Roger Bartra ha calificado al gobierno de López Obrador como “retropopulismo” y Xóchitl ha sido etiquetada por sus críticos como “populista de derecha”, aunque ella se define de centro-izquierda, pero apartidista. En todo caso, la disputa electoral será entre dos candidatas “populistas”, un término polisémico que, según la RAE, es una “tendencia política que pretende atraerse a las clases populares”, pero también es sinónimo de demagogia.
“Populistas a la derecha, populistas a la izquierda. Quien dice “populismo” se adentra en un terreno difícil. En todo caso, el concepto de populismo es peyorativo. Hablamos entonces de “demagogia”, señalaba el sociólogo Ralf Dahrendorf (1929-2009), uno de los fundadores de la teoría del conflicto social.
El populismo, en buena medida, es producto de la crisis de los partidos políticos. Aunque éstos permanecen, explica el politólogo Peter Mair (“Gobernando en el vacío”, 2015), “se han desconectado hasta tal punto de la sociedad en general y están empeñados en una clase de competición que es tan carente de significado que ya no parecen capaces de ser soporte de la democracia en su forma presente”.
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En el caso de México, los siete partidos políticos nacionales con registro se han mimetizado y perdido identidad al coaligarse en dos alianzas: Juntos Hacemos Historia (Morena, PT y PVEM) y Frente Amplio por México (PAN, PRI y PRD), principales opciones a elegir, que en el discurso han sido calificadas con diferentes dicotomías: izquierda-derecha, progresistas-conservadores, liberales-populistas, autoritarios-demócratas o simplemente Chairos y Fifís.
Al analizar la crisis de los partidos (UNAM, 2005), Octavio Rodríguez Araujo indica que éstos fueron los que iniciaron su propia crisis al asumir como posición fundamental lo que denomina “el pragmatismo utilitario electoral”, que consiste en ganar votos y (con ellos) obtener cargos y posiciones, al margen de principios, programas y proyectos.
Además de la despartidización, en los últimos años el votante mexicano ha experimentado una mayor ideologización, señala el politólogo Alejando Moreno Álvarez al analizar el cambio electoral a partir del voto y las encuestas (FCE, 2018).
Desde el punto de vista de este investigador del ITAM, recientemente se ha hecho más común la utilización de la terminología izquierda-derecha, al grado incluso de que “lejos de estar bajo peligro de extinción, las orientaciones ideológicas amenazan con arrebatar a la identificación partidista su sitio como principal influencia del voto”.
Pareciera que la ideologización del electorado también ha provocado una mayor polarización política. De hecho, al observar los datos analizados por Moreno (en las elecciones de 2000, 2006 y 2012), se aprecia claramente que la distribución de los votantes en el gradiente ideológico presentaba un notable movimiento centrífugo. Dicho de otra forma: el electorado centrista se fue desvaneciendo cada vez más, distribuyéndose la mayoría de los votantes en ambos extremos del gradiente ideológico.
Aquella profecía académica que hablaba del “fin de las ideologías” (Daniel Bell, 1960 y Francis Fukuyama, 1989), aún con la desaparición de la URSS y la crisis del comunismo, no se cumplió y, por el contrario, “el árbol de las ideologías siempre está reverdeciendo”, como afirmaba Norberto Bobbio (1909-2004).
La distinción entre derecha e izquierda existe todavía, decía Bobbio, y no sólo, como ha dicho alguien en broma, en las señales de tráfico. Arrecia de una manera que parece hasta grotesca, en los periódicos, en la radio, en la televisión y en las benditas redes sociales. En México, actualmente, vivimos una lucha ideológica entre Chairos y Fifís.