Los conflictos y debates en torno a la reforma judicial volvieron a poner en el centro de la atención un viejo dilema de la política: a la hora de las grandes decisiones, ¿qué pesa más, la defensa con toda la determinación de una causa social trascendente o el mantenimiento de los intereses de unos cuantos en detrimento de los más vulnerables y desfavorecidos?
Uno de los argumentos más claros de las opciones que hay frente a este dilema lo puso el presidente Andrés Manuel López Obrador, cuando justificó el apoyo que el senador panista Miguel Ángel Yunes Márquez dio a la reforma. Dijo textualmente: “En política siempre hay que optar entre inconvenientes. Hay que buscar el equilibrio entre la eficacia y los principios”.
Sin duda, en este caso la eficacia se ha medido con la aprobación, al pie de la letra, de la propuesta que envió el presidente al Poder Legislativo. Lo que no precisó fue lo relacionado con los principios que debe mantener un político, aunque no es difícil saber a qué se refería.
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Con base en los parámetros de una democracia moderna, los principios personales más reconocidos son la integridad personal; el apego a la legalidad; la procuración e impartición de justicia; el respeto a los derechos humanos, a la dignidad humana y la diversidad; la transparencia, la promoción del pluralismo y la defensa del equilibrio entre los poderes; el compromiso con el servicio público, la tolerancia, la imparcialidad; la congruencia, el cumplimiento de la palabra y el diálogo.
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En teoría, todo suena bien. Sin embargo, la historia de la política está llena de ejemplos en los que se privilegió la eficacia en lugar de los principios. En algunos casos, el juicio de la historia (cualquier cosa que el concepto signifique) demostró que los fines no sólo justificaron los medios utilizados, sino también la traición a uno o varios principios. En algunas circunstancias, la traición fue justificada y trajo avances sobresalientes. En otras, derivó en retroceso, pérdidas o conflictos y costos aún mayores.
La razón que lleva a tomar este tipo de decisiones es obvia: en política, la eficacia se mide por los resultados obtenidos, no por las buenas intenciones. Desde esta perspectiva, los líderes pueden tener la razón o no en el resultado obtenido, pero esta valoración es subjetiva. ¿Quiénes resultaron beneficiados con la acción? ¿A quiénes se perjudicó? ¿Cómo debería reaccionar la sociedad si la traición de los principios erosionó la legitimidad del liderazgo o del sistema democrático en sí?
Pero eso no es todo. El dilema puede ser aún más complejo y profundo. ¿Hasta dónde es conveniente o aceptable que un líder político traicione algunos de sus principios y valores en aras del cumplimiento de un objetivo, por muy popular, legítima y loable que sea? ¿En qué casos o situaciones se justifica apelar a razones pragmáticas, ideológicas, de revancha personal o convicción personal?
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Si la causa es legítima, como la protección de derechos humanos fundamentales, la paz, la gobernabilidad o la defensa de la soberanía se podría justificar cierta flexibilidad en la aplicación de algunos principios. Pero, ¿de cuáles sí o de cuáles no? La decisión se vuelve a tornar difícil al momento de ponderar. No es lo mismo luchar por una causa que derive en un fortalecimiento de la democracia que otra que provoque retroceso o división social.
Sin embargo, ¿quién puede asegurar que las cosas sucederán en uno u otro sentido? ¿Es éticamente aceptable que un líder asuma las consecuencias de imponer una medida o una decisión, a sabiendas de que el conflicto es factor de división social y de conflicto con daños irreversibles para el sistema político y económico de un país? En escenarios de polarización, la lucha es de la “verdad” de uno contra la “verdad” del otro.
Con la reforma judicial no pretendemos concluir quiénes tienen la razón o no. Aunque parezca una frase hueca o sin sentido en este momento, la historia pondrá a cada quién en su lugar. Y si hay alguna base de objetividad, también se hará un análisis de costo—beneficio sobre los principios que se traicionaron en aras del cumplimento de la misión. Lo que no debemos olvidar tampoco, es que la historia casi siempre la escriben los ganadores.
Lo que aún falta por ver es cómo está tomando la ciudadanía estos procesos de toma de decisiones. Su percepción será fundamental para la legitimidad y la confianza de diversos grupos dentro y fuera del país. Ante las dudas y cuestionamientos que existen sobre la viabilidad de la reforma aprobada, se necesita una estrategia de comunicación tan eficaz como el resultado.
Cierto es que cada líder, cada grupo, cada poder y cada institución del Estado ha dicho su verdad, ha expresado sus convicciones, ha planteado sus propuestas y advertido de los riesgos y peligros que ven desde su perspectiva. Ha habido debate, sí, pero también es cierto que la reforma judicial ya está en la Constitución y que los opositores al movimiento de la llamada 4T fueron derrotados una vez más.
A pesar de todo, lo que no debemos olvidar es que traicionar principios fundamentales —sin importar la causa— es generalmente inaceptable en una democracia. Habrá excepciones, dirán algunos. Pero también debemos recordar que siempre existen otras opciones. No se trata de imponer consensos, sino de retomar el diálogo, el acuerdo y la concertación en un marco de pluralismo, equidad y equilibrio con el mayor apego a la ética. En consecuencia, y por el bien de todas y todos, aún es posible hacer diversos ajustes.