El socavón de la desigualdad sanitaria comenzó a profundizarse de forma abrupta con la aparición del covid-19, sin embargo ya era un lastre que venía arrastrando México desde los primeros momentos del siglo XX o, también conocido como, siglo de la higiene, que trajo consigo una de las ideas usadas por el porfirismo como estandarte para su programa político: el higienismo, concebido para mejorar las condiciones de vida por medio de definir lo más adecuado para la satisfacción de las necesidades básicas.
Los médicos y políticos decimonónicos encontraron la salud de los ciudadanos amenazada por un sinnúmero de agentes que, hasta entonces, habían permanecido en la penumbra; las crecientes poblaciones propiciaron un vertiginoso desarrollo urbano sin planificación y carente de servicios, lo que se sumó al persistente problema de la contaminación del agua y la polución. Ante tal escenario, los especialistas se pusieron manos a la obra, descubriendo que los agentes amenazantes para la salud eran invisibles (gérmenes, bacilos y bacterias) y los rodeaban a cada paso que daban. Frente a estos obstáculos, los anhelos gubernamentales (evitar la propagación de enfermedades epidémicas, controlar el crecimiento desordenado de las ciudades y la necesidad de fomentar el comercio internacional) sólo podrían ver la luz si se conquistaba la salud, cuya protectora principal sería la higiene.
Pronto, el México porfirista, tan deslumbrado por (lo que se definía como) la grandeza europea, con una clase intelectual y política que apostó por la conformación del ciudadano ideal, imponiendo una moral dirigida a condenar cualquier acto que impidiera el crecimiento económico, no tardó en implantar las medidas higiénicas en una población asolada por la muerte. Desplazando los ordenamientos eclesiásticos que, hasta ese momento, habían permeado en la conducta, las ideas médicas comenzaron a controlar el comportamiento de los individuos en cada aspecto de su vida.
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Así fue como, lo que pudieron ser simples recomendaciones, hacia una sociedad que poco o nada sabía sobre preceptos sanitarios (que nos parecen) elementales, se materializaron en el Código Sanitario de los Estados Unidos Mexicanos de 1891. Casi como una suerte de Evangelio decimonónico, el Código dictaminó el estricto marco que debía condicionar la vida cotidiana: el suelo en el que se debía vivir, qué aire se debía respirar, cómo debían construir sus habitaciones y confeccionar sus vestidos; les señalaba cuáles eran las aguas saludables; les proporcionó los alimentos convenientes; los alejó, con horror, del alcoholismo; cuidó de sus sentidos; fortificó su inteligencia; y alentó su corazón, rechazando los vicios e inculcando las virtudes. Cualquier falta o delito a la salud pública estaban claramente expuestos y tipificados en el Código Penal.
Por admirable que nos puedan parecer los esfuerzos del gobierno por llevar a México hacia el brillante futuro que ofrecía el progreso, la realidad fue que los postulados higiénicos estaban fundamentados por y para los pocos miembros de la clase alta (sólo el 2% representaba a los poderosos con respecto al nivel económico y político) (1), cuyo objetivo principal no fue la preservación de la salud de todos, sino que se valieron de un medio noble para interponer distinciones sociales, fungió como una frontera más entre el ciudadano “civilizado” del “primitivo”.
La brecha se muestra ante nosotros claramente con las múltiples declaraciones de médicos de la época que deploraban no existiera una correspondencia entre la legislación sanitaria y las obras públicas con los hábitos y costumbres. Así mismo, algunos especialistas apuntaron que el carácter clasista de la ciencia no podía hacer más que traer calamidades: el grueso de la población (el 90% de la total), la trabajadora y más empobrecida, los que se mantenían en deuda permanente, incluso hasta la muerte, los hubo casos que perdieron hasta las ropas, que apenas podía alimentarse día con día, viviendo en condiciones de hacinamiento, encontraba lejano a su realidad aplicar la educación moral, intelectual e higiénica que súbitamente se le imponía.
Si bien, la higiene nace para todos, no llega a todos; es un proyecto en sí mismo excluyente, porque el mundo a construir, el futuro, pertenecía a los políticos, a los médicos, a quienes pudieran acceder a recursos naturales, políticos y, sobre todo, económicos para cubrir necesidades de consumo de bienes y servicio. La realidad popular estaba comprendida en un esquema ajeno: sus condiciones socioeconómicas y políticas limitaban sus posibilidades para implementar los parámetros de limpieza, pulcritud y civilización requeridos para la nueva nación.
Aunque hoy ya no es explícito el discurso clasista desarrollado por algunos burgueses y médicos porfiristas, sí habita en nuestro inconsciente: rechazamos la suciedad, rehuimos de ella no por el simple hecho que represente una amenaza al bienestar, sino porque desafía la norma, el orden.
1. Gaitán, Julieta, “La ciudad de México durante el Porfiriato: «el París de América»” en México Francia: Memoria de una sensibilidad común; siglos XIX-XX. Tomo II, Centro de estudios mexicanos y centroamericanos, 1993, < http://books.openedition.org/cemca/843>.
Isis Aurora Haro Barón*
Estudiante de la licenciatura en Historia en el Instituto de Investigaciones José María Luis Mora. Actualmente está realizando su tesis sobre historia de género, de la psiquiatría y de género.