Hasta la demagogia debe tener límites. No imagino mayor aberración histórica que el uso oportunista del movimiento de 1968 para reivindicar a un gobierno que, en buena medida, está restaurando al régimen autoritario que combatieron y que los reprimió salvajemente. Volvió el hiperpresidencialismo con el agravante de la militarización y del poder detrás del trono. La influencia del predecesor está en el gabinete, en las cámaras y en el partido; y el protagonismo de las Fuerzas Armadas en innumerables ámbitos civiles es parte fundamental de su legado. Se necesita mucha cara dura para reconocer a las víctimas mientras se empodera a los victimarios.
Cierto, la manipulación impúdica del pasado no es nueva y también la encontramos en el priato del siglo pasado. Quienes derrotaron y asesinaron a Emiliano Zapata y Francisco Villa no tuvieron empacho en ponerlos en el panteón de la Revolución y rendirles tributo para legitimarse con la leyenda y el arraigo de dos caudillos populares. Incluir a algunos de los que lucharon a su lado no significó el triunfo de los derrotados como tampoco lo es para los estudiantes del 68 que uno de sus presos políticos esté en el gobierno y una hija de dos participantes lo encabece. El juicio histórico debe hacerse con el tamiz de las causas que enarbolaron.
El proceso de democratización del país que se dio en las últimas décadas del siglo pasado sí puede verse como resultado de esa y otras importantes luchas sociales, pero no el retroceso que llaman “transformación”. Están destruyendo unilateralmente lo que se construyó pluralmente. Los jóvenes sesentayocheros se enfrentaron a un régimen que concentraba el poder en el Ejecutivo, donde no había división de poderes, dominaba un partido de Estado, la oposición era testimonial y estaba asegurada la sucesión por designación presidencial mediante elecciones inequitativas que eran controladas desde el gobierno; precisamente lo que pretenden restaurar las iniciativas polémicas del Plan C que ya están siendo aprobadas, gracias a la espuria mayoría calificada que concedieron autoridades electorales capturadas en descarado fraude a la Constitución.
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El rector Javier Barros Sierra le dijo a Gastón García Cantú que el conflicto escaló por la intolerancia oficial frente a la discrepancia de los universitarios. Hoy vemos de nuevo al monólogo como forma de gobierno, así como el ataque frontal a los disidentes. Todavía resuenan los exabruptos de López Obrador, acusando a la UNAM de “neoliberal” por no plegarse a sus deseos ni abrazar el pensamiento único que promueve, en un claro atentado contra la autonomía.
En su discurso de toma de posesión, no hubo una sola mención de la presidenta Claudia Sheinbaum al 42% que votó por la oposición, ni un solo mensaje de apertura, reconciliación y acuerdo. Al contrario, en su primera conferencia mañanera negó la polarización para justificar el cambio de régimen sin consensos. Lo que no le faltan son alabanzas al que supuestamente ya se fue, promoviendo el culto a la personalidad del factótum transexenal. Que me perdonen, pero por eso no se peleó en el 68.
Lo que entonces pedían era diálogo, el que hoy niegan a estudiantes de Derecho y trabajadores del Poder Judicial. Y también libertad a los presos políticos, pero quienes los honran con palabras ni siquiera disimulan el uso faccioso de fiscalías formalmente autónomas para acosar opositores, al igual que el SAT y la UIF que hoy encabeza Pablo Gómez. No sé de dónde sacaron que es política de “izquierda” aumentar el catálogo de delitos para la prisión preventiva oficiosa, pisoteando la presunción de inocencia, pero eso les servirá para encarcelar disidentes en lo que averiguan si son culpables. Lo nuevo son las murallas en Palacio Nacional y las barricadas de concreto en el Centro Histórico para contener manifestantes. Que no se engañen ni nos engañen, quienes gobiernan con la hegemonía de antaño están más cerca de Díaz Ordaz que de Barros Sierra.
El mismo 2 de octubre de la disculpa por la masacre en Tlatelolco, soldados del ejército asesinaron a seis migrantes desarmados en Chiapas. Y el mismo régimen que reprueba la represión militar de entonces, entrega a la milicia la seguridad pública, las aduanas, los puertos y aeropuertos, la construcción de trenes y carreteras, además de quitarles el candado a su actuación que venía desde la Constitución liberal de 1857. Solo les faltó firmar el decreto en el Campo Militar Número Uno.