EXCMO. MTRO. DON DANIEL COSÍO VILLEGAS CREMA Y NATA DE LA INTELECTUALIDAD
Muy Arisco y Muy Ceñudo Caballero:
Antes de que se ponga hosco y refunfuñón, según es su costumbre, déjeme sobarle un poco el ego. Dada su proverbial vanidad, no se molestará si le digo cuánta falta nos hacen sus filosos juicios y sus descarnados comentarios en el México de nuestros días. Tampoco se vaya a marear, pero andamos escasos de talentos probados que, como es su caso, sean capaces de convertir ideas luminosas en proyectos concretos.
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Los intelectuales de esta hora, siento darle tan mala noticia, se han convertido en genuinos rock stars: salen diario en televisión, escriben en el periódico, son adictos a las redes sociales, litigan en X y en Facebook, y se asumen como sabelotodos, pues lo mismo opinan de la gimnasia que de la magnesia. Además de adictos a la fama, son buenos para la lana, pues no sienten ningún empacho en hacer jugosos negocios al amparo de su influencia.
Qué gran contraste con los hacedores de cultura de su época quienes, desde un austero cubículo, arrastrando el lápiz, analizaban con rigor la problemática del país. Las nuevas generaciones, no se me vaya a enfadar, ignoran por completo que con tan modestas herramientas Vuestra Obstinación logró abrir en la UNAM la Escuela Nacional de Economía (hoy Facultad), creó el Fondo de Cultura Económica (hasta hoy, la más sólida editorial mexicana), fundó el Colegio de México, y aún se dio tiempo para coordinar la colección enciclopédica “Historia moderna de México”, un retrato en muchos tomos, tan detallado como indispensable para comprender la Reforma y el Porfiriato.
Son huellas que han perdurado y siguen vigentes. Ahora que hago cuentas, reparo en que fue hace medio siglo cuando nos abandonó, pues Su Ilustrísima salió de este mundo y pasó a mejor vida a principios de 1976, en las postrimerías del sexenio de Luis Echeverría. Menciono este dato porque, unos años antes, había publicado dos libros polémicos, “El sistema político mexicano” y “El estilo personal de gobernar”, donde le tundía duro y sabroso al aparato priísta, que ahora sabemos se empezaba a derrumbar, y también al presidente, que se había atolondrado con sus poses de líder tercermundista.
Su infausto deceso le impidió ver el final de ese sexenio, que terminó muy mal.
Echeverría, a quien Usía señaló como locuaz, a la postre se tornó abusivo e imprudente. En julio promovió el despojo del periódico Excélsior, en septiembre devaluó el peso (acabando con décadas de paridad cambiaria), y en noviembre, diez días antes de entregar el mando, expropió unos latifundios en Sonora. Obvio, se armó la gorda, o para decirlo con más elegancia, se intensificó la crisis que ya veníamos arrastrando desde el sexenio de Díaz Ordaz, cuando el gobierno se quedó sin argumentos y respondió a las protestas estudiantiles con la matanza de Tlatelolco.
Tampoco abonaron a la paz social, tan preciada en aquella época, las mini-crisis de ese sexenio: la masacre del jueves de Corpus, el asesinato de Eugenio Garza Sada, el inicio de la Guerra Sucia. Era difícil verlo entonces, pero el sistema que Vuestra Agudeza calificó como una ‘monarquía sexenal hereditaria’ había entrado en franca descomposición.
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Para quienes nacimos a mediados del siglo XX, Su Ilustrísima, esos dos cataclismos, Tlatelolco y Echeverría, se sitúan al inicio de nuestro despertar político. De manera un tanto abrupta, nos enteramos de que el gobierno estaba dispuesto a matar antes que a dialogar, y que el mando no estaba sujeto a la ley, sino a un individuo que actuaba como monarca. Nunca imaginamos, mire qué distraídos, que esas dos crisis consecutivas no eran más que el principio del despeñadero.
Yo no pude votar en 1970, pues me faltaban unos meses para la mayoría de edad, y no quise votar en el 76, ya que había un solo candidato, López Portillo, y me pareció ridículo participar en la farsa. Como Voacé ya no se contaba entre los vivos, déjeme le cuento que ese sexenio también terminó en desastre: entre el petróleo y el dispendio la economía se enredó, no pudimos pagar la deuda externa, los capitales volaron a puerto seguro, y el gobierno respondió con un despropósito, al nacionalizar la banca y robarse los ahorros de muchos mexicanos (los mexdólares). Sumadas a las anteriores, otra crisis: cero y van tres.
El siguiente sexenio, Miguel de la Madrid, fue de crisis permanente. El peso se devaluó ¡todos los días! (flotación, le decían: pasamos de 70 pesos por dólar a tres mil), la inflación se disparó (150 por ciento anual), la pobreza se multiplicó y el PRI se partió en dos, con la salida de la Corriente Democrática, preámbulo de su derrota. A eso, que ya es mucho, hay que sumar la incompetencia y mediocridad para manejar las consecuencias del sismo de 1985. Cero y van cuatro…
La siguiente carta de la baraja: Salinas de Gortari. Bajo la sospecha de fraude electoral, llegó presumiendo que él sí sabía cómo, y terminó con el Ejército Zapatista sublevado en Chiapas, su candidato presidencial (Colosio) y su secretario del PRI (Ruiz Massieu) asesinados, las grandes empresas del gobierno en manos de sus cuates y un desprestigio personal que le impide incluso salir a la calle. Cero y van cinco…
El sucesor obligado, Ernesto Zedillo, no esperó el fin de sexenio para tener su propia crisis: el error de diciembre desfondó la economía y la pobreza alcanzó a más millones de mexicanos. En forma paralela, Zedillo metió a la cárcel al hermano de Salinas, lo cual no ayudó en nada a la imagen de la monarquía hereditaria. Ningún partido político, por invencible que sea, puede aguantar tanto vapuleo y, en el 2000, el PRI perdió las elecciones. Cero y van seis…
No sé si el remedio, Su Eminencia, resultó peor que la enfermedad. A Los Pinos llegó Vicente Fox, un ranchero ignorante y bravucón, para colmo dominado por la mujer, que no supo o no quiso cumplir con sus promesas de campaña: cárcel a los corruptos, justicia en el Fobaproa, pacificación de Chiapas. Al final hizo alianza con la maestra Elba Esther, perdonó el Pemexgate, convirtió a los gobernadores en reyezuelos, no pudo poner candidato y por poco pierde la elección. Cero y van siete...
Felipe Calderón tampoco esperó el fin de su mandato: al arranque, disfrazado de comandante en jefe, declaró la guerra contra los narcos, pero los cárteles le salieron respondones y las muertes violentas se dispararon (nunca mejor dicho). Gobernando al alimón con el PRI, el descuido de la economía se tradujo en más millones de pobres y, con AMLO como mosquito zumbador, perdió el control de su partido, no pudo imponer candidato y le dieron una paliza en las elecciones. Cero y van ocho…
El régimen siguiente, de Peña Nieto, no estuvo caracterizado por la corrupción, sino por el saqueo descarado. Guapetón, frívolo, pachanguero, el favorito de Televisa no se tomó en serio la economía, y menos la contención de la violencia, cuando el propio Estado orquestó y encubrió la matanza de Ayotzinapa. Para cerrar con broche de oro abandonó a su partido, hizo un pacto de impunidad con su peor enemigo (luego su protector), y se fue a un exilio dorado, cambiando de novia de vez en cuando. Cero y van nueve…
Las calamidades del gobierno de Andrés Manuel son tantas que se parecen a las plagas bíblicas: 800 mil muertos por el coronavirus, 200 mil homicidios dolosos, más de 50 mil desaparecidos, destrucción del sistema de salud (desabasto de medicinas, niños con cáncer, fracaso del Insabi), gobernadores narco sospechosos e improvisados, desprecio abierto por la ley. Final apoteósico, con porras y fanfarrias, pero en búnkers tapiados con planchas de acero, protegidos por los antimotines. Y encima, preparativos visibles para instituir un maximato. Cero y van diez…
El sexenio que corre, ocupando Palacio la primera presidenta, Claudia Sheinbaum, tampoco esperó para gestionar su crisis. Por convicción o por cálculo, pero con la complacencia de Palenque, el régimen compró a la mayoría en el Congreso, desarticuló al poder judicial, eliminó a la Corte, anuló de facto la Constitución y barrió con la poca soberanía que quedaba en los Estados. No importa si este régimen tiene buenas ideas y nobles intenciones: Sheinbaum anuncia día con día programas novedosos, pero caen en el vacío, pues todo mundo está pendiente de la crisis constitucional, del despropósito de elegir jueces, de la guillotina a los organismos autónomos y de un desorden nacional de pronóstico reservado. Así es imposible organizar, pacificar, crear riqueza, progresar. Con todo el poder, el gobierno en turno puede mandar, pero no puede gobernar. Tal vez se torne despótico (hay quien piensa que ya lo es), incluso tiránico, pero ya tiene asegurado que estará en crisis lo que resta del sexenio. ¡Cero y van once!
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Fíjese pues, Vuestra Lumbrera, lo que le tocó vivir a mi generación: ¡cincuenta años de crisis! Unas económicas, otras políticas, otras ambientales, otras sanitarias, otras de confianza, otras de imagen, otras de gobernanza, pero todas acumulativas y perniciosas, al grado que no sería exagerado afirmar que en esas cinco décadas no sólo no avanzamos, sino que tuvimos un franco retroceso. Dígame Usía si me equivoco: ningún problema serio del país como la pobreza, la desigualdad, la salud, la educación, la legalidad o la violencia, se ha podido resolver a satisfacción, o al menos contener con eficacia, ¡en medio siglo!
Los jilgueros del régimen suelen llenarse la boca al decir que somos la economía número doce del mundo. Como gurú de los economistas, Su Eminencia debería advertirles que eso no es cierto, pues lo que cuenta para medir el bienestar es el ingreso per cápita, y en ese renglón estamos del cocol: en el lugar 66, por atrás de países diminutos e inviables (islas del Caribe como Trinidad y Tobago, como Aruba, como Curazao), de otrora repúblicas bananeras (Costa Rica, Panamá), de los 40 y tantos países de toda (incluyendo satélites de la órbita soviética, como Letonia, Estonia y Lituania), y de naciones hermanas de América Latina, como Chile y Uruguay.
¿Qué nos pasa, Su Amargura? ¿Hemos perdido la brújula? A lo mejor por eso siempre se mostraba huraño y pesimista al constatar que, pudiendo ser mucho como país, somos tan poco. Hasta dan ganas de irse a vivir a un país aburrido, de esos donde no pasa nada, con gobiernos que se limitan a administrar el patrimonio con honradez, a partir de lo que tienen, sin destruir el pasado y reescribir la historia.
¿Será que estamos condenados por la providencia? México me recuerda el mito de Sísifo, a quien los dioses griegos impusieron un castigo eterno: tenía que cargar una pesada piedra hasta la cima de la montaña pero, al depositarla ahí, la roca rodaba sin remedio hasta el fondo, y Sísifo, frustrado y exhausto, repetía a perpetuidad la inútil penitencia. No sé si eso aplica a nuestro caso, pero cada sexenio como que vamos librando algún escollo y, como una maldición, una crisis destruye el avance y hay que volver a empezar.
¿Por qué no nos echa una mano? Deje por un rato sus ocupaciones en ultratumba y dedíquele un poco de eternidad a iluminar a nuestros líderes, a ver si al fin entienden que este país no va a cambiar por decreto, y que no se puede construir nada sólido a partir de tanto caos. Piénselo y me avisa. Mientras tanto, reciba un afectuoso abrazo desde este país que tanto se parece al paraíso, mas siempre en manos de gobiernos que nos recuerdan que sí existe el infierno, de acuerdo con el sexenal y disparatado diagnóstico de