No es un suceso irrelevante. El presidente Andrés Manuel López Obrador cumplió el compromiso de terminar su mandato conforme al plazo que establece la Constitución. Las especulaciones sobre la reelección fallaron. Sin embargo, algunas personas aún tienen preocupación por la posibilidad de que instaure una nuevo estilo de maximato.
Según algunos líderes de opinión, sobran razones. Destacan dos. La primera por lo que el ex primer mandatario ha dicho, en el sentido de que la doctora Claudia Sheinbaum no se diferenciará de él ni pintará su raya. La segunda, por las posiciones tácticas en las que quedaron algunos personajes dentro del nuevo gabinete y el lugar que ya ocupa su hijo en Morena.
De igual forma se mencionan varios ejemplos de lo que ha dicho y hecho la presidenta, especialmente después de su triunfo. Por un lado, por el proyecto de nación que se sintetiza en una frase: “La transformación tiene que continuar”. Por el otro, porque ha aceptado a cabalidad las reformas constitucionales conocidas como el Plan C.
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Es lógico que un proyecto que recibió la simpatía y apoyo de la mayoría siga adelante. También lo es que exista un respeto absoluto sobre el líder que lo diseñó y puso en marcha. Lo que es inaceptable en un régimen democrático es que el poder del nuevo gobernante se comparta o, de plano, quede subordinado o sometido a su antecesor.
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En el largo período del sistema de partido hegemónico que tuvimos por más de 70 años el siglo pasado, fue evidente lo que señaló hace unos días el presidente López Obrador: era una regla no escrita que el sucesor lanzara indirectas y cuestionamientos al antecesor. Recordemos que fueron muchos los casos en los que se le exilió, rechazó, negó o sometió.
En términos generales, durante los primeros tres días de gobierno de la presidenta Sheinbaum no se ha presentado una situación similar. Sólo algunos pequeños indicios. El discurso de toma de posesión que dio ante el Congreso y el mensaje sobre los 100 compromisos principales de su proyecto de gobierno pueden ser mal interpretados porque la narrativa y propuestas fueron muy similares a la de su antecesor, incluyendo el rechazo al diálogo con la oposición.
Lo cierto es que habrá que esperar un poco más para conocer el grado de independencia que tendrá la jefa del Ejecutivo. La razón es clara y obvia. No hay proyecto de nación perfecto. Todos son perfectibles y susceptibles de evolucionar, de ajustarse a los nuevos contextos y escenarios políticos nacionales e internacionales. A final de cuentas, lo más relevante es mantener la paz social, el progreso y la gobernabilidad.
De acuerdo con los votos que le dio la mayor parte de la ciudadanía en las elecciones y con lo que dicen las encuestas recientes, la postura de la presidenta Sheinbaum fue la más conveniente. Cualquier señal de conflicto, diferencia o confrontación le habría generado algunos riesgos para el primer tramo de su gobierno. Por lo tanto, su valoración fue correcta.
En democracia, el cambio de poderes debe ser periódico, ordenado y con reglas transparentes. Además, quienes asumen el poder público deben procurar una imagen de mejoramiento continuo y de avance en el ejercicio de la función pública, a la par de impulsar la renovación de la esperanza del pueblo. Y si eso exige extremar las precauciones, por supuesto que sus primeras acciones como jefa de Estado resultan comprensibles.
Con base en lo anterior, es ingenuo pensar que la presidenta Sheinbaum desconoce los altos riesgos que representan el autoritarismo y la perpetuación de poder en cualquiera de los tres niveles de gobierno, en especial para un país como el nuestro. Más aún si consideramos las características tan complejas del actual escenario internacional.
En otras palabras: el pueblo de México no está preparado —y seguramente tampoco aceptará— que la presidenta gobierne “a la sombra del caudillo”. Es cierto que tal afirmación es exagerada tanto en su intención como en el adjetivo que la acompaña. Pero también lo es que no se puede negar el inédito peso de poder político y simbólico que aún tiene el expresidente Andrés Manuel López Obrador.
Aún tratándose del mismo proyecto conocido como la Cuarta Transformación, la percepción de cambio y evolución es necesaria e inevitable, tal y como sucede incluso en los países donde hay reelección. Todo esto sin olvidar que los grandes problemas nacionales y los retos que tiene frente a sí le exigen total autonomía en las decisiones y en el ejercicio de su autoridad.
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Asimismo será preciso repensar la estrategia de comunicación e imagen del nuevo gobierno. El cambio de logotipo institucional no es suficiente para demostrar que un nuevo ciclo ha iniciado. ¿Quién puede olvidar que gobernar es comunicar? Si bien la presidenta debe estar en el centro de atención pública y ejercer su derecho de réplica, es aconsejable que sus acciones no deriven en más de lo mismo.
La comunicación cotidiana de la primera mandataria con la gente es necesaria, pero no con el mismo formato que caracterizó a las 1436 conferencias matutinas que dio el presidente López Obrador. También tiene que considerar un ajuste de fondo en el modelo de las vocerías, tomando como base los riesgos que entrañan la saturación informativa y la generación de conflictos con los medios y la oposición desde Palacio Nacional.
Por otra parte, la presidenta está obligada a ejercer una supervisión más detallada y un estricto control de sus subordinados y subordinadas. Las lealtades y compromisos no pueden ni deben estar divididas. Los mayores riesgos y conflictos podrían surgir, por lo tanto, dentro de su equipo de gobierno porque “quien sirve a un jefe y a una jefa al mismo tiempo, con uno queda mal”.
Recomendación editorial: Silvia Gómez-Tagle y Willibald Sonnleitner (editores). Mutaciones de la democracia. Tres décadas de cambio político en América Latina (1980-2010). México: El Colegio de México, 2012.