”. Hombres como los redactores de este periódico imaginaban su mundo trastocado por mujeres suplantándolos en las labores que, hasta entonces, habían considerado de su exclusivo privilegio. Aunque los había que no compartían esa posición.
Un dato significativo hay en el artículo “El feminismo político” que vale la pena señalar: el hecho de que en varias ocasiones se refieren a hombres feministas y no a mujeres: “Hace ya muchos años que se habla de feminismo […] sin que de todo lo dicho, propagado y discutido se pueda desprender una noción clara y concreta de lo que deba entenderse por feminismo, ni de las aspiraciones de sus partidarios”; “individuos que han hecho entender a las mujeres, que deben ser iguales en absoluto a los hombres”; “el neofeminismo de los nuevos sectarios”; “Los feministas que pretende extender los derechos políticos a las mujeres”.
Varios asuntos interesantes se desprenden de tales enunciados. Por un lado, la intención, consciente o no, de negar agencia a las mujeres como protagonistas del movimiento que perseguía la ampliación de sus derechos. Por otro, la crítica y condena, que rayaba en el repudio, a los hombres que propagaban ideas de igualdad, acusándolos de no comprender o de, si lo comprendían, querer trastocar el funcionamiento de la sociedad política. Pero también deja ver que había hombres públicos en esa época que rompían con las estructuras socio-culturales y perseguían un mundo más justo e igualitario entre las personas de los dos sexos.
El “neofeminismo” llamarían, los redactores de “El Correo Español” en ese artículo del que venimos tratando, a la “manía estulta de uniformarlo todo, de confundirlo y de producir el caos y la anarquía social". Ante la imposibilidad de encontrar razones justas para negar el derecho femenino a una participación política legalmente reconocida, recurrían a la descalificación: quienes eso perseguían, no eran capaces de comprender el funcionamiento y el orden de las sociedades; el insulto: eran personas tontas y necias, por tanto carecían de capacidad acertiva; y utilizaban la velada intimidación para propagar el temor: demandas como esas, de hacerse realidad, sólo acarrearían desgracias para la humanidad. Poco tiempo después, esas demandas habrían cruzado fronteras terrestres y marítimas e instalado en la propia sociedad mexicana.
Profesora e investigadora del Instituto Mora e integrante del SNII. Especialista en historia política, electoral, de la prensa y de las imágenes. Entre sus publicaciones más recientes se cuentan el libro Caricatura e historia. Reflexión teórica y propuesta metodológica (2023); La toma de las calles. Movilización social frente a la campaña presidencial. Ciudad de México, 1892 (2020, coautoría); así como la co-coordinación de Un siglo de tensiones: gobiernos generales y fuerzas regionales. Dinámicas políticas en el México del siglo XIX (2024) y Emociones en clave política: el resentimiento en la historia. Argentina y México, siglos XVIII-XX (2024). Autora también de Herencias. Habitar la mirada / Miradas habitadas (2020) y Dos Tiempos (2022).