Después del atentado contra Donald Trump, uno de los debates más intensos es ver a quién culpar por este nuevo acto de violencia en Estados Unidos. Personalmente creo que el culpable de estos hechos es el asesino.
Eso no impide, sin embargo, la búsqueda de responsables indirectos, hecha casi siempre con una clara carga política.
Hay quien opina que el propio ex presidente es el culpable de lo que le pasó, por su discurso contra los extranjeros y los valores progresistas estadounidenses. Aparentemente acá sí se vale hacer responsable a la víctima de la violencia en su contra. A esto se suma que Crooks estaba registrado como seguidor del partido republicano y había armas en su casa, lo que aparentemente son indicativos de un perfil conservador.
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Otros dicen que son los progresistas los culpables por su discurso intolerante, así como por el hecho de que el asesino tenía 20 años cuando donó $15 dólares a una organización progre y, sobre todo, porque quiso matar al candidato conservador.
Es interesante que esta discusión se desarrolla como un test de Rorschach (ese de las manchas), ya que cada quien está viendo algo distinto. Unos ven en el asesino a un progre, y otros ven a un conservador.
Yo no encuentro entre las plataformas de los movimientos políticos y sociales en Estados Unidos algún principio que hable de la necesidad de matar candidatos, por lo que no veo cómo es que alguno de los movimientos pueda ser directamente responsable.
Sin embargo, es evidente la violencia verbal y el drama que los personajes y activismos de todo el espectro social le ponen a sus mensajes. De un lado tenemos a quienes la existencia de extranjeros, dentro y fuera de sus fronteras se convierte en una amenaza a su existencia y color de piel (blanca). Esos mismos para quienes la ausencia de su religión en las escuelas es un atentado contra los valores de su país, la biología que niega la creación divina de los humanos es un golpe a la identidad humana, igual que las palabras en idioma distinto al suyo, y quienes no quieren que el gobierno los limite, sino que les reconozcan sus derechos a tener armas y garantizar su propia seguridad.
Por otro lado están quienes creen que dependiendo del color de piel efectivamente se tiene o no el derecho a discriminar a otros (a los blancos), que defienden religiones que discriminarían a su propia identidad, que piensan en la biología como un golpe a su identidad, que ven en las palabras que no sigan sus reglas o pronombres como un acto de violencia, y que ven en el gobierno una entidad policial que debe desaparecer para procurarse ellos mismos.
Para una gran mayoría de los personajes más visuales de estas corrientes ideológicas, y sus seguidores, toda opinión en contrario a la suya es un acto de odio, y punto. El debate es fatalista: o existimos nosotros o existen ellos.
En la película The Fisher King de 1991, Jeff Bridgess interpreta a un locutor de radio, toda una celebridad, que en algún momento durante su programa recibe la llamada de Edwin, un hombre joven solitario que habitualmente llama para compartir sus infortunios amorosos. Derivado de su última historia, el locutor empieza con una diatriba en contra de los “yuppies”, esos jóvenes profesionistas de buenos ingresos, que según él se oponen a todos los valores del país y a quienes es necesario detener, terminando su monólogo con la sentencia: “son ellos o nosotros”. Escenas después Edwin entra a un restaurante de yuppies y hace una matazón.
A Edwin nadie le dijo expresamente que matara a nadie, pero así lo entendió. A Crooks ninguna celebridad le dijo que matara a Trump, pero probablemente entendió eso como la única alternativa.
Nadie es responsable legalmente de las decisiones de un loco solitario. Pero claramente como sociedades hemos creado un debate fatalista en el que el odio que recibimos, real o imaginario pero siempre denunciado, y el que expresamos, real o imaginario pero expresado, crean mundos en donde no faltará alguien que no pueda distinguir la realidad de la retórica, o las ideologías de las verdades.