Es tiempo de lágrimas. Nadie puede ni debe quedar al margen de malgastarlas en tiempos como estos. Se lloran las víctimas de Hamás en el sur de Israel, de la misma manera que se llora(rá)n las de los palestinos en Gaza. Nadie que valore a la humanidad, sin diferencias de credos o banderías políticas, puede pasar indiferente ante semejante bacanal de violencia, con fines netamente estratégicos y económicos.
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A medida que pasan los días, desde que Hamás abrió las puertas del infierno para erigirse en el sector más funcional a los intereses del gobierno israelí, siguen aumentando las dudas sobre la forma como se gestó aquel ataque. Ni la misión, ataviada de diplomacia, que el presidente estadounidense, Joe Biden, con la compañía del canciller alemán, Olaf Scholz, llevaron adelante en Israel logró disiparlas. Hasta aquí, además de reiterar su apoyo al gobierno de Benjamín Netanyahu, solo lograron un tiempo extra para que se organice un corredor comunitario propuesto y organizado desde El Cairo por el gobierno egipcio. No mucho más.
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En el medio, esa explosión en el Hospital Bautista Al-Alhi, con medio millar de muertos, agravó un poco más la ya caótica situación en esa, “la cárcel a cielo abierto más grande del mundo”, como se conoce a Gaza.
“Quería estar aquí por una simple razón: quería que el pueblo de Israel y el mundo supieran junto a quién permanece Estados Unidos… Y quería venir personalmente a dejarlo en claro”, dijo Biden al pisar Tel Aviv, por si alguien en el mundo no se había enterado aún.
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Una suerte de confesión. Una declaración apropiada para que quede claro que Estados Unidos se autoinhibe de cualquier gestión de paz, porque sencillamente es, fue y —de no entender lo que está en juego a nivel global— será parte del problema en Oriente Medio.
Y en materia de paz, el déficit internacional es tan alarmante como la situación en Gaza y en Israel. No hay gobierno que haya levantado la voz con la energía necesaria para encauzar negociaciones. Mucho menos, la anquilosada burocracia de las Naciones Unidas. En ese sentido, llama poderosamente la atención la tibieza con la que el papa Francisco se expresó al respecto.
Una muestra en escala de las posibles derivaciones que pueda generar esta nueva etapa de un conflicto que lleva ya tres cuartos de siglo que apareció con la cadena de amenazas a embajadas israelíes o americanas, en varias partes del mundo o las evacuaciones de lugares turísticos, como la Torre Eiffel y el Museo del Louvre, en los últimos días. Un panorama cada día un poco más oscuro con el que la población en distintos puntos del globo tendrá que acostumbrarse a convivir, tomando los recaudos necesarios.
Entre tantas opiniones y voces a favor o en contra de israelíes y palestinos, de judíos y musulmanes, se asemejaron a bocanadas de aire fresco y esperanza algunos artículos del periódico hebreo Haaretz o la voz del diputado de la Knéset (parlamento israelí) Ofer Cassif.
Fue el escritor y periodista israelí Gideon Levy quien fundamentó el porqué, a pesar del ataque de Hamás, Israel debería olvidarse de la ocupación de Gaza y levantar el asedio sobre su población, lo que para Cassif no es otra cosa que un apartheid.
Levy vive acostumbrado que lo apoden de izquierdista o de “militante de Hamás”, los más dañinos, pero sigue pregonando la paz a como dé lugar.
Diputado por el Partido Comunista, Cassif se encontraba en Ciudad de México participando de una conferencia, el pasado 7 de octubre, cuando se produjo el ataque de Hamás, al que cuestiona con la misma virulencia con que se opone desde hace décadas “a los crímenes y a la violación de derechos del pueblo palestino en los territorios ocupados por parte de Israel”.
En declaraciones a varios medios sudamericanos, Cassif intentó clarificar un poco los planes de la administración Netanyahu, que ayudarían a entender por qué ni el ejército israelí y su esquema de inteligencia ni el Mossad durmieron el sueño de los justos antes y durante el ataque terrorista.
“Hay un plan que el ministro de Economía, Bezalel Smotrich, publicó en 2017, que consta de tres etapas. La primera: que Israel anexe todos los territorios palestinos ocupados (principalmente Cisjordania) sin respetar los derechos de los palestinos, estableciendo un régimen de apartheid. La segunda etapa es la expulsión de la tierra de todos los palestinos que no quieran vivir bajo ese régimen, y la tercera es que aquellos palestinos que resistan a ese nuevo orden serán pasados por las armas”, explicó Cassif.
Ultraderechista y supremacista confeso, Smotrich es miembro de la Unión Nacional y habría apoyado a Netanyahu a cambio de poner en marcha ese plan que Cassif trae ahora a colación.
“Lo intentó con el golpe de Estado (la reforma) que el gobierno intentó al avanzar contra la Corte Suprema, pero se encontró con el ‘No’ de buena parte de la sociedad movilizada en los últimos meses. La colonización de la Corte no era el fin, sino solo el medio, porque ese plan no se podía aplicar con un poder judicial independiente. Por eso necesitaban cooptarlo”, explica el miembro de la Knéset.
Para Cassif, aquel proyecto de reforma de la Corte fue en realidad “un intento de golpe de Estado por el cual el gobierno intentó avanzar contra la Justicia. Ese era el plan originario de Smotrich: su proyecto no podía prosperar con un poder judicial independiente. Por eso necesitaban cooptarlo”.
Agotada esa opción, la administración Netanyahu tenía sí o sí la opción de “la guerra y la violencia” como argumento, acota el diputado a la Knéset, quien aclara que no puede decir que el gobierno “pretendía ser o fue cómplice de esa masacre que ocurrió en el sur del país, pero sí que quería la violencia porque en ese terreno es más fácil para poner a funcionar ese plan”, añade.
De corroborarse esto algún día, habría que esperar que los tribunales internacionales caigan con la misma fuerza que en otros conflictos o dictadura. Amén las salvedades, por estos días en Oriente Medio se están cometiendo crímenes de lesa humanidad, a manos de Hamás, de un lado, y sistemáticamente del poder israelí, al otro costado de ese vallado, la frontera más vigilada de la Tierra. Divisoria territorial violada por la facción terrorista, con la presunta ayuda de otros actores del conflicto, que la propia Justicia —cuando no los encargados de armar el rompecabezas de la historia— debería develar. No obstante, ni ese hipotético y anhelado escenario podrá contener el llanto.
La invención de Luis Sandrini
Motivos para derramar lágrimas sobran en el mundo entero. Sin ir más lejos, se llora hace 20 meses ya. En otros casos se puede llorar de risa o de tristeza. O de ambas cosas al mismo tiempo. Precisamente, Argentina tuvo a uno de los máximos cultores en esas lides, un hombre que con su arte hacía reír y llorar al mismo tiempo: el actor Luis Sandrini, quien supo filmar en México en la época dorada del cine en ambos países.
Basta dar una vuelta por el acontecer político y económico argentino para dejar andar la imaginación y creer que Argentina es una invención perfecta del propio Sandrini. A pocos días de unas elecciones decisivas para el futuro del país, allí anidan tres candidatos sumamente singulares. Un economista anarcocapitalista, Javier Milei, que cerró la campaña al mejor estilo de Kiss, mientras promete acabar con la casta política e idolatra a Jair Bolsonaro, entre otros fantasmas. Discurso el suyo que le sirvió para ganar las primarias y estar primero en las encuestas de cara al domingo, fruto del agotamiento y hartazgo de una sociedad agobiada por el descalabro al que la somete su dirigencia.
Milei comparte cartel con Patricia Bulrich, experonista y exintegrante del grupo insurgente Montoneros, devenida en un adalid de una expresión de derecha que lidera el expresidente Mauricio Macri, acostumbrada a los bandazos ideológicos, y por el actual ministro de Economía, Sergio Massa, un exmilitante liberal devenido en peronista, responsable de haber llevado la inflación del 30 al 145% anual y que, aun así, posee chances de llegar a la presidencia.
Milei ha llegado a proponer la venta libre de órganos, Bullrich atesora un fracaso tras otro a lo largo de su carrera política y Massa aparece involucrado en cuanto caso de corrupción se viene denunciando en las últimas horas, mientras le jura al electorado que como presidente va a hacer todo aquello que no hace como ministro, y arreglará todo lo que destruyó para llegar hasta ese lugar. Es tan pobre su actuación que no aplica para cantinflesco y, lo que es una lástima, que Sandrini no esté en este mundo para defenderse.
Pase lo que pase este domingo ?las encuestas no aportan claridad sobre si todo puede terminar allí o si se necesitará un balotaje?, quien llegue al final será el presidente que tendrá que lidiar con la peor crisis de la historia del país sudamericano.
El país de la devaluación constante de su moneda, donde los Fernández, el presidente (Alberto) y la vice, Cristina, brillan por su ausencia desde hace varios meses, casi en sintonía con la Justicia brilla y donde la corrupción es moneda corriente. Un país con más del 45% de su población en situación de pobreza y el 56% de los niños en la misma condición, que en los últimos años es el escenario del crecimiento exponencial del narcotráfico y la inseguridad en las principales urbes del país, conforman la respuesta, a priori, de por qué un outsider como Milei, sin pasado político alguno, cuenta con grandes chances de llegar al poder.
Las elecciones primarias mostraron un primer fenómeno que no es menor. Milei y un puñado de históricos menemistas y un ejército de influencers (como todo equipo de campaña), logró horadar el voto peronista de los sectores más vulnerables de la sociedad, patrimonio histórico del peronismo.
El miedo que genera Milei en los sectores tradicionales de la política es mayúsculo. Podrían sonar exagerado, si se vislumbran el entramado de alianzas que viene tejiendo por debajo. Una lectura correcta de esas acciones, solo permiten ver en un hipotético gobierno del “León” como se hace llamar, algo así como un Menemismo 2.0. Neoliberalismo con cierto tufo “peronpopulista”. Siempre es loable recordar que en Argentina todos son peronistas, aunque algunos todavía no se han dado cuenta, y Milei es pasible, cómo no, de confirmar esa regla.
Es llamativo cómo el presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula Da Silva, se ocupó con preocupación del posible ascenso de Milei o bien el Santo Padre, quien siempre se esmeró en no hablar de su país cada vez que estallaron casos de corrupción en el seno del kirchnerismo, ahora se entrometió de lleno en el final de la campaña, para subir al ring-side al favorito. Manifestó tibieza en el conflicto árabe-israelí, nunca terminó de definir una acción enérgica en el de Rusia y Ucrania, como en los numerosos casos de pedofilia en el seno de la Iglesia católica, pero se ocupó de recibir a la agencia oficial argentina Telam para llamar payaso al candidato libertario. Bergoglio parece no haber tomado nota de las lecciones políticas que dejó su antecesor, Karol Wojtila (Juan Pablo I), al que jamás se le hubiese ocurrido algo semejante para colaborar, como lo hizo, con la caída del comunismo en su país, Polonia. Pero como todo tiene una explicación, la de este caso, pasa la condición de peronista militante, que el Papa carga en su currículum vitae. Esa “otra religión” que profesa desde su más tierna juventud en el barrio porteño de Flores, en la corriente interna del peronismo, “Guardía de Hierro”.
Tanto el presente, con una campaña absolutamente olvidable desde las propuestas, como el futuro, cargado de una incertidumbre como nunca antes en ese país, llaman a un mar de lágrimas. En este caso, no hay guerra, ni una potencia militar que acose y someta a un país con capacidad de alimentar a más de 400 millones de personas; una nación sometida por décadas a cometer los mismos errores y aplicar una filosofía del gasto indiscriminado y una corrupción galopante. Ahí está la clave de por qué la Argentina ya casi no llora ni por Evita ni por nadie. Ahora es la hora de dejar las risas, que suele provocar, cotidianamente, de lado y llorar. Llorar con pesar por lo que la han convertido y por eso tan bizarro y desconocido en que amenazan ahora con transformarla.
VGB