El reciente triunfo de Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos representa un fenómeno político que se ha vuelto común a nivel global. En los últimos años, hemos sido testigos de victorias de líderes que promueven un discurso antisistema, nacionalista y, a menudo, polarizador y que han captado el respaldo popular, desplazando a opciones políticas tradicionales.
Los candidatos populistas triunfan, en buena medida, por su capacidad para conectar emocionalmente con un electorado que se siente marginado o desencantado. En tiempos de crisis económica, inseguridad y desconfianza en las instituciones, los populistas presentan soluciones directas y simplistas, en contraste con los candidatos tradicionales que suelen mantener un enfoque técnico y que, a juicio de millones, no han dado resultados. Trump ha logrado captar el sentimiento de frustración de millones de estadounidenses que consideran que el sistema los ha dejado atrás.
Otro factor clave es la habilidad de los populistas para crear un enemigo común. Trump ha utilizado retóricas de confrontación que señalan a migrantes, élites económicas y medios de comunicación como culpables de los males del país. Esta narrativa genera un sentido de unidad entre los votantes que buscan a alguien que los represente en contra de estos enemigos. Esto es un patrón que también se observa en líderes como Viktor Orbán en Hungría, quien ha utilizado una retórica antiinmigrante para consolidar su poder.
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La victoria de Trump tiene sus paralelos en otras naciones. En El Salvador, por ejemplo, Nayib Bukele ha consolidado un régimen de control con un enfoque de seguridad extremo que, si bien ha reducido la violencia, lo ha logrado a costa de los derechos civiles y del equilibrio de poderes. Con su mensaje de acabar con las maras y restaurar la paz, Bukele se ha posicionado como un salvador en un país con altos niveles de violencia, apelando a un pueblo que se siente desprotegido.
En Turquía, Recep Tayyip Erdogan ha implementado políticas cada vez más autoritarias, bajo la promesa de mantener la estabilidad en una nación que enfrenta conflictos internos y una economía débil. A través de medidas que restringen la libertad de prensa y de discurso, Erdogan ha erosionado el sistema democrático, pero su popularidad se mantiene gracias a su narrativa de defensa de los valores y la soberanía turcos ante las amenazas externas.
Los teóricos coinciden en que el auge del populismo representa un riesgo latente para la democracia. Según Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, autores de ”Cómo mueren las democracias”, los populistas tienden a concentrar el poder, debilitar las instituciones y erosionar el sistema de pesos y contrapesos que sustenta la democracia. Este fenómeno de concentración de poder en un solo líder que actúa como el “salvador” del pueblo lleva a la creación de gobiernos más autoritarios y menos transparentes.
Por su parte, Jan-Werner Müller en ”¿Qué es el populismo?” explica que los populistas suelen rechazar los principios democráticos como el respeto por la oposición y la legitimidad del disenso, y en cambio, proclaman que ellos son los únicos representantes legítimos del “pueblo real”. Esto lleva a que se perciba a sus oponentes como enemigos de la nación, una postura que, con el tiempo, mina la cohesión social y polariza aún más la política.
El auge de líderes populistas en todo el mundo puede leerse como una reacción a la globalización, la inequidad económica y el desprestigio de las élites políticas. Este fenómeno de expansión populista envía una alerta sobre la necesidad de fortalecer los mecanismos de participación, transparencia y responsabilidad en el ejercicio del poder, a fin de evitar que la democracia se erosione desde adentro.
*Politóloga e internacionalista. Expresidenta de la Cámara de Diputados.