Aunque parezca, esta no es una historia de fantasmas pero en el reciente debate en torno a la reforma al poder judicial han aparecido los nombres de varios difuntos, ministros de la época de Benito Juárez y Porfirio Díaz; en especial se ha invocado al abogado chiapaneco Emilio Rabasa Estebanell, destacado jurista, escritor y político, miembro de los “científicos” porfiristas, para refutar la iniciativa del presidente Andrés Manuel López Obrador para que los ministros sean elegidos por el pueblo.
Rabasa ejerció una influencia determinante para establecer un poder Ejecutivo fuerte en la Constitución de 1917, a pesar de que en términos políticos era antirrevolucionario y en términos sociales conservador. Como jurista –destacó su biógrafo Charles A. Hale–, no sólo se convirtió en el miembro espectral del Congreso Constituyente de Querétaro, sino también en el respetado maestro moderno de derecho constitucional mexicano, idolatrado por la comunidad jurídica.
El debate y la invocación a los fieles difuntos, obviamente, fue iniciado por López Obrador, en la mañanera del 9 de mayo, donde anunció que, una vez que se tuviera mayoría calificada en el Congreso, se reformaría la Constitución “para que el pueblo elija a los ministros (del poder Judicial), como lo establecía la Constitución Liberal de 1857, en la época del presidente Juárez”.
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López Obrador afirmó que “no tiene remedio el Poder Judicial; está podrido y están actuando de manera facciosa (…), dedicados a obstaculizar la transformación del país”, porque desde la época de Carlos Salinas y Ernesto Zedillo, se “entregó a los panistas (Fernández de Cevallos, Creel, Gómez Mont) el Poder Judicial y está completamente al servicio del bloque conservador”.
Así revivió una discusión en torno al poder Judicial que se remonta al México decimonónico, cuando los constituyentes de 1857 mostraron confianza en la elección popular, pues como refirió Francisco Zarco: “No hay que temer que (…) la Corte sea invadida por leguleyos y charlatanes y queden excluidos los jurisconsultos. No, el pueblo elegirá entre los abogados más dignos y más honrados (…) y, si alguna vez se equivoca mandando un imbécil a la Corte (…), los buenos serán reelectos, los malos no se perpetuarán en la magistratura”.
Entre 1867 y 1876 fueron electos por votación popular figuras notables como Vallarta, Iglesias y Lerdo de Tejada, entre otros, pero después la Corte se burocratizó y los ministros fueron designados por el presidente Porfirio Díaz.
En 1893 Justo Sierra propuso que los jueces fueran inamovibles para poder ser independientes. La iniciativa desató un debate nacional, fue aprobada por la Cámara de Diputados, pero nunca emergió del Senado, en gran parte porque suscitó la oposición de Díaz.
Sin embargo, ni Juárez ni Díaz gobernaron dentro de la Constitución de 1857, como muchos años después admitió Rabasa: “La verdad, pues, de nuestra constitución positiva, a diferencia del texto de la literal, es que los ministros de la Corte son nombrados por el Ejecutivo para un período corto”.
Rabasa, en La Constitución y la Dictadura (1912), rechazó la elección popular para los ministros de la Corte, porque “no pueden, sin prostituir la justicia, ser representantes de nadie que no sea la Constitución y la ley. La lealtad al partido es una virtud, pero para un magistrado es un vicio degradante, indigno de un hombre de bien”.
La Constitución de 1917 estableció una Suprema Corte bastante fortalecida y libre de cualquier injerencia del Ejecutivo, señala Francisco Ramos Quiroz. Los ministros, a partir de 1923 serían inamovibles y su nombramiento se realizaría por el Congreso de la Unión, sin participación del presidente de la República, lo que se mantuvo hasta la reforma constitucional de 1928, promovida por el presidente Álvaro Obregón, y que terminó por subordinar la Corte al Ejecutivo.