¿Se debe legalizar la eutanasia? ¿Los robots deben sustituir a los seres humanos? ¿Las personas pueden ser mejoradas genéticamente? ¿Se debe experimentar con los seres vivos? ¿Debe permitirse la clonación de órganos y de individuos? ¿Cada quien debería decidir en qué momento ya no desea continuar con su vida? ¿La ciencia debe buscar la prolongación de la vida? ¿Toda persona debería ser donante de órganos para trasplantes? ¿El cuidado del medio ambiente es un deber para todos los seres humanos? Estas y muchas otras preguntas se desprenden de la interacción actual entre la ciencia y la tecnología, y los seres vivientes.
El siglo XXI ha sido testigo de una gran serie de avances científicos y tecnológicos acarreadores de una gran cantidad de comodidades y de ventajas, pero también de cuestionamientos sobre su viabilidad, su pertinencia o su calidad ética y moral en su implementación. A diferencia de la centuria pasada, estas casi dos décadas y media del actual han presenciado una gran serie de modificaciones a las vidas cotidianas debido a la digitalización y robotización del mundo.
Este proceso que ha derivado en una permanente conectividad a la Gran Red Mundial, a estar en línea una gran cantidad de horas al día; a la incorporación de mecanismos robotizados o de inteligencia artificial en espacios cotidianos o de uso común; al planteamiento de la elongación de la vida, entre otras situaciones, requieren de un análisis moral y ético para establecer su viabilidad y vigencia.
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La bioética es una de las herramientas con la que contamos para establecer recomendaciones y normas para el uso de este tipo de desarrollos tecnológicos y científicos, pues siempre ha existido una preocupación para que la tecnología no se imponga sobre lo humano o lo supedite en beneficio de unos cuantos. Desde comienzo del siglo XX, Fritz Jahr apeló al respeto de todos los seres vivientes, a una ética de las relaciones de los seres humanos con los animales y la naturaleza, a la cual le daría el nombre de bioética.
El término quedaría relegado al olvido por algunas décadas, pero en la práctica se cuestionaban los avances científicos y tecnológicos, y más aún las formas de experimentación con seres humanos. Más aún, después de conocerse lo ocurrido en los campos de concentración, donde se experimentaba de manera indiscriminada con quienes eran recluidos en ellos, sin miramientos éticos y sin su autorización.
A partir de esa experiencia surgió el Código de Nuremberg, enfocado a evitar las malas prácticas en la investigación con seres humanos, o si es posible, no llevarlo a cabo, centrándose en la necesidad de que ninguna persona sea sometida a una intervención clínica o a un experimento sin dar su aprobación, después de haber sido informada sobre lo que se hará sobre su cuerpo.
Fue hasta la década de los 70 que el tema se retomó con la publicación del libro “Bioética. Puente hacia el futuro” de Van Potter, quien argumentaba que la bioética es un puente entre la noción científico-biológica, en torno a la vida y al medio ambiente, y la humanista, centrada en la ética. Y que requería de los conocimientos de la medicina, la ecología, la biología y lo humano.
Especialista en bioquímica, enfocado al cáncer, el investigador promulgó que “los valores éticos no pueden ser separados de los hechos biológicos” por lo que se dedicó a posicionar el tema en varias publicaciones y a proponer a la bioética como una rama de conocimiento de corte global, indispensable en cualquier actividad de corte científico.
En la misma década, se dio a conocer que en Tuskegee, Alabama, 399 personas afroamericanas, en su mayoría analfabetas, fueron estudiadas para observar la progresión natural de la sífilis no tratada. Fueron engañadas al decirles que tenían “mala sangre” y que podrían recibir tratamiento médico gratuito, transporte gratuito a la clínica, comidas y un seguro de sepelio en caso de fallecimiento si participaban en el estudio. Se les ocultó la existencia de la cura para la infección de transmisión sexual provocada por una bacteria.
Tras conocerse el caso, especialistas en ética médica y en la naciente bioética elaboraron un informe sobre el estado de las investigaciones clínicas y médicas para establecer una serie de principios a seguir en cualquier investigación de corte médico o clínico. Dichos principios eran los de autonomía, beneficencia y justicia. A esa lista de preceptos se le denominó como Informe Belmont, antecedente directo de los principios de ética biomédica.
Casi de manera inmediata se publicó el libro “Principios de Ética Biomédica”, de Beauchamp y Childress, quienes establecerían los cuatro principios de bioética que hasta el día de hoy son las principales herramientas de reflexión en los comités de ética hospitalaria o de bioética. Estos son los de beneficencia, no maleficencia, autonomía y justicia.
En los años posteriores, surgieron otras corrientes de pensamiento bioético como la casuística, centrada en las causas de las situaciones que se van a reflexionar; la contextualista, enfocada en el estudio de las causas por las que se propician determinados sucesos y la de derechos humanos, sustentada en declaraciones y otros documentos de carácter recomendatorio.
Bajo esta última perspectiva se enunció la Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos, entre cuyos principios se resaltan la dignidad, la autonomía, el consentimiento, la no discriminación, la igualdad y la pluralidad. Así como la responsabilidad social y cooperación, el aprovechamiento de los beneficios de la ciencia y la tecnología, el respeto a la biosfera y la biodiversidad y la implementación de comités.
El pasado jueves 19 de octubre se conmemoró el Día Mundial de la Bioética, cuyo lema fue Protegiendo a las nuevas generaciones, en anteposición a las posibles repercusiones de las ciencias de la vida en las generaciones futuras, más en un momento como el que se vive, en el que la tecnología puede sobrepasar ciertos valores y poner en entredicho lo establecido éticamente en este momento.