El lunes 6 de mayo fue, por unas horas, de enorme jubilo para la población de Gaza. Jóvenes y viejos, pero sobre todo niños, muchos niños, bailaron, brincaron, cantaron y expresaron de toda manera posible su alegría por la posibilidad de un alto al fuego. No merecía menos la perspectiva del fin de los bombardeos; del fin de la muerte cercana, sorpresiva e indiscriminada de hombres, mujeres y niños; del fin del hambre y la sed y, tal vez más adelante, con los años, del fin de vivir a la intemperie y entre escombros.
Poco duró la festividad; horas más tarde Israel reanudó inició el bombardeo y la invasión de Rafah, la ciudad donde se hacinan millón y medio de palestinos porque ahí se les prometió que estarían seguros.
La celebración resultó ser muy prematura. Hamás, el partido político, milicia y gobierno de Gaza, había anunciado que aceptaba los términos del acuerdo de paz negociado con Catar y Egipto. En tales negociaciones estuvo un observador del gobierno norteamericano, lo que se interpretó como que se habían cuidado los intereses del gobierno de Israel.
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Una semana antes el secretario de Estado norteamericano, Antony Blinken, había urgido a Hamás a aceptar la “extraordinariamente generosa” propuesta de Israel para una tregua y un par de días más tarde declaró que Hamás era el único obstáculo para un “alto al fuego”. Según ese acuerdo en un primer periodo de 40 días Hamás liberaría a 40 de sus cautivos israelitas e Israel liberaría potencialmente a miles de sus prisioneros palestinos. En una segunda fase se iniciaría un periodo “de calma sostenida”. Muchos entendieron que las negociaciones iban por buen camino. No era así.
Resulta que para Israel “calma sostenida”, definida como una “suspensión permanente de operaciones militares y hostiles” no era aceptable. Como tampoco lo es, después se daría cuenta Blinken, la expresión “alto al fuego”. Aquí se localiza la irreconciliable diferencia de posiciones entre Israel y Hamás. Esta última organización había aceptado lo que entendía como una tregua conducente a una cesación permanente de hostilidades de ambos lados. Supuestamente desde el inicio la población tendría el derecho de regresar al norte de la franja y habría libre circulación de ayuda humanitaria. Un alto al fuego permanente, con garantes internacionales, que permitiría iniciar un plan de reconstrucción basado en apoyos económicos de gobiernos árabes y musulmanes.
Pero el 7 de mayo Netanyahu, el primer ministro de Israel, declaró que no permitirá que Hamás restablezca su “gobierno diabólico”. Lo que muchos malentendimos como una negociación entre Israel y la resistencia palestina era más bien la oferta unilateral de una tregua temporal para liberar prisioneros de ambos lados. Después Israel reanudaría el combate hasta acabar totalmente con Hamás.
Aquí hay un problema de definiciones. Hamás puede ser entendido en dos niveles: uno de ellos es el de los combatientes y otro el de los empleados públicos de un gobierno elegido por la población: el personal médico, educativo, administrativo y similares. De acuerdo con el derecho internacional, en particular las obligaciones de una fuerza de ocupación sobre la población originaria, las hostilidades deben limitarse a los combatientes sin dañar, en lo posible, a la población civil. No obstante, el ejercito israelita ataca a los servidores públicos; a los ciudadanos cercanos a lugares sospechosos como sótanos y túneles inexistentes debajo de hospitales, escuelas y edificios; a la población civil entre los que supuestamente se infiltra Hamás, a los periodistas, en fin, a todos.
Evidenciado el fracaso de las negociaciones y ya sin poder atribuirle la culpa a Hamás, Israel inicio el ataque a Rafah y cerró los pasos internacionales hacia Egipto. António Guterres, Secretario General de las Naciones Unidas declaró que esto agrava la ya horrible situación humanitaria y pidió su inmediata reapertura. Hoy en día la mayor forma de agresión contra los palestinos son el hambre, la sed y la destrucción de servicios públicos básicos.
Israel ordenó a la población refugiada en Rafah evacuar la ciudad forzando lo que para muchos es el tercer o cuarto desplazamiento: de sus pueblos originales hacia la Franja de Gaza; de la ciudad de Gaza a otra ciudad central, luego a Rafah y ahora hacia la costa.
El 7 de mayo un vocero norteamericano declaró que Israel no debe atacar Rafah y detuvo un cargamento de las bombas más destructivas con las que ha estado aprovisionando a Israel. Lo que no tiene un efecto inmediato dada la cantidad de bombas y armas almacenadas.
Biden dijo: “han muerto civiles en Gaza a consecuencia de esas bombas y otras formas de ataque a los centros de población”. Un reconocimiento sorprendente, tardío pero bienvenido, del papel norteamericano en la guerra. También señaló que si el ejercito israelita entraba a Rafah dejaría de enviar otro tipo de armas, como proyectiles de artillería. En su perspectiva el ataque a Rafah todavía se limitaba a los bordes de la ciudad y no al centro de esta; es decir que todavía podía detenerse. Finalmente reiteró que Estados Unidos siempre apoyaría la defensa de Israel.
Israel declaró que la pausa en el envío de armas era muy decepcionante y que el desacuerdo con el gobierno norteamericano se superaría a puertas cerradas.
Joe Biden hace un acto de malabarismo ante presiones encontradas. De un lado están los grandes cabilderos milmillonarios que pagan el grueso de las campañas electorales, en particular el Comité de Acción Política pro-Israel y la gran industria militar, la principal beneficiada del envío de armas a Israel. Sus donativos han configurado un congreso norteamericano belicista y proisraelí.
En sentido contrario presiona la revuelta estudiantil que se recrudece en Estados Unidos a pesar de la represión policiaca y que se profundiza con huelgas de hambre y el apoyo de varios sindicatos. Un primer triunfo estudiantil es que la universidad pública de Sacramento, California, comunicó que no invertiría en empresas que lucran con el genocidio, la limpieza étnica y actividades que violan derechos humanos fundamentales.
Cerca del 83 por ciento de los votantes demócratas apoyan un alto al fuego en Gaza y los consejos de más de un centenar de ciudades han adoptado resoluciones en ese sentido. Actos simbólicos que no son el resultado de un ambiente reflexivo y calmado, sino de agrias discusiones, cada vez menos respetuosas y ordenadas que acrecientan las divisiones internas de la sociedad norteamericana.
Israel ha destruido Gaza pero no se conforma; define su objetivo de victoria de una manera imposible de conseguir. No podrá acabar con la resistencia palestina mientras un adulto o un niño pueda lanzar una piedra. Netanyahu quiere una guerra interminable que le permita aferrarse al poder pero enfrenta un cambio masivo en la opinión pública norteamericana y global que tendrá un enorme costo para su país en el futuro.