Muy pocas tragedias personales y sociales pueden compararse y ser tan desgarradoras como la desaparición de personas, tanto por las consecuencias para las víctimas directas a quienes privan de su libertad y en muchas ocasiones también de la vida, como para sus seres queridos por la incertidumbre de su paradero, la angustia de lo que pueden estar sufriendo y la posibilidad de no volverles a ver. También tienen que lidiar con el estigma hacia las personas desaparecidas, ya que socialmente se llega a pensar que eso les sucedió por andar en malos pasos. Muchas familias, principalmente las madres, dejan todo para dedicarse incansablemente a su búsqueda ante la incapacidad, negligencia o complicidad de las autoridades que generalmente las abandonan a su suerte.
Las madres buscadoras son un ejemplo de lucha, de resiliencia, de valentía, de amor. Sin más recursos que su gran determinación e inagotable esperanza de encontrar a sus familiares, acuden con regularidad a los ministerios públicos esperando recibir alguna noticia –que casi nunca llega– sobre el curso de las investigaciones, así como a los servicios médicos forenses. Recorren el territorio incluso en zonas controladas por la delincuencia organizada para localizar fosas clandestinas y con sus manos escarban la tierra buscando restos humanos que pudieran ser de sus hijos, para cuando menos tener el consuelo de saber dónde están y poder sepultarlos dignamente. Hacen el trabajo que corresponde al gobierno, a las fiscalías supuestamente autónomas, quizá por eso les son tan incómodas, pues también exhiben su fracaso.
El 30 de agosto se conmemoró el Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas, por lo que en distintas ciudades, familiares y colectivos realizaron manifestaciones, marchas, instalaciones con prendas de sus hijos, jornadas de oración y un plantón en el Zócalo capitalino ante la indiferencia gubernamental –lo que no es sorpresa pues reiteradamente se han negado siquiera a recibirlas–, y lamentablemente de gran parte de la sociedad que probablemente no dimensiona la tragedia humanitaria que aqueja al país.
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De acuerdo con datos del Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas, se reconocen oficialmente poco más de 116 mil personas desaparecidas, de las cuales 50 mil han sido en estos casi seis años, siendo el mayor número en la historia. Ello sin tomar en cuenta la cifra negra que de acuerdo con Santiago Corcuera, quien presidió el comité de la ONU contra desapariciones forzadas, la cifra real puede ser más alta por el miedo a denunciar, y más de 52 cuerpos en las fosas comunes no han sido identificados. Ante esta situación, la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos hizo un llamado a las autoridades para que adopten una agenda que proteja a las personas contra las desapariciones forzadas y atiendan a las víctimas y sus familias.
Sin embargo, durante esta administración las víctimas y sus familias han sido olvidadas y más bien los esfuerzos se centraron en tratar de bajar las cifras de desaparición de personas al modificar los criterios del Registro Nacional, además de debilitar a la Comisión Nacional de Búsqueda con el despido de una parte importante del personal especializado. Incluso, en el largo discurso del presidente López Obrador con motivo de su último informe de gobierno no dedicó un solo párrafo a las víctimas ni al dolor de sus familias. Aún más preocupante es que, cuando menos hasta ahora, no se percibe que vaya a ser un tema prioritario en la agenda del próximo gobierno de la presidenta electa Claudia Sheinbaum, quien cuestionó el informe presentado en el mes de julio por la organización Artículo 19 según el cual el 40% del total de desapariciones reportadas ocurrió en este sexenio, y no ha respondido al llamado a un diálogo nacional que han demandado familiares y colectivos. Esperemos no sea así, y las personas desaparecidas no sigan siendo además, olvidadas.