Grandes polémicas, inacabables debates, apasionadas confrontaciones, cuestionamientos, descalificaciones, burlas y hasta desprecio ha causado en este siglo que corre –el XXI– el uso del lenguaje incluyente o inclusivo en el mundo occidental, o en ciertas regiones de éste. Un bando convencido de su validez hace su defensa arguyendo la dimensión política de lo que se nombra y cómo se nombra; del otro lado combate un tenaz grupo detractor que enarbola algo así como la pureza del idioma. La importancia es tal que se han involucrado diversas instituciones, especialmente las relacionadas con cuestiones educativas, culturales, de derechos humanos y, por supuesto, no podían faltar, las que tienen directamente que ver con las lenguas; en el de habla hispana con la española, ¿o castellana?, la Real Academia de la Lengua. Esta institución se ha manifestado en contra del lenguaje inclusivo, lo que no es de sorprender dado que su labor es cuidar la “esencial unidad” del idioma y preservar “el genio propio de la lengua” (lo que sea que eso quiera decir); esto es, se trata de una institución esencialmente conservadora a la que las innovaciones incomodan. En fin, que las implicaciones de usar o no ese lenguaje son muchas, múltiples y variadas, pero aquí sólo atenderé a lo que toca a la labor histórica.
Yo no lo defiendo, ni pretendo hacerlo, simplemente lo uso. En efecto, procuro utilizar el lenguaje incluyente o inclusivo cuando el referente al que aludo lo permite, y en ese sentido me he dado a la tarea de escribir los textos de cuestiones históricas en los últimos años. Hay quienes centran el debate en cuál neutro se debe utilizar: ¿“e”, “x” o “@”? Cada cual puede decidir libremente, yo prefiero la “e” que permite la escritura y la lectura que la “x” y la “@” dificultan. Ahora bien, cuando se trata de textos académicos me adscribo al lenguaje desdoblado, por un lado, y al lenguaje sin inflexión de género, por otro. Esto es, utilizo el femenino y el masculino cuando aquello que estudio implica a protagonistas de ambos sexos, y evito las generalizaciones en masculino (androcentrismo). Algo más, dependiendo de lo que se estudie o del ámbito al que nos refiramos, no basta con pensar que el lenguaje inclusivo es aquel que reconoce por igual la existencia y la importancia del masculino y del femenino, porque una parte sustancial de esta forma de nombrar es que reconoce la existencia de un mundo no binario.
El lenguaje desdoblado, si se constriñe al uso de: todas, todos, sigue atrapado en un universo binario; por eso hay que usar también el neutro: todas, todos y todes. Por otro lado, recurro, como apunté antes, al lenguaje sin inflexión de género, esto es, prefiero acudir a palabras invariables que son aquellas que aluden al conjunto al que refieren (como ciudadanía, comunidad, persona, población, por ejemplo). No se trata de una simple frivolidad ni de sumarse a una moda, sino del convencimiento en la necesidad de hacer visible la presencia de las mujeres que al usar únicamente el masculino quedan, sino borradas, al menos desdibujadas de la historia y de dar cabida a quienes consideran que la fórmula binaria no les incluye.
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Ahora bien, no se trata de forzar la historia ni de imponerle fórmulas, cuando aquello que se narra se constriñe a un universo masculino utilizo el lenguaje en esos términos, Para ejemplificar mi punto expongo un caso preciso como es el de la ciudadanía que a lo largo del siglo XIX en México fue exclusivamente masculina, como también el derecho al voto, ahí sería un error y un absurdo hablar de ciudadanas y ciudadanos o de las y los votantes. En cambio, en lo que se refiere a participación política en el espacio público podemos y debemos hablar de hombres y mujeres porque, aunque no tuvieran ni el reconocimiento constitucional de ciudadanas ni el derecho a voto, ni formaran parte oficial de los partidos políticos, sí intervenían en la actividad y la acción política; esto es, no sólo acudían a los mítines y marchas como espectadoras –lo que ya en sí mismo supondría una forma de intervención– sino que participaban en reuniones de organización, hacían colectas para apoyar al movimiento al que pertenecían, firmaban cartas dirigidas a las autoridades o personalidades reconocidas y las había que participaban en la prensa y que redactaban periódicos. Aún más, en el entre siglo formaban parte también de partidos políticos, aunque el papel protagónico lo acapararan los hombres.
No hay pues anacronismo sino un esfuerzo por restituir a las mujeres su lugar en la narrativa; y, en los tiempos actuales, es imprescindible sumarse al reconocimiento y la inclusión de otras formas de identidad que rebasan nuestra concepción binaria del mundo. En el lenguaje historiográfico las posturas políticas también importan.
Escritora e historiadora. En el área de la creación literaria es autora de varios libros, siendo los más recientes “Herencias. Habitar la mirada/Miradas habitadas” (2020) y “Dos Tiempos” (2022). En lo que corresponde a su labor como historiadora, es Profesora-Investigadora del Instituto Mora. Especialista en historia política, electoral, de la prensa y de las imágenes, ha trabajado los casos de Ciudad de México y de Campeche. Autora del libro “Caricatura y poder político. Crítica, censura y represión en la Ciudad de México, 1867-1888” (2009). Coautora de “La toma de las calles. Movilización social frente a la campaña presidencial. Ciudad de México, 1892” (2020). En su libro más reciente, Caricatura e historia. “Reflexión teórica y propuesta metodológica” (2023), recupera su experiencia como docente e investigadora y propone rutas para pensar y estudiar la imagen.