EXCMO. SR. PDTE. DON ENRIQUE PEÑA NIETO / DOMICILIO DESCONOCIDO, CIUDADANÍA INCIERTA
Muy Exangüe Desertor de la Escena Nacional:
Si me promete no contárselo a nadie, voy a iniciar estas líneas con una confidencia: con la pena, pero a veces pienso que vivo en un país de segunda. O sea, siento –más que pensar--, que México no es un país serio, que vive atado a sus complejos, cautivo en sus vicios, atrapado en el tercermundismo, condenado al subdesarrollo, ahogado en la mediocridad, engarrotado en sus contradicciones, y por encima de todo, falto de ambición y de grandeza.
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Tal vez a Vuestra Gracia le sucedió lo mismo pues, después de ejercer como mandamás de la nación, tras ser calificado como el salvador del sistema (hasta la revista Time publicó su foto en portada con el titular “Salvando a México”), luego de recibir millones de porras y billones de halagos, se resolvió a mudar de país y de continente, sin dar razones, sin avisar a nadie, un acto de escapismo reprobable, con el tufo inconfundible no de la derrota, pero sí de la huida vergonzante.
Ha de ser difícil vivir lejos de los reflectores, de las caravanas, de los apapachos y de la hora que uno pone y dispone, según dice la conseja que es privilegio de los presidentes. Ha de ser arduo no poder salir a la calle, comer en un restaurante, ir de compras, pues hasta acá han llegado las noticias de que lo increpan y lo insultan apenas aparece en público. Ha de ser rudo permanecer dentro de una burbuja, por más deleitosos que sean sus placeres, por más lujosas que sean sus jornadas, por más dorado que sea su exilio.
Y ni modo de quejarse. Fue Vuestra Desgracia la que escogió ese destino, eso sí, después de desgraciar al país con el fracasado Pacto por México, la masacre de Tlatlaya, la corrupción endémica de los gobernadores (casos Borge, Yarrington, Moreira, y Duarte por partida doble), los 43 desaparecidos de Ayotzinapa, el escándalo de la Casa Blanca, la estafa maestra de Rosario Robles, el gasolinazo del 2017, los sobornos de Odebrecht, el fraude de Agro Nitrogenados, el tiradero que dejó en los trenes de Toluca y de Querétaro, y el fiasco mayor, el inicio a destiempo del aeropuerto de Texcoco, desatinos y tropiezos que no pudieron ocultar ni los 60 mil millones de pesos que se gastó su gobierno en comunicación social.
Mas no era mi intención leerle la cartilla, ni reclamarle su paupérrima actuación en el puesto de mando: eso ya lo hizo la ciudadanía, cuando lo despidió del cargo con el más bajo índice de aprobación en la historia de México, un oprobioso 22 por ciento. Más bien, quería comentarle lo mal que me sentí en un reciente viaje que efectué a Turquía, país conflictivo si los hay, repleto de tensiones raciales, copado por los refugiados sirios, con una profunda crisis económica y una inflación del 50 por ciento, y con un gobierno retrógrada y abusivo, que no vacila en meter a la cárcel a sus opositores por “insultar al presidente”.
Pues en esa jungla de contradicciones, tengo que confesar que un par de veces sentí mucha envidia, y no de la buena, por la visión que tienen en Turquía de su propio futuro, su fe inquebrantable de estar destinados a ser una potencia mundial (europea ya lo son), y los proyectos que han concretado con ese objetivo. Eso me obliga a entrar en el odioso ejercicio de las comparaciones, pero ni modo. Ahí le van los datos.
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La primera frustración fue descubrir que desde la ciudad donde vivo, Cancún, pero también desde la Ciudad de México, la mejor opción para llegar, tanto en costo como en horas de vuelo, es su aerolínea nacional: Turkish Airlines. Tienen a la semana ¡once vuelos directos!, sin escalas, en aviones de cabina ancha, lo cual significa que transportan cada año en esa ruta unos ¡143 mil pasajeros!, en su inmensa mayoría mexicanos. Hacer el recorrido por Aeroméxico o por cualquier línea europea, lo chequé a detalle, consumía el doble de horas y costaba casi el doble de dólares.
No le diré que fue un vuelo placentero –-trece horas dentro de esas latas voladoras nunca lo son--, pero el servicio es eficiente y amable y, si uno puede darse el lujo de pagar business, hay que apuntar que Turkish siempre figura en la lista de las diez mejores aerolíneas del mundo (Aeroméxico, nuestra mejor carta, no está ni en las primeras cincuenta).
Ya en tierra, picado por la curiosidad, encontré las siguientes pistas. A principios de siglo, Turkish Airlines era una aerolínea modesta, con poco más de 50 aviones, cuando Aeroméxico tenía algo más, pero en 2003 el consejo de administración decidió hacerle la competencia a las compañías europeas, de modo que duplicaron la flota en cinco años, y la volvieron a duplicar, y la están duplicando de nuevo. No fue una decisión de negocios: fue ambición pura. Hoy tienen 330 aviones (más que British, que Air France, que Iberia, que Japan Airlines, y más del doble que Aeroméxico), y vuela a más destinos que ¡cualquier aerolínea en el mundo!: 52 nacionales y 261 internacionales, llegando sin escalas a los cinco continentes. Si ese dato no lo conmueve, déjeme agregar que es la aerolínea que atiende más destinos en África (59), en Asia (82), ¡y en Europa! (102), en donde se da el quién vive con el mastodonte europeo, la alemana Lufthansa.
Mas el dato sorpresa que me dejó perplejo es que se trata de una…¡empresa del gobierno! Un banco oficial, el Fondo Turco para el Bienestar (así se llama, aunque no me lo crea), encargado de respaldar todas las empresas que tienen importancia estratégica para Turquía (minas, sector financiero, tecnología), es el propietario del 49 por ciento de las acciones, mientras el otro 51 se cotiza en bolsa y está repartido entre docenas de miles de tenedores. Con todo, el CEO de la compañía, Bilal Eški, un técnico en mantenimiento que ascendió toda la escalera hasta la sala del Consejo y que conoce las entrañas de la empresa, pudo reportar a sus accionistas una ganancia neta de cuatro mil millones de dólares en 2023, pero un limitado reparto de utilidades, pues la aerolínea tiene un plan de expansión que la llevará en 2033 a duplicar su flota (800 aviones), a duplicar sus pasajeros (170 millones) y a aumentar muy poco sus destinos, tan solo a 400, pues casi no hay rincón del mundo donde no vuele ya.
Desde luego, Turquía tiene la ventaja de estar situada en lugar estratégico entre dos continentes, Asia y Europa, y muy cerca de un tercero, África. Pero la pregunta es: ¿no tiene México esa misma ventaja? ¿No comparte frontera con el país y el mercado de viajeros más poderosos del mundo, Estados Unidos? Si desde Cancún hay vuelos directos a más de cien ciudades de Estados Unidos, ¿por qué dejamos que todo el flujo lo acaparen las compañías americanas? Y más aún, si estamos a medio camino, ¿por qué todos los viajeros de América Latina llegan a ese país vía Los Ángeles o Miami? ¿O por qué vemos impávidos que una sola aerolínea, American Airlines, cubra 30 destinos diferentes en el Caribe, cuando nosotros estamos más cerca y sólo llegamos a dos?
La otra frustración que me llevé en el viaje –y creo que Vuestra Molicie coincidirá conmigo–, fue cuando aterricé en el aeropuerto de Estambul, aunque esta segunda decepción fue acompañada de una tercera y de una cuarta, todas en un lapso de 24 horas. Resulta que después de tocar tierra, el avión maniobró durante diez o quince minutos por un laberinto de carriles de rodamiento... ¡y es que el aeropuerto es inmenso! Cubre unas siete mil 500 hectáreas (contra las cuatro mil 400 que tenía Texcoco y las esqueléticas mil 500 que tiene Santa Lucía), recibe 70 millones de pasajeros, pero tiene capacidad para 150 (el triple que el AICM, el doble que alguna vez tendrá el AIFA), y tiene todas las comodidades de las terminales modernas: separación de flujos, terminales de carga, distribución automatizada de equipaje, espacios más que sobrados, buenas vías de comunicación (incluido el Metro).
Más el coraje mayor me lo llevé al día siguiente porque, para volar de Estambul a Izmir, tuvimos que cambiar de aeropuerto. ¡Oh, sorpresa! Tanto la terminal alterna de Estambul, que está en el lado asiático y se llama Sabiha Gökçen, como el aeropuerto de Izmir, tienen instalaciones que a primera vista se antojan superiores a los de cualquier aeropuerto mexicano, incluidos Cancún y Tijuana, de alguna manera nuestras credenciales más presentables.
¿Cómo es que un país problematizado como Turquía ha logrado desarrollar una red de aeropuertos de calidad mundial? ¿O, me enteraría más tarde, un enjambre de carreteras y autopistas muy superior al de México? ¿Y cómo es que pusieron a Turkish Airlines en la ruta de convertirse en una de las aerolíneas más potentes del globo? Me temo que la respuesta, que a lo mejor Vuestra Astucia no alcance a comprender, tiene que ver con eso que llaman capitalismo de cuates: dejar que los socios compren los terrenos de al lado, pedir moche por cada permiso, otorgar concesiones amañadas, hacer arreglos en lo oscurito, nadar de muertito en el mar de la corrupción. No se haga: eso es lo que nos tiene postrados.
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Hace casi cincuenta años su partido político y su entonces presidente, José López Portillo, presentaron a la nación un Plan Básico de Gobierno, que en uno de sus incisos señalaba que “es impostergable la construcción de un nuevo aeropuerto en el área metropolitana de la Ciudad de México”. No sé qué entienda el gobierno por ‘impostergable’, pues postergaron medio siglo la decisión, coqueteando con varias ubicaciones diferentes (Tizayuca, Zumpango, Atenco), hasta que su gobierno propuso Texcoco, sin duda un pésimo lugar y una iniciativa fuera de tiempo, lo que se llama un fiasco anunciado, pues en el país de la no continuidad quedó a merced del capricho de su sucesor.
La 4T lo canceló, a un costo endemoniado, alegando que ocultaba ese pegajoso mar de corrupción, pero nunca señaló ni castigó a los corruptos (otra forma de corrupción), tal vez porque la lista incluía a varios cuates del nuevo régimen, a quienes luego se buscó la forma de compensar. Lo cierto es que la fórmula sustituta, una red que abarca el AICM, el AIFA y Toluca, no solo ha dado un pésimo resultado, sino que ya condenó a la capital del país a no tener transporte aéreo de calidad por muchas décadas.
No más por eso fue frustrante recorrer Turquía, aunque debo añadir que la visita a los sitios arqueológicos, el contacto con culturas milenarias, y el trato cálido y travieso de los turcos, convirtieron el enfado en una experiencia deleitosa. Al regreso, sin embargo, fue inevitable pensar qué le pasa a México y llegar a la indignante conclusión de que no somos, para nada, un país de segunda, ni tenemos complejos, ni somos mediocres, ni estamos engarrotados, pero sí, como castigo bíblico, hemos tenido medio siglo de gobiernos de tercera, ahora de cuarta y siempre de ínfima categoría, sin ninguna ambición (como no sea la de llenarse las alforjas), sin la más mínima convicción, sin la más remota visión de grandeza.
En su segundo informe, su malogrado antecesor y colega de partido, el ya citado José López Portillo, dijo a la letra: “Lo peor que le puede pasar a México es convertirse en un país de cínicos”. No está mal la frase para grabarla en piedra, sobre todo viniendo de un presidente que permitió a su mujer viajar por el mundo con un piano de cola en su equipaje, que presumió de su nepotismo nombrando a su hijo subsecretario, que designó a su amante secretaria de Estado, que confesó nunca haber pagado los 100 millones que le prestaron para construir su casa (la Colina del perro), y que lloriqueó con toda hipocresía cuando se iba por no haberle cumplido a los pobres.
No sé si a Vuestra Lejanía le quede ese saco, pero abona a esa versión que se mantenga esquivo y oculto (excepto sus fugaces apariciones en la revista Hola!), que ofrezca tan patéticas explicaciones sobre su exilio (“me fui para no estorbar”), que no tenga las agallas para defender su régimen (aunque sea con mentiras), y que muestre esa actitud entre displicente y arrogante, como queriendo decir ‘ese no es mi pato’. Por lo demás, creo que está bien correspondido: a pesar del desorden que impera en el país, aquí nadie parece extrañar a Enrique Peña Nieto. Así que, si algún día tiene la peregrina ocurrencia de regresar, no eche en saco roto este aviso justiciero de