Cuando era niño, una familia del vecindario se ganó el premio mayor de la lotería. Pasaron del anonimato clasemediero a ser los millonarios de la cuadra. De inicio hicieron lo que el sentido común dicta cuando la fortuna se aparece: compraron carros, ampliaron su casa a dimensiones imponentes, y se compraron los lujos tecnológicos disponibles hacia finales de los 80s.
Al poco tiempo fueron adquiriendo placeres menos sensatos. El gusto por el juego cambió sus fines de semana de los parques culichis a los casinos de Las Vegas. Quizá creyeron que sacarse la lotería implica una condición perpetua de buena suerte. Tal vez no pensaron que la buena fortuna de vidas pasadas, presentes y futuras, o de toda una constelación familiar, se había acumulado y extinto en una sola serie de cachitos.
Un par de años después perdieron todo: el dinero, los lujos, los carros. Solo quedó la casa como recuerdo de lo que en un momento los hizo feliz. En la embriaguez de la fortuna, el trabajo se volvió un estorbo, lo que profundizó la miseria cuando la necesidad volvió a tocar la puerta. Tan ingrato fue el final que el padre moriría a temprana edad, sepultado en un ataúd recibido de la caridad. Lo que los hijos pensaron quedaría como una herencia asegurada, terminó en tragedia.
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Al tiempo conocí a una familia en donde la riqueza no provino del azar, sino del trabajo e insistencia por salir adelante. Tendría el padre la visión de emprender un pequeño negocio que, a la vuelta de los años, se convertiría en una empresa muy próspera. Durante el tiempo en que tenía más trabajo que dinero, era un individuo común, de relaciones familiares comunes, y con problemas también comunes. Hijos e hijas de gustos modestos, solidarios con la causa familiar, aunque indiferentes en hacer más allá de lo que el estudio demandaba.
Después llegaría la bonanza. Años de esfuerzo pagaron bien la factura; riqueza y comodidades incluidas. Escuelas privadas, casas en residenciales exclusivos, viajes y otras cosas a las que uno se puede acostumbrar rápidamente se instalaron en la dinámica familiar. También el padre de familia se volvería alguien muy popular. Le salían amigos por debajo de las piedras; primos, sobrinos y parientes se multiplicaban cual gremlin bajo la lluvia; y todo mundo siempre tendría algo que venderle o acercarle la mejor inversión de su vida.
Viendo su éxito, gran orgullo sentía el padre en dejar a su estirpe un futuro asegurado. Pero cometió dos errores graves. Primero, nunca enseñó a su sucesión a trabajar. Segundo: se le ocurrió morirse.
La historia posterior fue el escalonamiento de la tragedia. Las máscaras volaron y los hijos e hijas buscaron sacar la mejor tajada posible, en más de una ocasión asesorados por sus parejas de que “al grande” o “al consentido” le había tocado más que al otro. Presuntos hijos desperdigados aparecieron reclamando un pedazo de la herencia. Relaciones familiares rotas, inmuebles subastados, negocios quebrados y una madre refugiándose en el único departamentito que bajo su nombre había quedado. Bastó un par de años para que décadas de trabajo arduo, la herencia, quedara en el olvido.
He conocido también familias más cautas. También con fortuna, que saben administrar mejor las tentaciones que generan los excesos. Gente sensata que no se engolosina frente a platos y arcas llenas. Que dosifica, que sabe planificar y que es consciente de que para que la fortuna perdure, esta debe administrarse sabiamente. Es pensar en el mañana, sea esta una herencia familiar, o quizás también una herencia política.