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¿Ya no importa decir la verdad?

Si la verdad en política fuera una moneda, hoy estaría muy devaluada. | José Antonio Sosa Plata

Escrito en OPINIÓN el

La mentira en la actividad política es un fenómeno recurrente y normal. Sin embargo, la verdad en las campañas electorales importaba mucho. Representaba para las y los candidatos una fuente de confianza, credibilidad y legitimidad. A quien se le demostraba que mentía, difamaba o insultaba le costaba caro.

Si bien está demostrado que mentir se considera un acto de defensa, de protección o sobrevivencia, en política no decir la verdad se acepta hasta ciertos límites. Guardadas las proporciones, sucede algo similar con la publicidad. Las audiencias casi siempre están conscientes de ciertos engaños, pero también saben que existen límites legales y éticos.

Desde esta perspectiva cultural —aceptada con cierta complicidad por la sociedad— se puede mentir sin miedo a la sanción, al rechazo o al voto de castigo. La condición principal es que exista un acuerdo tácito de todas y todos quienes forman parte del proceso. Cuando de mentir se trata, no hay quien pueda tirar la primera piedra.

En el tiempo de la posverdad la fórmula se ha potenciado. Al tiempo que observamos un aumento considerable de las mentiras, también se incrementa el uso de los artificios y la violencia verbal, en un claro demérito del debate público y de los procesos de comunicación política. La consecuencia lógica ha sido la afectación severa de la calidad e integridad de la democracia. 

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En la reciente campaña de Donald Trump –quizá como en ninguna otra– se demostró que el discurso político, más que ir en busca de la verdad y las soluciones que necesita una nación, la ciudadanía confió más en las imágenes retóricas de poder, en las afinidades de las narrativas, historias y propuestas que coinciden con su forma de pensar y los ideales.

Las ofensas que hizo el presidente electo al presidente John Biden y a la candidata Kamala Harris no impactaron a la mayoría. Tampoco afectaron, al menos como esperaban sus adversarios, las condenas judiciales con cargos criminales comprobados en su contra. Lo mismo sucedió con sus expresiones racistas y las amenazas que lanzó a varios países.

El desprecio de Trump por los migrantes, muchas veces acompañado de mentiras y juicios de valor injustificados, no afectó el voto mayoritario de los latinos. Y con todo esto, una vez más, las empresas encuestadoras no pudieron registrar el impacto real que sus palabras y actitudes tuvieron sobre el electorado.

Consulta: Manuel Jesús Arias Maldonado. "Verdad política, posverdad, democracia: dibujando un círculo cuadrado". Contribución al Congreso Internacional Posverdad. Granada, España, 14-26 de junio de 2023.

Lo sucedido en las elecciones presidenciales de Estados Unidos no es un caso excepcional. Desde la consultoría política hemos visto problemas similares durante las últimas dos décadas. El proceso de construcción de un nuevo paradigma ha sido impactante y vertiginoso. Corroboramos también la eficacia que logra la mentira cuando detrás de ésta hay beneficios materiales directos para el electorado

Esta nueva fórmula de “ganar-ganar” está minando con gran eficacia el blindaje que tenía la democracia frente al engaño, el insulto y el ataque sin fundamento. Por eso hoy la verdad vale menos y los valores éticos se debilitan. Tanto, que amplios sectores de la población aceptan con naturalidad las actitudes machistas, misóginas, excluyentes o racistas.

Hoy, la emoción pesa más que la razón. La mentira radicaliza y reduce las posibilidades del diálogo y la negociación. Los partidos políticos dejan de buscar la verdad para crear sus propias verdades. ¿Por qué? Los relatos de ficción provocan mejores reacciones que los datos duros de la realidad, por muy violentos que sean. 

En el imperio de la posverdad el diálogo político también pierde sentido. La verdad se desprestigia, en parte por el incremento de los conflictos y por la normalización de una realidad cotidiana cada vez más violenta y adversa. En este contexto, la búsqueda de acuerdos pasa a segundo término. Y a los adversarios se les relega o ignora, en vez de verlos como interlocutores legítimos y válidos. 

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Cuando la verdad se evade, se niega o simplemente no se le acepta, el imperio de la ley se debilita. Los personajes políticos lo saben. Por eso mienten con mayor frecuencia porque no le temen al castigo. Y el realineamiento de la frontera entre hechos y opiniones les abre nuevas oportunidades en la construcción de mensajes que no aspiran a lograr el consenso de la realidad, sino el acuerdo en torno a creencias emocionales polarizantes.

Sin embargo, esta interpretación no significa todavía que las mentiras y las fake news se hayan convertido en los factores determinantes del voto. Lo verdaderamente preocupante es que sí han tenido efectos para que crezcan y se hagan más fuertes a las mayorías que se han dejado influenciar por el populismo. 

Desafortunadamente, las mentiras influyen en mucha gente que se siente enojada, frustrada, cansada, desmotivada o decepcionada por lo que está viviendo dentro y fuera de sus hogares. Las encuestas y análisis postelectorales dan cuenta de esta tendencia creciente y sus efectos más perniciosos. 

En el nuevo espacio público es difícil saber si el fenómeno que estamos describiendo es temporal y cuánto durará. De lo que no hay duda es que en la transición la mejor estrategia de comunicación política ya no es la que está sustentada en la verdad y los hechos. Hoy, el mayor poder radica en la eficaz combinación entre la manipulación de emociones en un escenario polarizado y el reparto directo de recursos económicos y materiales a la población.

Recomendación editorial: Javier Franzé y Joaquín Abellán (editores). Política y verdad. España: Plaza y Valdés Editores, 2011.

José Antonio Sosa Plata

@sosaplata