A unos cuantos días de que termine el sexenio y, en medio de la discusión por la reforma judicial que supuestamente busca acabar con la corrupción e impunidad, así como que la gente realmente pueda acceder a la justicia, vale la pena revisar que efectos ha tenido la aplicación de la prisión preventiva oficiosa en nuestro país, al ser una de las principales apuestas gubernamentales para combatir la inseguridad y violencia. Recordemos que, al inicio de la administración del presidente López Obrador, se promulgó una reforma constitucional por la que se amplió significativamente el catálogo de delitos que ameritan prisión preventiva oficiosa, es decir, que en automático una persona denunciada siga su proceso privada de su libertad hasta en tanto se determina su responsabilidad o inocencia y se dicta sentencia.
En estos años, especialistas y organizaciones de derechos humanos han insistido en que la aplicación indiscriminada de la prisión preventiva oficiosa es violatoria al principio de presunción de inocencia y a la libertad personal, e incluso puede constituir una práctica discriminatoria, y en 2023 la Corte Interamericana de Derechos Humanos determinó la responsabilidad del Estado mexicano en los casos Tzompaxtle Tecpile y otros mediante sentencia del 7 de noviembre de 2022, y en el de García Rodríguez y otro del 25 de enero de 2023, al señalar que la prisión preventiva oficiosa es contraria a lo establecido en la Convención Americana Sobre Derechos Humanos y por tanto se debía inaplicar dicha figura y ser derogada por el Congreso.
Sin embargo, el gobierno no solo ha desatendido lo resuelto por la Corte Interamericana sino que, de hecho insiste en recurrir a esta figura -probablemente para tratar de generar la percepción en la población de que está haciendo algo para enfrentar a la delincuencia-, y actualmente está pendiente de aprobación una nueva reforma impulsada también por el presidente para incluir la extorsión, narcomenudeo, producción, transportación, almacenamiento y distribución de drogas sintéticas, así como defraudación fiscal, con lo que en menos de seis años el número de estos delitos en los que aplica la prisión automática se habrá incrementado más de tres veces.
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A la fecha no parece haber un solo indicador que demuestre que la prisión preventiva oficiosa ha contribuido a disminuir, aunque sea un poco, los índices delictivos o que pueda ser una medida efectiva para resolver por ejemplo el grave problema de extorsión o el tráfico y consumo de fentanilo. En cambio, si hay indicios suficientes para sostener que mucha gente ha perdido su libertad injustamente, ya que en ocasiones basta con el señalamiento de una supuesta víctima hasta en casos como robo a casa-habitación o transporte de carga para ser detenido sin que siquiera se investigue y el ministerio público aporte elementos sólidos de prueba, o que un juez haga una valoración sobre los riesgos que pueda implicar el que la persona acusada lleve su proceso en libertad.
Apenas este martes, el Grupo de Trabajo de la ONU sobre Detención Arbitraria presentó su informe al Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas en el que señaló que al menos 90 mil personas se encuentran presas sin haber recibido sentencia en México de las cuales, alrededor de la mitad fueron detenidas al aplicarles la prisión preventiva oficiosa, y también manifestó su preocupación por la frecuencia de los arrestos arbitrarios que se han vuelto una práctica generalizada en nuestro país. En este sentido, estudios que se han realizado respecto a la prisión preventiva oficiosa arrojan que las más afectadas son las personas con menor nivel de estudios y que trabajan en la informalidad por lo que, como en su momento afirmó el entonces presidente de la SCJN, Arturo Zaldívar, en realidad se trata de una condena sin sentencia que castiga sobre todo a la pobreza. Este ha sido el saldo de esta medida que, debiendo ser una excepción se ha convertido en regla y que lejos de dar resultados positivos, sólo ha provocado mayor injusticia para la población más vulnerable.