Al escuchar “Mediterráneo” (1971), de Joan Manuel Serrat, es inevitable imaginar un mar que llegó a ser lo suficientemente calmo y cálido para impulsar el desarrollo de grandes civilizaciones miles de años atrás. Una década después de componerla, Serrat escribió una canción que complementó a ésta dedicada a sus días en el exilio. Como si se tratara de una premonición, o fruto de una sensibilidad para percibir cambios en el medio ambiente, en “Plany al mar”, o Lamento al mar (1984), el mediterráneo seguía siendo la “cuna de vida, ruta de sueños y de culturas”, pero también se había convertido en “una cloaca” y “un basurero” que iba y venía “sin parar”. Para el músico catalán parecía inconcebible que se le envenenara y su “abundancia” y “belleza” fueran a morir.
La realidad que hoy vive la población asentada en el mediterráneo, me refiero específicamente a la comunidad valenciana, supera a la tragedia medioambiental augurada por Serrat. Sin embargo, este Lamento nos recuerda que la “ignorancia”, “imprudencia”, “inconsciencia” y “mala fe” son la mezcla perfecta para generar catástrofes, como la que se desencadenó en varios municipios de la provincia de Valencia. Al igual que ha sucedido en latitudes donde se vivieron desastres similares, su población ha exigido respuestas ante la negligencia con que sus gobiernos actuaron antes, durante y después del paso de la DANA. Se acepta que el fenómeno natural era inevitable, pero se acusa que la catástrofe podía prevenirse. Una sentencia que comparte la comunidad científica en sus diferentes áreas.
Investigadores como Gilberto Romero y Andrew Maskrey, coinciden en que es necesario enfatizar que los desastres no son provocados por la naturaleza, sino que se producen al correlacionarse con “condiciones socioeconómicas y físicas vulnerables”, sobre las cuales el ser humano tiene gran responsabilidad. Asimismo, Dolores Lorenzo, Miguel Rodríguez y David Marcilhacy señalan que, si bien estos son capaces de afectar la cotidianidad, hay acontecimientos excepcionales e inesperados –las catástrofes– que transforman intensamente, y por mucho tiempo, las dinámicas de la vida social, económica y política de una comunidad, de forma tal que la población debe buscar mecanismos para restaurar ese orden.
Lo sucedido en Valencia superó al desastre natural. A todas luces es una catástrofe provocada por la negligencia que raya en lo criminal. Las palabras son fuertes, pero los hechos contundentes. Aunque España se encuentra entre las economías más grandes de la Unión Europea, parece claro que un nivel de vida más estable no es suficiente para garantizar condiciones de seguridad a su población. La responsabilidad es compartida e implica analizar hasta qué punto se han respetado los proyectos de planificación urbana, cuántos recursos se han empleado para construir obras hidráulicas y activar programas de protección civil, o qué tan comprometidas han estado las autoridades y los empresarios para prevenir los desastres y, sobre todo, hacer frente al cambio climático. Varios artículos analizan con detenimiento estas variables. Lo que quiero destacar es que todo ello resulta esencial para dar cuenta de que aún estamos lejos de aprender sobre las lecciones del pasado y que es urgente observarlas con detenimiento si deseamos crear un hábitat acorde a los cambios drásticos que está atravesando el planeta y que vendrán con más fuerza.
La gestión de esta inundación, la más intensa del siglo en Europa, prueba que estamos más cerca de normalizar los desastres que de aprender sobre ellos, pues muestra la indiferencia con que una parte de la humanidad suele percibir a las catástrofes, al catalogarlas como acontecimientos aislados. Apenas en abril, después de que Carlos Mazón, presidente de la Generalitat Valenciana, eliminara la Unidad Valenciana de Emergencias, Juan Bordera, diputado y experto en cambio climático, reprochó al político su decisión llamándolo un “negacionista” de la emergencia climática que pasaría a la historia por recortar ese presupuesto en tiempos cruciales y priorizar intereses empresariales. En una entrevista reciente, Bordera señaló que, si bien no podía preverse la magnitud de la DANA, pues la temperatura del mediterráneo ha incrementado aceleradamente, es claro que las muertes, desapariciones y pérdidas materiales fueron producto de una negligencia “criminal” del gobierno, en diferentes escalas. Desde mi perspectiva, el gobierno central, los empresarios y los monarcas también son responsables por diferentes razones que irán señalándose e increpándose con los días. Entre tanto, las víctimas, los medios de izquierda y la sociedad organizada deben ver en este hecho un llamado de atención para fortalecer la resistencia contra el modelo económico que nos ha llevado a esta debacle y que implica cuestionarnos, tal cual señala Bordera, cómo comemos y producimos, cómo nos movemos y cómo y dónde construimos.
El pasado puede ofrecernos respuestas en la medida en que valoremos la relación que las sociedades han entablado con los fenómenos naturales. Es decir, si atendemos a cómo se ha transformado nuestra capacidad para entender a la naturaleza; y si aprendemos de la experiencia para adaptarnos, trascender y recuperarnos de estos episodios intempestivos, en aras de diseñar medidas de prevención a largo plazo. Por lo pronto, El Plan Sur, un megaproyecto construido después de la inundación de 1957 en la misma región de Valencia, no sólo evitó que la inundación alcanzara mayores proporciones, sino que ha recobrado el valor social de las obras hidráulicas que no suelen privilegiarse por los gobiernos, pero que muchos valencianos ahora reconocen como imprescindibles.
Ángela León Garduño*
Es doctora en Historia Moderna y Contemporánea por el Instituto Mora. Especialista en historia de la pobreza y la asistencia social. Autora del libro Para contener los males de la pobreza. El sistema de beneficencia durante el segundo imperio mexicano, publicado en 2024 por el INEHRM y el Instituto Mora. Actualmente es profesora en la Universidad Autónoma del Estado de México.