Luego de las quejas que presentaron ante las autoridades electorales algunos partidos por la destrucción de propaganda, consejeros del Instituto Electoral de la Ciudad de México (IECM) se pronunciaron a favor de la firma de un pacto de civilidad entre los partidos. La propuesta surgió del frente opositor, pero de inmediato Morena la rechazó.
Semanas antes Xóchitl Gálvez hizo la misma propuesta, pero con el objetivo principal de que el crimen organizado no interfiera en las elecciones. “Ya hay narco elecciones en México, ya hay regiones en el país donde la delincuencia decide quién va a ser el alcalde, decide quién va a ser el diputado local; es muy peligros lo que está pasando”, explicó.
En estados como Chiapas, San Luis Potosí y Puebla ya se firmaron documentos en este sentido, aunque no en todos los casos hubo consenso. Hasta ahora, las acciones parecen más un conjunto de decisiones “bien intencionadas”, que en muy poco han cambiado las formas de comunicación que han caracterizado a los partidos durante los últimos años.
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El asesinato de candidatos, la violencia verbal, la difusión de noticias falsas, la judicialización de algunos casos, las interferencias por parte de ciertas autoridades, las mentiras, las propuestas inviables y otros recursos al margen de lo que establecen las leyes no se acaba por decreto ni por la firma plasmada en un pacto.
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En principio, firmar un acuerdo de esta naturaleza para reducir la violencia entre los partidos parece una decisión lógica y sensata. Sobre todo, en un contexto en el que las agresiones se incrementan por el escenario de polarización que vive el país desde hace varios años y de la situación de violencia que no termina por resolverse.
Los primeros debates en la CDMX y Jalisco, por ejemplo, fueron “respetuosos y civilizados”. Sin embargo, para muchos analistas también fueron eventos cargados de mentiras, descalificaciones y agresiones verbales. Las acusaciones y argumentos que se dieron en ambos eventos no sólo las puede “juzgar” la ciudadanía, sino que deberían transitar por las instituciones correspondientes.
Con lo que se dijeron las y los candidatos en los dos debates, está claro que no pasarían las normas, criterios y límites que usualmente se establecen en un pacto de civilidad. Tampoco avanzaríamos mucho en la cultura de debate que tanta falta le hace al país. Mucho menos sería posible concretar los intentos que están haciendo las autoridades electorales para tener formatos más atractivos y útiles para la ciudadanía.
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Los pactos de civilidad no han sido en la historia de muchos países más que cartas de buenas intenciones. Son promesas de “portarse bien”, que se hacen cruzando los dedos, porque en la democracia las verdaderas libertades y limitantes están en las leyes y la regulación de las instituciones. Ni más, ni menos.
Lo realmente absurdo es que sean las mismas autoridades electorales quienes los avalen o propongan. Es un contrasentido. Por un lado, porque sus obligaciones emanan de la misma Constitución Política. Por el otro, porque, aunque las leyes tengan una sobrerregulación, adolezcan de diversas fallas, sean “imperfectas” o no les gusten a algunos, lo mejor ha sido acatarlas.
Algo similar sucedió con el “pacto de sangre” que hizo Xóchitl Gálvez para no desparecer los programas sociales. Lo que en principio se percibe como una respuesta contundente para acabar con una mentira, al final termina siendo una ocurrencia con efectos menores a los esperados.
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En los procesos electorales, los pactos de civilidad son, principalmente, acciones propagandísticas. Está demostrado que la utilidad y legitimidad que logran es muy baja. Por supuesto que su incumplimiento puede traer costos políticos para los infractores, pero son más en términos de imagen y reputación que de sanciones como las que imponen las leyes que regulan las campañas.
Un pacto de civilidad electoral podría ser tan absurdo como el que se llevaría entre ciudadanos y autoridades, por ejemplo, para cumplir el reglamento de tránsito. ¿Es necesario hacer un compromiso público de que los conductores de vehículos respeten y le den prioridad a los peatones? ¿Es necesario plasmar la firma en un documento para comprometerse a no pasarse los altos o estacionarse en lugares prohibidos?
Las normas que establecen las instituciones en un régimen democrático —y que están enmarcadas por una Constitución Política— se escribieron para cumplirse. ¿Por qué? Porque la ley es la ley. Y esta frase no es una simple redundancia. Es el mejor modelo que tenemos para lograr la mejor convivencia posible, con una sociedad diversa y plural.
En contraste, hay pactos que sí son de suma relevancia. En materia económica hemos tenido varios, desde los tiempos en que gobernaba Miguel de la Madrid. Los acuerdos pueden ser complementarios a lo que dice la ley y su relevancia es mayor en escenarios de crisis. Los acuerdos o consensos, entonces, trascienden los beneficios en términos de imagen.
A diferencia de los que se hacen en campaña, los pactos postelectorales responden mejor a los intereses y expectativas de la ciudadanía. Se llevan a cabo cuando los resultados de las elecciones impiden o dificultan la gobernabilidad. En los regímenes parlamentarios es frecuente experimentar escenarios así.
Una de las expresiones más interesantes está en la necesidad de formar gobiernos de coalición. En nuestro país hay una resistencia a nombrarlos de esa manera, aunque de facto se han tenido que conformar durante los períodos de alternancia. La ventaja que tienen para vigilar su cumplimiento está en dos grandes valores de la democracia: la transparencia y rendición de cuentas.