Para los personajes políticos, el 28 de diciembre es cotidiano. La frase de “inocente palomita, te dejaste engañar” es una constante en prácticamente todas sus actividades. Sin embargo, no se trata de algo fuera de lo normal. Tampoco es una actitud exclusiva de su profesión. Todas y todos mentimos.
La mentira es natural. Es un mecanismo de defensa, ataque y sobrevivencia. Es un instrumento de poder que se encuentra tanto en el ámbito público como privado. Pero como el conocimiento y la defensa de la verdad es necesario, la mentira no es ética ni legalmente aceptada.
Varias instituciones de la democracia —de manera especial las relacionadas con el tema de la justicia— tienen como propósito descubrir la verdad. También lo hacen como un acto de sobrevivencia del sistema político y al mismo tiempo como recurso que favorece los equilibrios y contrapesos entre los poderes. Y entre éstos y la sociedad.
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La búsqueda de la verdad es permanente. La razón es obvia. Hay mentiras que hacen daño, que agreden, violentan y forman parte del enorme listado de injusticias que caracterizan a nuestro modelo político, económico y social. Por eso hay que atacarla.
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Tan arraigada está la mentira en nuestra vida cotidiana, que en diversas ocasiones no se le cree a quien dice la verdad. Aún más. Quien, por congruencia con sus valores, trata de ser siempre sincero en sus dichos es una persona altamente vulnerable.
A la mayoría de las personas nos parece mejor que nos hablen directo, claro y de frente: sin rodeos; sin metáforas ni interpretaciones personales, que denoten manipulación. En consecuencia, cuando se induce directa o indirectamente a que se acepte por cierto algo que no es, estamos frente a un engaño.
El engaño es el disfraz más convincente de la mentira. Lo saben los delincuentes, sobre todo los de cuello blanco con sus argumentos para estafar y robar. Lo saben los arquitectos e ingenieros por los vicios ocultos de sus obras, o cuando prometen una fecha de entrega de una obra sabiendo que la entregarán mucho tiempo después de lo comprometido.
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El engaño está en todas partes. Lo saben los papás y las mamás cuando recurren al chantaje para manipular a las hijas e hijos. Lo saben los políticos que aseguran pondrán fin a la inseguridad o la pobreza cuando saben que no cumplirán con lo ofrecido. Y peor aún, lo saben las autoridades cuando manipulan las estadísticas, tanto en situaciones de desastre como cuando reseñan sus logros.
La mentira también se ha vuelto un negocio rentable. La publicidad es el ejemplo más destacado. A los productos que consumimos se les atribuyen características que no tienen, pero eso parece importarnos muy poco. La satisfacción y el estatus que ofrecen algunos productos hacen que el engaño pase casi desapercibido.
Lo mismo sucede con la política. Por eso surgió la especialidad del marketing político o de la publicidad política. Sus reglas y recursos retóricos son muy parecidos. Las audiencias lo saben. Los procesos de seducción que los respaldan incluso nos llegan a convencer, razón por la que desviamos la mirada de lo verdaderamente importante.
La sección de “¿Quién es quién en las mentiras?” de las conferencias matutinas del presidente Andrés Manuel López Obrador es un espectáculo de acusaciones que va de ida y vuelta con muchos líderes de opinión en los medios de comunicación. ¿Alguien puede tirar la primera piedra?
La mentira en la política circula en los distintos niveles de comunicación: vertical ascendente, vertical descendente, horizontal y transversal. Por eso, aprender a descubrir el engaño es una de las habilidades más útiles para quien lucha por el poder. A final de cuentas, en el juego de simulaciones todas y todos participamos, en mayor o menor medida.
Lo cierto es que, aunque resulte difícil aceptarlo, los políticos que engañan y mienten tienen mayores posibilidades de éxito. Les va mejor a quienes “mienten coherentemente” y dicen lo que es “políticamente conveniente”. El buen líder manipula, seduce y mueve conciencias con mayor facilidad. Sin embargo, para ser eficaz, el reto consiste en poner límites, ajustarse a un código de ética y a estar preparado para asumir las consecuencias cuando es descubierto.