Las vivencias de Andrea Skinner (hija de Alice Munro) revelan una de las circunstancias más dolorosas en los casos de abuso sexual a menores: cuando la madre –al saberlo– se convierte en cómplice. Cuando no ve, no escucha, no abraza, aun después de haber sido confrontada con la realidad por la víctima misma. Andrea y el silencio obligado. La desolación más absoluta. La escritora canadiense Premio Nobel de Literatura murió el 13 de mayo del 2024 a los 93 años. Tuvo cuatro hijas de su primer matrimonio con James Munro. Apenas dos meses después de su muerte leíamos –atónitas/os– el testimonio que su hija mayor Andrea Skinner, publicó en el periódico “Toronto Star”: Gerald Fremlin, el esposo de su madre había abusado sexualmente desde 1976, cuando ella tenía 9 años.
A los 23 años, Andrea tuvo el valor de narrarle los hechos a su madre en una carta. Primero: la incredulidad. Luego una breve separación de la madre y de su marido y después, un regreso a la “normalidad” de la pareja hasta que Fremlin murió. Igual de increíble resulta que Andrea –tras las vacaciones de los primeros abusos en casa de su madre– haya confiado en la esposa de su padre para contarle lo que sucedía, que ella se lo haya transmitido a James Munro y que él haya tomado la decisión de no impedir las visitas de su hija al espacio del padrastro depredador. El padre eligió el silencio. ¿Para qué complicarse la vida? Las niñas son fantasiosas, habrá pensado. A los 9 años Andrea pidió ayuda, fue “escuchada” y silenciada. Al hacerse público, Carole, la madrastra declaró: “todo el mundo sabía”.
Personas adultas estaban al tanto de lo que había sucedido: nadie quiso irrumpir en la “felicidad conyugal” de Munro para proteger a la niña. Nadie la eligió para detener el espanto. La madre –al enterarse– enfureció contra la hija: ¿cómo había podido traicionarla así provocando la infidelidad del mismísimo marido de su madre? Munro reaccionó de “mujer a mujer” ante la descripción de los hechos ocurridos a los 9 años. A su hija. Ella amaba a su marido y eran muy felices, y sí, estaba dispuesta a perdonarle su “infidelidad”. Esa fue la respuesta. “La debilidad de los hombres”, algo así. Las historias misóginas de “impulsos masculinos incontrolables” que nos sabemos de memoria. Y de víctimas culpables.
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Tres años antes del testimonio de Andrea, la abogada francesa Camille Kouchner, hija de Bernard Kouchner (Cofundador de “Médicos sin Fronteras” y de “Médicos del Mundo”, ex Ministro de Salud y Acción Humanitaria) y de Évelyne Pisier (politóloga y maestra de derecho y ciencias políticas, ex pareja de Fidel Castro), publicó el libro “La familia grande”, en el que relata cómo su padrastro, el “eminente” constitucionalista Olivier Duhamel había abusado de su hermano gemelo por años. También en este caso la denuncia se hizo pública tras la muerte de la madre. El hermano se lo confió en su momento a Camille, pero le pidió guardar silencio porque su madre al saberlo “podía suicidarse”. La madre y el padre de Évelyne se habían suicidado. Los gemelos guardaron silencio. La madre era frágil. Había que protegerla.
El padre era un hombre demasiado ocupado (salvando al mundo) como para tener el tiempo de percibir las emociones de sus hijos. Ya adultos, los hermanos decidieron que era tiempo de hablar con su madre. Camille había desarrollado una enfermedad crónica. “La hidra” de la culpa, como ella le llama, la devoraba. Évelyne rompió la relación con sus hijos, dejó de ver a sus nietos y hasta su muerte permaneció junto a su esposo. Sus explicaciones fueron vagas: “Tu hermano nunca fue forzado”, “no fueron realmente violaciones”, “eran las libertades de la época”, “¿por qué no lo dijeron en su momento? “Ya es demasiado tarde”. El testimonio de Camille desató el Metooincesto en Francia. Tras la publicación del libro, Olivier Duhamel aceptó públicamente haber abusado de su hijastro, pero el delito ya había prescrito. Fue retirado de todos sus cargos. A Camille le tomó 20 años poder escribir su libro.
Difícilmente podríamos pensar en un tema más prohibido que el abuso sexual y la violación cuando se trata de incesto. Con demasiada frecuencia como en el caso de Munro y Pisier: se cuestiona a la víctima. Ambas madres actuaron de manera muy parecida para permitirse negar la gravedad de los hechos y seguir con su pareja y su vida. Los argumentos de quienes guardan silencio y obligan a las víctimas a mantener el secreto son recurrentes: “No hables, romperías la familia”, “tenemos que mantenernos unidos: que no se sepa”. La “unión familiar” sostenida en la complicidad ante el abuso de las infancias. Las víctimas se sumergen en el silencio para no “hacer daño”, para salvaguardar una “unión” familiar perversa. A costa de ellas mismas.