Dicen que en el principio fue el verbo, que en el principio siempre será el verbo. Nacemos inmersos en ese mar vasto y profundo que es el lenguaje. Necesitadas/os de ser escuchadas/os por esas/os otras/os que sostienen nuestra vida en sus comienzos. Aprendemos el lenguaje del amor y el del desamor, cuando sucede. El de la presencia y el del abandono. Aprendemos el lenguaje de la piel. Un bebé sabe de la felicidad y de la angustia. De la seguridad y del desasosiego. Para saberse inscrita/o en la vida no le basta con alimentarse.
Sabe que su madre, que su figura tutelar se ausenta y tiene que aprender la certidumbre más elemental: va a regresar. Es muy complejo lo que la personita debe aprender: lidiar con los intervalos de la ausencia. Sentirse arropado y contenido. Encontrar la manera de poblar las ausencias y poco a poco, sostenerse en los tiempos en los que está sola/o. Es muy importante que las personas que ofrecen los cuidados hablen con las/os bebés, si bien ellas/os pueden no entender el significado de cada vocablo, sí entienden la voluntad de la persona adulta de reconocerlas/os y de comunicarse. La presencia. Los tonos de la voz.
Cuando Françoise Dolto, la psicoanalista francesa especialista en infancias llegó a trabajar en el servicio de pediatría de un hospital en los años treinta, el personal médico a su alrededor miraba con desconfianza a esa muy joven doctora que conversaba con los bebés. Darle el biberón a un bebé o cambiarlo sucedía en el más completo silencio. ¿Para qué hablarle a quien no entiende? Dolto se acercaba a ellas/os y no se limitaba a atenderlos como quien atiende a un bulto: les explicaba lo que iba a suceder: “te voy a cambiar tu pañal”, “mira, traigo tu biberón para que comas. Me da gusto que comas”, “sé que no te sientes bien, que te duele tu bracito, pero vas a estar mejor”.
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Para sorpresa de todas/os, los bebés tristes emergían de su tristeza, si rechazaban comer, comenzaban a tener hambre. En ese arropar con el abrazo y con las palabras, la joven doctora les transmitía su contento de saberlos vivos, les daba la bienvenida a la vida. Les elegía únicos. Les humanizaba. La primera manera que tiene un bebé de comunicarse es el llanto. Es a través de su llanto que llama a ser protegida, protegido. Dejar llorar a un bebé en su cuna para “entrenarlo”, para que “aprenda”, nunca ha sido la mejor de las ideas. No está haciendo “un berrinche”, no quiere “manipular”, está haciendo un llamado a ser abrazado y contenido. Llama porque necesita. Y en los comienzos llorar es su manera de comunicarse.
“Déjalo llorar y se va a dormir”. Sí, claro, ese bebé cuya angustia crece porque no hay una respuesta a su urgencia, va a terminar, agotado, por dormirse. Pero lo que sintió fue abandono, desamparo. Y si esta “medida educativa” se repite, aprenderá a no llorar cuando se angustie o se sienta solo, ¿para qué hacerlo si no obtiene una respuesta? Pero lo que aprendió que ofrece tranquilidad a las personas adultas, no es bueno para él. A ese primer llanto lo irán sustituyendo las palabras que nombran a las figuras tutelares. Las que nombran el hambre y la sed. La aprobación y el rechazo. Somos seres de palabras. En la vigilia y en los sueños. Adquirimos esa lengua que será la nuestra, la que nos ofrece sentido y pertenencia.
La lengua llega con sus cargas emocionales, con sus inevitables transmisiones. Es importante tenerlo claro: esos primeros meses de vida son un periodo muy breve en la vida de un adulto, son una inmensidad en la vida del bebé: su llegada a la vida, su llegada al mundo. Un/a bebé necesita de la incondicionalidad de los comienzos. De las palabras de los comienzos. Esa incondicionalidad que es su bienvenida a la vida y de lo que se trata es de acompañarlo, nunca de domesticarlo. Abrazar a un bebé que llora. Abrazarlo y conversar. Humanizarlo.