EXCMO. SR. ING. DON CHUMEL TORRES
CATEDRÁTICO INSUPERABLE DEL CHASCARRILLO Y EL GRACEJO
Muy Ocurrente y Gozoso Informador:
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Hace muchas décadas, creo que usted ni siquiera había nacido, el escritor Carlos Fuentes escandalizó a la buena sociedad cuando en su novela “La muerte de Artemio Cruz”, hizo una relación de las maneras en que los mexicanos utilizamos el verbo chingar. En el recuento del escritor figuraban las acepciones chingada, chingón, chingadera, qué chinga, chingaquedito, me lo chingo, no chingues, me chingaron, chinguero, un chingo, mandar a la chingada y su antónimo, irse a la chingada, estar de la chingada, y el más socorrido de nuestros agravios, a chingar a su madre.
Ese florido léxico, hoy día, es moneda corriente en cualquier conversación: ya nadie se avergüenza de oír o de emitir tales palabrotas. Y no solo son aceptables las declinaciones del verbo chingar: un amplio surtido de majaderías se ha integrado al vocabulario cotidiano. Basta escuchar a los comediantes, cuyos monólogos son una sucesión interminable de cabrones, de pinches y de pendejos que, entre más sonoros se pronuncien, más hacen reír al respetable (aunque el chiste sea malo).
La letra de canciones tampoco deja lugar a dudas de la procacidad en boga. Alex Lora y su Tri llevan más de 50 años entonando desde el escenario ¡qué güeva, qué güeva!, pero se percibe cierta evolución hasta Peso Pluma, autor que suma 240 millones de hits (¡!), quien habla sin cortapisas de aspirar cocaína, de ingerir ácidos y de practicar sexo tumultuario, para rematar: ‘aquí no andamos con mamadas, viejo’.
Las redes sociales, el facebook, el tik tok, el youtube, también aportan su rebanada al pastel: jovencitas con cara de ángel, a ojos vista menores de edad, se expresan en un lenguaje patibulario y sexista, propio de un carretonero, pues no dudan en rematar con sentencias como ‘me la pelan’ o ‘por mis huevos’, lo cual, aparte de machista, es anatómicamente imposible.
Así vivimos hoy, bajo un torrente de lenguaje soez. Para estar a la moda, lo único que nos falta es modificar el protocolario Grito de Dolores para que las noches del 15 de septiembre, tras los vivas a los héroes, la arenga remate desde el balcón presidencial con una expresión ajustada a los tiempos que corren: ¡Viva México, cabrones!
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A pesar de tanta y tan abundante grosería, Su Graciosísima Elocuencia, estoy seguro de que no somos, ni de lejos, el país más malhablado en lengua castellana. España nos va muy por delante, como dirían en la península, pues utilizan en el hablar cotidiano vocablos que aquí serían inaceptables y que, a mi parecer, no tienen equivalente.
La palabra coño, por ejemplo, que es una referencia explícita al órgano sexual femenino, en la llamada madre patria se utiliza para expresar sorpresa o enfado. O la palabra culo, que el diccionario académico define como el conjunto de las dos nalgas, y aquí solo la usamos en su acepción de ano. Allá, en cambio, culo es el fondo de un vaso, culo es el extremo de un pepino, culo es el fin del mundo, y si alguien te cae mal o se porta pésimo, lo mandas a tomar por el culo.
(Para la gazmoñería nacional, aun la palabra nalgas es inaceptable. Para hablar del trasero o del fundillo hemos adoptado el eufemismo pompas, o peor aún, pompis, un término ridículo que, si bien describe los carnosos promontorios, excluye como si no existiera el orificio que cubren y protegen).
A tomar por el culo, irse de putas, eres un gilipollas, es una putada, dar el coñazo, vete a hacer puñetas, expresiones calificadas por el diccionario como vulgarismos, en la península se escuchan con bastante liberalidad. Y ya no digamos la forma de maldecir de los españoles, pues son afectos a decir ‘me cago en Dios’ o ‘me cago en la Virgen’, una blasfemia mayúscula con sabor a pecado mortal que ningún mexicano, y menos un guadalupano, se atrevería a proferir.
Otro caso difícil de igualar: Argentina. Hace algunos años, en el estadio del Boca Juniors, tuve la oportunidad de oír a 40 mil gargantas que gritaban a coro: ¡Chilavert! ¡Botón! ¡Hijo de la gran puta! ¡La puta que te parió! Por si esa porra necesita alguna explicación, debo consignar que Chilavert era el portero del equipo contrario, para colmo paraguayo, y acababa de parar un penaltiargentino; botón equivale a maricón; y asumo que las dos últimas estrofas no requieren mayor aclaración.
Es por eso que me parece hipócrita y mojigata la embestida contra el coro que inventó la afición mexicana, el famoso Eeeeyyyyy …. ¡puto!, que con base en chantajes y amenazas han logrado (casi) erradicar de los estadios. Da pena ajena oír a los cronistas deportivos calificar ese jubiloso grito de guerra como una expresión homofóbica, cuando ni siquiera la Real Academia consigna que la palabra puto sea sinónimo de homosexual. Ese alarido colectivo, que brota cuando despeja el balón el portero contrario, no pasa de ser una diversión inofensiva, una forma de burlarse del equipo adversario (que por regla general nos va ganando). No tengo idea qué mente cochambrosa lo convirtió en insulto, si fue la Fifa, la Concacaf o la Federación, pero da tanto coraje que me siento tentado a mandarlos a chingar a su madre.
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Debo pedirle una disculpa por el exabrupto anterior, Su Comiquísima Autoridad, pues es raro que en mis textos incluya palabrotas, aunque las uso de manera libérrima y habitual en la conversación. En ambos casos me parece que empobrecen el lenguaje, que el idioma tiene vocablos muy precisos para darse a entender, pero más de una vez las groserías son un recurso adecuado, oportuno y contundente. El único que puede decidir al respecto es quien habla (o quien escribe).
Hay un caso, sin embargo, donde tales epítetos me parecen inaceptables: cuando los emite la autoridad, sin posibilidad de réplica. En ese supuesto no sólo son un insulto, también son un abuso de poder, pues el destinatario se las tiene que aguantar. Las chingaderas de Vicente Fox, los HDS que dirige Felipe Calderón a AMLO (hijo de su.. sólo pone, haciéndose el santurrón), los ocasionales carajos de Andrés Manuel López Obrador, de verdad me provocan urticaria: esa es jerga de pelafustanes, no de jefes de Estado.
El caso de Andrés Manuel López Obrador es singular pues, si bien se cuida bastante de soltar ajos y cebollas, sus mañaneras son un rosario inagotable de epítetos hirientes: hipócrita, bandido, corrupto, simulador, acomplejado, desvergonzado, achichincle, pelele. No sé si usted coincidirá conmigo, Burlesco Charlista, pero esa degradación del lenguaje político es contagiosa y ha infectado por completo la vida pública del país, con algunas frases tan edificantes como ‘se las metimos doblada’ de Taibo, el ‘no sean culeros, demuestren que tienen huevos’ del alcalde de Telchac (pidiendo a la prensa que lo grabe), el ‘te rompo la madre, pendejo’ del cónsul en Shangai y el ‘hago lo que me da mi chingada gana’ de Ana Gabriela Guevara.
Por desgracia, el abuso reiterado del idioma se ha extendido a otra fuente de poder: los medios de comunicación. Detrás del micrófono, o de frente a la pantalla, locutores de poca o de mucha monta se sienten autorizados a proferir afrentas. No comentarios, no análisis, no datos duros, sino insultos abiertos, con destinatario preciso. Sin decir nombres, como digerir que un conductor diga ‘el Presidente dijo esto y esto, ¡qué poca madre’! ¿Eso es información? O que el mismo personaje se dirija a un gobernador y lo increpe, ‘¡aguas con tus pinches compadritos!’ ¿Eso es periodismo?
No, también es un abuso de poder. Un abuso que ha cundido y se ha multiplicado, pues (casi) no hay emisión donde el conductor no se sienta cómodo y feliz al soltar un par de leperadas. Me dirá usted que es la reacción natural a tantas décadas de represión y autocensura, cuando los periodistas no se atrevían a injuriar ni en defensa propia, o que es una respuesta lógica a la andanada de improperios que reciben a diario desde la tribuna del poder.
Como sea, me parece inadecuado participar en ese duelo de gamberros, porque aquí los abusados no son los destinatarios de nuestros insultos, casi siempre algún político, sino los lectores y las audiencias. En resumen, el público, la ciudadanía, que si bien no merece gobiernos incompetentes y demagógicos, tampoco merece el periodismo insolente y lépero que hoy padecemos. En aras de una supuesta libertad de expresión, no es aceptable que nuestros mejores periodistas se pongan a la altura de nuestros peores políticos.
O sea, como creo que diría Carlos Fuentes, ¡qué chinga de país!
Llegado a este punto, Risueño Informador, debo concluir esta carta. Se preguntará por qué lo elegí como destinatario, pero la respuesta es muy sencilla: con quién más podría hablar de un asunto tan áspero sino con alguien tan irreverente y tan divertido. Es cierto que de su boca salen pocos sapos y culebras, pero no de su programa, donde desfilan sin interrupción las impertinencias, las desfachateces y los albures.
Debo confesar que pocas veces tengo oportunidad de escuchar su programa pero, cuando lo pesco, me sabe a bocanada de aire fresco. Cierto que no contiene novedades: son las mismas noticias de todos los medios, pero tanta risa y disparate terminan por ponerme de buenas. Sígale por ahí, arregle el país a carcajadas, y acepte un saludo pudoroso, lo más decente y educado que se pueda, con la regocijada simpatía de