#INTERMEDIOS

Insultando al mensajero

Los discursos de odio contra periodistas están al alza en el mundo, México no es la excepción y al menos una vez por semana amanecemos con una nueva víctima de este tipo de violencia. | Mireya Márquez Ramírez

Escrito en OPINIÓN el

Los discursos de odio contra periodistas están al alza en el mundo, especialmente en entornos digitales. México no es la excepción, y al menos una vez por semana amanecemos con una nueva víctima de este tipo de violencia. En las últimas semanas, por ejemplo, fue Anabel Hernández quien recibió la andanada de odio e insultos por su artículo en DW, incómodo para la 4T, que ligaba al cártel de Sinaloa con la campaña presidencial de AMLO en 2006. Carmen Aristegui es otra víctima recurrente, especialmente cuando osa dar cabida a reportajes que se perciben contrarios a los intereses del Presidente, como la “Casa Grisdel hijo de AMLO. O si miramos más allá de la política, está el caso Marion Reimers, comentarista deportiva que ha denunciado la violencia digital por razón de género de la que es blanco frecuente. 

Sin duda, estos periodistas son algunos de los rostros más visibles de un fenómeno más complejo y generalizado, pero también muy silencioso. Las agresiones no son privativas de los periodistas de investigación, de los de alto perfil, o de las mujeres periodistas, si bien ellas tienden a recibir los mensajes de odio más persistentes, virulentos y peligrosos. Se trata ya de la agresión más expansiva contra los comunicadores. Una encuesta aplicada en 2022 por un consorcio de investigadores encontró que los discursos de odio son el tipo de agresión más comúnmente experimentada por los periodistas en México: alrededor del 75% de los encuestados ha sido víctima al menos una vez, y un 20% lo ha sufrido con frecuencia. El porcentaje es ligeramente mayor en la capital del país, donde ocho de cada diez periodistas han sido alguna vez afectados por discursos de odio. 

Paralelamente las agresiones ubicadas en segundo y tercer lugar de recurrencia entre los encuestados son la descalificación pública del trabajo periodístico y el cuestionamiento a sus principios morales. ¿Pero por qué poner estos tres asuntos en un mismo costal? Así lo sugiere la evidencia: los datos de nuestra encuesta muestran que esos tres tipos de agresión están altamente correlacionados, lo que sugiere que quienes experimentan discursos de odio normalmente experimentan también descalificación pública. También lo muestra el estudio de caso del International Center for Journalists (ICFJ), que rastreó mediante modelos de lenguaje natural los discursos de odio en X (antes Twitter) contra la periodista Carmen Aristegui. Uno de los hallazgos del estudio es que la mayoría de los mensajes tenía dos objetivos: desacreditar su trabajo periodístico y humillarla en lo personal, además de estar acompañados por espionaje y acecho. No resulta sorprendente que el pico de agresiones haya ocurrido tras dar visibilidad a los reportajes de la Casa Gris.

Ya hemos dicho antes en esta tribuna que muchos medios pueden volverse parte del problema al amplificar y capitalizar los propios discursos de odio ––xenofobia, misoginia u homofobia— por el clickbait o para favorecerse políticamente. Al hacerlo, dañan el prestigio del periodismo crítico genuino y socavan los estándares de la profesión. Bajo el argumento de que los medios son actores de poder político en sí mismos, habrá quien minimice los hechos y diga que los periodistas se lo buscaron, o en el mejor de los casos, que son gajes del oficio y que hay que “aguantar vara”. 

Pero recordemos que individualmente, los periodistas no son los medios, por lo que están más expuestos y vulnerables al riesgo, que suelen enfrentar en soledad. La mayoría experimenta en silencio su angustia y temor, sin la red de apoyo solidario que surge ante casos más conocidos. ¿Qué periodistas están más propensos a ser las víctimas más frecuentes de discursos de odio? Gracias a la encuesta nos es posible esbozar un perfil de riesgo. Los modelos de regresión estadística sugieren que los predictores más significativos, es decir, los factores de riesgo más asociados con sufrir discursos de odio frecuentemente son multifactoriales. El predictor más fuerte es pertenecer a un grupo cultural o minoría sexual, seguido por aquellos periodistas que valoran como función el brindar información para la formación de opinión pública. Asimismo, son más propensos aquéllos que tienden a justificar la práctica de producir contenidos publicitarios disfrazados de información periodística; quienes trabajan para un medio televisivo; quienes cubren temas de seguridad y justicia; y quienes viven en entidades del país con mayor grado de polarización social según el Coneval. En contraparte, ¿sabe quiénes experimentan menos discursos de odio? Aquéllos que consideran que las relaciones públicas influyen en su trabajo.

¿Qué significan estos resultados? Que los factores de riesgo más fuertes están asociados a la identidad minoritaria de los periodistas, especialmente aquéllos pertenecientes a la comunidad LGBTTI+. Es decir, como que son sujetos en el mundo, comparten y experimentan el mismo tipo de riesgo que las minorías sexuales en la sociedad. Pero también hay una segunda capa ligada a la posición y naturaleza de su trabajo. Sólo una tercera capa está ligada a funciones y prácticas que creen importantes o justificadas en su profesión. O sea, sufren violencia ocupacional: por hacer lo que hacen, no por pensar lo que piensan. 

Además, confirmamos que los discursos de odio forman parte de un repertorio más amplio de riesgo. Los insultos y el odio van de la mano con la descalificación pública de su trabajo, amenazas o intimidaciones directas, e incluso, con otro tipo de ataques físicos (tal y como encontró el estudio sobre Aristegui). Se trata de periodistas altamente afectados en su salud física y mental, y preocupados por la impunidad ante estas agresiones. Pero eso parece no importar mucho. Dicen sus hoy detractores (antes defensores) que a Carmen Aristegui no se le odia, sino que simplemente se le critica y cuestiona por “sus infundios”. En teoría, insultar (a la persona) y descalificar (al trabajo) serían polos opuestos, y deberíamos preferir enfocarnos en la crítica racional al trabajo y no en los insultos emocionales a la persona. Pero en la práctica la evidencia indica que insultos y descalificación van de la mano, y que la apreciación sobre la calidad del periodismo, la exactitud de los hechos o la credibilidad en los hallazgos de los reportajes estarían dados no por los métodos del periodista, sino por las creencias de la audiencia sobre quien las emite. De cara al periodismo de calidad, podemos y debemos cuestionar los métodos periodísticos, pero nada justifica los insultos, y menos las amenazas, el acoso y la persecución.

Mireya Márquez Ramírez

@Miremara