Las epidemias no dan tregua. Ellas pueden ser bacteriológicas, de origen aún desconocido algunas, endémicas otras, y devastadoras muchas de ellas. La que viene afectando a la democracia avanza sin pausa y se esparce por el mundo con una facilidad asombrosa. La última estación, España, donde la tensión política llegó esta semana a niveles que comienzan a preocupar, con marchas de la oposición al gobierno de Pedro Sánchez, algunos disturbios incipientes y un presunto atentado contra una figura política, el expresidente del ultraderechista VOX Alejo Vidal-Quadras, quien recibió el jueves un disparo en el rostro, cuando caminaba en las inmediaciones de su casa, en Madrid. Un escenario que, a pesar de las advertencias sobre la mala praxis del presidente en funciones, aparecía como inimaginable hasta hace algunas semanas.
Y es que el PSOE y Junts cerraron finalmente el acuerdo para trazar la amnistía a los independentistas catalanes, con Carles Puigdemont, a la cabeza, a cambio del apoyo a la investidura de Sánchez. Poco le importaron al presidente los gritos de la oposición, las críticas unánimes de todas las asociaciones de juristas y magistrados, la animadversión social en aumento y las críticas internas en su partido. Cuando tenía el camino allanado para repetir los comicios, con grandes chances de éxito, eligió la ruta más corta, pero a la vez más sinuosa, y se obsesionó con el pacto rechazado por más de la mitad de los españoles. El resultado está a la vista: los ánimos se crisparon, y las marchas de protestas, convocadas por VOX y por el Partido Popular, serán una constante en el futuro inmediato. Al menos hasta nuevo aviso.
En las últimas horas, se escucharon críticas de distintos tenores. Desde Santiago Abascal, líder de VOX, para quien “este gobierno va a lograr ser investido con el apoyo de quienes quieren destruir la nación”, hasta la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, figura en ascenso dentro del PP, la que ve venir “una dictadura” que para ella recién comienza.
Te podría interesar
En la otra esquina, a la hora de anunciar el acuerdo desde Bélgica, donde vive en el exilio, Puigdemont resaltó que el acuerdo “es una forma de devolverle a la política lo que es de la política”. Todo indica que, con amnistía, el conflicto no hace más que comenzar en una legislatura, la que comenzará el próximo miércoles, que no se vislumbra para nada fácil.
De nada sirvieron las advertencias de “los históricos” del PSOE, como Felipe González y Alfonso Guerra, una especie de referentes (sobrevivientes) de la transición a mediados de la década de los 70. Ambos, expresidente y exvicepresidente durante 12 años, intentaron alertar, por lo alto y por lo bajo, de la negatividad para el sistema democrático de avanzar con la amnistía para los independentistas catalanes. Nada. Sánchez hizo oídos sordos y concretó lo que buscaba.
La Comisión Europea le pidió ya al gobierno un informe con todos los antecedentes de la amnistía y de su alcance concreto. En una muestra de que permanecerá atenta y vigilando los pasos que se vayan dando luego de que Sánchez sea investido.
Por lo pronto, el debate, la controversia en las calles y cada uno de los movimientos que vienen dando unos y otros alrededor del apetito de Sánchez y los deseos de saltar la aventura independentista en Cataluña, es la receta ideal para recrear el eterno enfrentamiento de las dos Españas, mientras la democracia sigue sin encontrar el remedio a este mal endémico que la viene aquejando. En España como en otros tantos lares.
Todo parece un poco más dentro de los cauces institucionales en la margen occidental de la Península ibérica. Portugal ya tiene dibujado en el horizonte un nuevo proceso eleccionario. Será el 10 de marzo próximo y fue convocado rápidamente por el presidente, Marcelo Rabelo de Souza, luego del escándalo de corrupción que terminó con el primer ministro, António Costa, eyectado del cargo al aparecer envuelto en un caso de corrupción.
Alcanzó solo la investigación de la Fiscalía, contra Costa y varios de sus ministros, por presunta prevaricación, corrupción activa y pasiva, tráfico de influencias, para que dimitiera. Algo impensado en países como la Argentina, donde la corrupción exponencial se premia con el voto mayoritario de una sociedad. Síntomas del mismo virus que afecta a la democracia.
Sin ir más lejos, hablar de democracia en Centroamérica parece un galimatías de difícil solución. Allí, la estrella más reluciente de la política latinoamericana, el presidente salvadoreño, Nayib Bukele, se hizo del pasaporte a la posibilidad de ser reelegido. El Tribunal Supremo Electoral (TSE), el último trámite que necesitaba el presidente para lograr su cometido. Esa empresa de la reelección, cuando la Constitución lo prohíbe taxativamente, comenzó allá por 2021, cuando, apoyado en su mayoría legislativa, la voz hiperactiva del controvertido mandatario ordenó la destitución de toda la Corte Suprema de Justicia, para reemplazarla por jueces afines. Ese tipo de juristas dispuestos a reinterpretar la Carta Magna, similares a los que ahora pueblan el TSE, son los que le ofrendaron al presidente un nuevo lugar en la historia. Podrá convertirse en el primer presidente de la historia en ser reelegido, una marca que solo ostenta, hasta febrero próximo (fecha de las elecciones), el dictador Maximiliano Hernández (1935-1944). La otra parte correrá, sin duda, por cuenta de los salvadoreños.
Será entonces cuando Bukele supere una nueva marca y busque otros espejos donde mirarse, otras referencias. Daniel Ortega está ahí: cerquita, en la vecindad regional, dispuesto siempre a ayudarlo a entender, si hiciera falta, cómo se come los pesados manjares del poder, cuando la democracia pasa a otro plano o a mejor vida.
Precisamente en esa pelea está inmersa Guatemala, toda. Allí está en juego la salud institucional, desde antes de la segunda vuelta, que le dio la victoria a Bernardo Arévalo, del partido Semilla.
Los diversos intentos de la fiscal general, Consuelo Porras, por sacar del camino a la presidencia a Arévalo, vienen desde finalizada la primera vuelta y ahí siguen su curso, con el afán del presidente, Alejandro Giammatei, y el establishment, para sacar del camino al electo presidente que debe asumir el próximo 14 de enero.
En las calles y en las rutas, las protestas se repiten, impulsadas por las comunidades indígenas y campesinas que apelan al ADN nacional en materia de conquista de sus libertades.
Fue un Arévalo (Juan José, padre de Bernardo) quien fue ungido en 1945 –por una junta revolucionaria, decidida a institucionalizar al país–, como el primer presidente electo de la historia. Ahora, con un establishment acostumbrado a hacer uso y abuso del poder, desde 1996, cuando la era del dictador Efraín Ríos Mont ingresó en su historia negra, son esas comunidades y el voto, las que sostienen al otro Arévalo, en defensa de una democracia atacada por distintos frentes.
El de los guatemaltecos es un recurso. Tal vez el único a la mano para proteger a un sistema que viene siendo atacado por un virus que, por lo visto en los últimos años, en distintas latitudes, se transformó en pandemia. En esa lucha, la humanidad corre con cierta ventaja, es una cepa de la bacteria harto conocida y que suele calar hondo en vastos sectores sociales, fruto del descontento con los políticos de todo tipo y color. Es tan viejo como la historia, aunque suele renovarse y alimentarse de ciertos sectores económicos y se llama despotismo.
El problema fue, y es, que esa democracia, cada vez más débil y herida, no cuenta con la vacuna capaz de inmunizarla de una buena vez. Esa parecería ser la tarea, indispensable y urgente, incluso cuando la carencia de especialistas sea alarmante, de la ciencia política en el futuro inmediato.