Recuerdo con claridad la escena: una persona dibujando con gis blanco una puerta, empujándola, introduciéndose dentro; una mesa repleta de platillos exquisitos, unos ojos que reflejaban un profundo deseo y una boca salivando, con ganas de devorarlo todo; recuerdo unas palabras pintadas en la pared, indicando como regla que, por más hambre que se tuviera, consumir algo o tratar de llevarse algo de la recámara, por más mínimo que fuera, tendría consecuencias mortales.
Recuerdo dar mi primer bocado, ignorando la advertencia; era música para el paladar cada platillo, hasta las minúsculas uvas despertaban sabores que invitaban a probar algo más. No había terminado uno, cuando comenzaba con el otro manjar, en ocasiones devoraba dos, tres o cuatro preparados distintos a la vez; sin terminar ninguno, sólo deseaba asestar la siguiente mordida, buscando satisfacer un hambre que extrañamente crecía más.
En vez de disminuir, el apetito se volvía insaciable, hasta el punto de acelerar el paso, destrozar la carne a mayor velocidad, sin importar las manchas que pudieran quedar del salvajismo vil que practicaba. En ocasiones, el hambre irremediable me llevó a comer mis propios dedos que se encontraban bañados en aderezo, ni siquiera el dolor pudo detenerme de aquella atroz mutilación.
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Más y más placer, era lo único que quería, saciar el hambre y la sed que parecían interminables, que me estaban llevando a la locura, que iban a terminar conmigo.
La generación de lo inmediato
No me di cuenta cuando perdí el control, pero sospechaba que había sido desde el principio, momento en que abrí mis ojos, buscando con mi borrosa mirada algo que satisficiera mi necesidad de existir.
Quizás fue tiempo después, cuando deseché mi primer, segundo o tercer platillo sin siquiera haberlo terminado, por el capricho de saborear algo distinto, esperando un gozo mayor del que estaba sintiendo, mientras la realidad validaba mi conducta. Tal vez ahí inicié la búsqueda por mi placer, rechazando todo lo que en algún momento sugiriera el menor atisbo de dolor, disgusto o aburrimiento; soltando en las primeras de cambio, volviéndome intolerante a todo lo que fuera distinto a lo que soñaba.
Bajo los múltiples estímulos cotidianos, aprendí que todo deseo debía satisfacerse de manera instantánea, no había lugar para la espera. Sumergido en aquella inmediatez, consumí la maquillada mentira de aquel mundo de posibilidades infinitas, lugar donde mis deseos y expectativas serían satisfechas a plenitud, en algún momento, si era capaz de desecharlo todo, las veces que fueran necesarias.
Tiré lo que pude, mientras iba creciendo al interior de mi pecho un pozo profundo de insatisfacción. Busqué tanto en tantos lados, que me privé de la posibilidad de realmente conocer algo o a alguien imperfecto como yo, alguien de verdad.
Fui consumido por el deseo de aquello que no tenía, anhelando el encuentro con la perfección que me llenara por completo; y ni por asomo quise aceptar lo equivocado que estaba en mi búsqueda, negando en más de una ocasión lo difícil que se volvió encontrar algo recíproco, que quisiera y me quisiera de verdad.
Nómadas del corazón
Qué difícil caminar por la vida sintiéndose incompletos, vivir con esa pesada insatisfacción que nos lleva a la búsqueda de lo perfecto; qué difícil volverse nómada del corazón, andar por ahí refugiándose momentáneamente en unos ojos, unos labios, una voz, de los cuales huimos a las primeras de cambio.
Qué difícil andar por la vida incompletos, buscando que los demás lo estén, exigiendo que los demás lo estén; andar por la vida rotos, cortando al contacto sin el menor síntoma de remordimiento, queriendo que no nos lastimen, anhelando que no nos lastimen; deambular por el mundo deseando que nos quieran exactamente como queremos que nos quieran, negándonos el tiempo para entender cómo es que nos quieren, sin que esto signifique validar aquello que maltrate nuestro corazón, que dista mucho del querer, que dista muchísimo del amor.
Qué difícil confundir perfección con perfectible, que en sí debería ser la bandera de nuestra búsqueda de ser mejores, más sanos, de encontrar mejores relaciones, más sanas. Qué difícil quitarnos aquella costumbre de soltarlo todo sin remordimiento, desecharlo todo en las primeras de cambio, sin buscar la forma de reparar lo que se pueda reparar; qué difícil romper con la tendencia y darles peso a las despedidas, para valorar lo que cuesta soltar, lo que se pierde cuando no se vuelve la vista atrás.