¿Los líderes crean la historia o la historia crea a los líderes? Una profunda inmersión en el arte, la ciencia y la práctica del liderazgo.
El liderazgo está en crisis. Todos sentimos que individuos no cualificados e irresponsables ocupan las posiciones de poder: hombres fuertes y autócratas que se consolidan mientras la gente pierde la esperanza de un futuro mejor.
¿Cómo llegamos a este punto? ¿Podemos corregir el rumbo?
Durante la última década, Moshik Temkin ha desafiado a sus estudiantes de Harvard a lidiar con la naturaleza del liderazgo, en su curso Líderes y liderazgo en la historia. Ahora, en Guerreros, rebeldes y santos, remodela el aula para llegar a un público más amplio. Sirviéndose del arte, del cine y de la literatura para ilustrar el pasado, en estas páginas, Temkin repasa la forma en que grandes líderes han tomado decisiones en las circunstancias más difíciles, de Maquiavelo a Franklin D. Roosevelt, pasando por Gandhi, Martin Luther King o Margaret Thatcher. Su esperanza es que podamos extraer lecciones valiosas para el mundo de hoy.
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Fragmento del libro de Moshik Temkin “Guerreros, rebeldes y santos” publicado por Planeta. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
Guerreros, rebeldes y santos | Moshik Temkin
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El rey, el príncipe y el líder que tenemos en mente
Si uno entra en una librería y busca libros sobre líderes famosos de la historia, lo más probable es que se encuentre con un catálogo repetido de personajes que lo miran fijamente desde las rimbombantes portadas de los más vendidos: Winston Churchill, Napoleón Bonaparte, Abraham Lincoln, Gengis Kan, Mao Zedong. Con frecuencia serán líderes militares o imperiales, a caballo o con uniforme o armadura, que triunfaron en grandes guerras o guiaron a su nación a través de una crisis, y que suelen ser hombres.
Si se sigue buscando, se encontrará rápidamente otra variante de esta literatura, protagonizada por hombres (y a veces mujeres) destacados del mundo empresarial o corporativo: Bill Gates, Warren Buffett, Carlos Slim, Jeff Bezos. Con distintos grados de sofisticación o matiz, a estos hombres (y a veces mujeres) se les trata como si fueran héroes, un modelo a seguir y una inspiración. Son presentados como individuos con un poder único, capaces de superar los obstáculos a los que se enfrentaron gracias a su fuerza de voluntad o a su inteligencia despiadada. Estos libros son celebraciones de la individualidad. Por lo general, se lee poco en ellos sobre todas las cosas que sirvieron de base a esas historias de éxito pero con las que los protagonistas no tuvieron nada que ver personalmente, como el hecho de haber nacido de padres ricos en un país social y económicamente estable con innumerables oportunidades educativas y empresariales. El mensaje de esta industria literaria artesanal es que donde hay voluntad, hay un camino. Los líderes se construyeron a sí mismos, casi siempre por su cuenta, y alcanzaron la grandeza gracias a sus cualidades únicas. Hicieron su propia historia.
Es difícil escapar a esta visión de los líderes y el liderazgo. Se encuentra a todo nuestro alrededor, en la cultura popular y en los programas escolares. Tendemos a enseñar y estudiar a los «Grandes Hombres». A lo largo de todo el mundo, la gente busca figuras que puedan guiarla para sobrevivir a las crisis y las catástrofes. Sin embargo, también en todo el mundo, la gente se siente defraudada una y otra vez por sus líderes. Quizá por eso los líderes de un pasado supuestamente glorioso siguen siendo tan importantes en el sombrío presente. Pero por qué se asocia a determinadas figuras con el «liderazgo», y si fueron realmente tan grandes como imaginamos, y cuáles de sus actos o cualidades resultaron esenciales para su popularidad a lo largo del tiempo, tiene tanto que ver con nosotros y con la forma en que pensamos sobre el liderazgo como con ellos. Aportamos nuestros propios prejuicios e ideas preconcebidas al tema: los líderes que adoptamos reflejan tanto nuestros tiempos y lugares específicos como las virtudes supuestamente eternas.
Sin embargo, existe un acervo común de ideas sobre los líderes y en el pilar de nuestras culturas en todo el mundo: la mitología. Los primeros textos escritos de la historia de la humanidad nos hablan de reyes, dioses, guerras y nuestros propios orígenes. Por poner un ejemplo importante, para miles de millones de personas de todo el mundo la Biblia no es solo un libro, ni siquiera solo un libro sagrado, sino la fuente de cómo pensar sobre el mundo, cómo debemos vivir en él y cómo debe gobernarse. Esto se cumple tanto si uno es religioso y venera el texto bíblico como palabra de Dios como si rechaza su autoridad. Tanto la persona religiosa como la secular son productos de una civilización que se vio moldeada (entre otras cosas) por la Biblia y sus valores. Por esa razón, las ideas que presenta la Biblia, la imagen que da de los líderes y las lecciones sobre liderazgo que se supone que debemos extraer de ella son la base de la forma en que muchas personas de todo el mundo piensan sobre el liderazgo, para bien y para mal.
Los capítulos del 11 a 18 del Libro de los Reyes narran la que quizá sea la historia más dramática, sangrienta y desgarradora del Antiguo Testamento. Comienza con el rey David, sentado en su palacio de Jerusalén, desde donde contempla perezosamente a una mujer que se baña en una casa cercana. El rey ordena a sus sirvientes que la lleven a su presencia. La mujer, Betsabé, está casada con un hitita llamado Urías, un soldado del ejército israelita, que está luchando contra los amonitas en una de las interminables guerras de conquista que habían ayudado a David a convertirse en un rey poderoso y rico. David se acuesta con Betsabé (el lector antiguo podría haberlo considerado como una seducción, el lector moderno lo reconocerá como algo más feo) y de esta cita Betsabé queda embarazada. El rey, deseoso de ocultar su indiscreción, convoca a Urías desde el campo de batalla. Después de agasajarlo en palacio, lo envía a tener una visita conyugal con su esposa para que se suponga que es el padre del hijo de David. Pero Urías le estropea el plan a David cuando se niega a ir a su casa y duerme ante la puerta del rey. Le explica a David que no es posible que duerma con su mujer y sienta los placeres del hogar mientras sus compañeros están sumidos en la batalla: «El arca, Israel y Judá están en tiendas, y mi señor Joab y los siervos de mi señor están acampados en los campos abiertos; ¿entraré yo en mi casa para comer y beber y acostarme con mi mujer? Por tu vida y la de tu alma, no haré esto».
El honor y la integridad de Urías obligan al rey David a una mayor hipocresía: recompensa a Urías enviándolo de vuelta al campo de batalla con un mensaje privado para entregar al general de David, Joab. El mensaje ordena al general que coloque a Urías en primera línea de batalla, donde es probable que lo maten. Y así sucede. Urías el hitita muere en la batalla a causa de una nota que se le ordenó llevar a su comandante sin conocer su contenido. En Jerusalén, la desgraciada (y embarazada) Betsabé llora la muerte de su esposo, pero no durante mucho tiempo: David manda a buscarla y la convierte en la más reciente de sus muchas esposas.
David es una figura sagrada para judíos, cristianos y musulmanes: un favorecido de Dios, el modesto pastor de la tribu de Judea que el mismo Dios dispuso que fuera rey; que abatió al poderoso guerrero filisteo Goliat con solo una honda y una piedra; que tocó el arpa para el atribulado y atormentado primer rey de los israelitas, Saúl; que vio el rostro de Dios, y habló con Dios, y según la tradición judía, escribió los salmos; y cuya casa sería reyes de Israel a perpetuidad, y el Mesías vendría de su linaje. En el Libro de los Reyes, David asciende a un gran poder y expande su reino triunfando en las guerras, protegido y amado por Dios, y siempre con rectitud.
Pero en lo que se refiere a su comportamiento hacia Betsabé y Urías el hitita, David es humano, no piadoso, incluso mezquino e inmoral y perezoso. Ya no dirige a los hombres en el campo de batalla ni da un ejemplo personal de modestia y valentía, sino que se contenta con sentarse en un lujoso palacio, un gato gordo, un fisgón, mientras otros luchan y mueren en su nombre. Es una imagen chocante para quienes solo conocen a David por su reputación, como ícono, filtrado por la mitología o las creencias. Pero las cosas van a empeorar todavía más.
Poco después de la muerte de Urías, el profeta Natán visita al rey David. Los profetas, en la antigua tradición bíblica, tienen un papel crucial: al tener el poder de la profecía, son portadores de la palabra de Dios y sirven como autoridades espirituales y consejeros. Natán es, por tanto, una de las pocas personas que pueden hablarle de forma directa y libre a David, sin miedo. Natán le cuenta una historia, una parábola:
Había en cierta ciudad dos hombres, uno rico y otro pobre. El rico tenía muchas ovejas y ganado, mas el pobre no tenía más que una sola cordera, que él había comprado y criado, y que había crecido con él y con sus hijos juntamente, comiendo de su bocado, y bebiendo de su vaso, y durmiendo en su seno: y teníala como a una hija. Y vino uno de camino al hombre rico; y él no quiso tomar de sus ovejas y de sus vacas, para guisar al caminante que le había venido, sino que tomó la oveja de aquel hombre pobre, y aderezóla para aquel que le había venido.
La Biblia nos cuenta que, al oír esta historia, «Entonces se encendió el furor de David en gran manera contra aquel hombre», y dijo a Natán: «Vive Jehová, que el que tal hizo es digno de muerte, y que él debe pagar la cordera con cuatro tantos, porque hizo esta tal cosa, y no tuvo misericordia». La respuesta de Natán a David fue: «Tú eres ese hombre». Y Natán continúa:
Así ha dicho Jehová, Dios de Israel: «Yo te ungí por rey sobre Israel... Te di la casa de Israel y de Judá. Además de esto te di la casa de Israel y de Judá; y si todo esto hubiera sido poco, te habría dado aún más. ¿Por qué despreciaste la palabra del Señor haciendo lo que es malo a sus ojos? Mataste a Urías el hitita con la espada y tomaste a su mujer como tuya. Lo mataste con la espada de los amonitas. Ahora, pues, la espada nunca se apartará de tu casa, porque me despreciaste y tomaste para ti a la mujer de Urías el hitita». Esto es lo que dice el Señor: «De tu propia casa voy a hacer caer la calamidad sobre ti».
Al oír las palabras de Natán, David se derrumba de culpa, y exclama: «Pequé contra el Señor», pero Natán le tranquiliza diciéndole que Dios le perdonará la vida. Esto apenas resulta ser un consuelo. A partir de ese momento, y durante un largo periodo, David y su familia experimentan una impresionante serie de tragedias, que hacen que David desee que Dios lo hubiera castigado con la muerte.
Primero, el bebé de Betsabé, el hijo de David, Jededías, enferma gravemente. David y sus sirvientes rezan, lloran y ayunan, pero es en vano: el bebé muere. (Después de esto, Betsabé vuelve a quedarse embarazada, esta vez de Salomón, a quien Dios ama, según se nos dice, y que acabaría sucediendo a David como rey).
A continuación, el autor bíblico relata el sombrío episodio en el que se ven envueltos tres de los descendientes mayores de David: Amnón, Tamar y Absalón. Estos funestos sucesos inspiraron grandes obras de arte y polémicos debates teológicos y han echado a perder la inocencia de generaciones de niños estudiosos de la Biblia. Amnón se obsesiona con su hermanastra Tamar; por consejo de su amigo, finge estar enfermo y pide que envíen a Tamar a su casa para alimentarlo. David ordena a Tamar que vaya. Ella lo hace, y amablemente hornea y se ofrece a dar de comer a Amnón pasteles de carne, pero él rehúsa, pidiéndole en cambio que se acueste con él. Cuando ella se horroriza ante la idea e intenta aplacarlo diciéndole que hable de su deseo con su padre, él la ataca y la viola, a pesar de que ella le ruega que se detenga. Una vez que termina, se consume de «odio» hacia ella y la corre de su casa con ira, a lo que ella responde: «¡No! Correrme sería un agravio mayor que lo que ya me hiciste».
La devastada Tamar acude a su hermano Absalón, quien al enterarse de lo sucedido no vuelve a hablar con su hermanastro Amnón; se nos dice que «odiaba a Amnón por lo que le había hecho a su hermana Tamar».
Transcurren dos años más. Absalón parece haber pasado página (no se nos dice nada de Tamar). Pero entonces, con engaños, consigue reunir a todos los hijos del rey, sus hermanos y medio hermanos, y ordena a sus siervos que asesinen a Amnón como venganza por la violación de Tamar. Cuando se entera el rey David (que había rechazado la invitación de Absalón a unirse a la reunión), al principio se ve engañado enormemente al creer que Absalón mató a todos sus hermanos varones, los hijos de David. Absalón huye de Jerusalén y se dirige a Guesur, donde permanece tres años. A David se le describe mucho más triste que enojado; «deseaba ir a ver a Absalón, pues se sentía consolado respecto a la muerte de Amnón».
El resto del episodio es conmovedor e impactante. Absalón y David se reconcilian después de tres años de distanciamiento, un tierno gesto que inspiró grandes obras de artistas como Rembrandt o Marc Chagall, mostrando el poderoso vínculo entre padre e hijo. Pero, al final, Absalón se ve vencido una vez más por sus demonios y comienza una rebelión a gran escala contra su padre, que se ve obligado a huir de su palacio en Jerusalén por miedo a su propio hijo. Finalmente, tras una sangrienta guerra entre el ejército de Absalón y los soldados que se mantienen leales a David, Absalón acaba asesinado de forma espantosa: cuando la cabeza le queda atrapada por la melena entre las ramas de un roble al pasar por debajo la mula que montaba durante la batalla, Joab y sus hombres ejecutan al hijo rebelde a sangre fría con tres flechas en el corazón. David, al enterarse de la muerte de Absalón (pero no de cómo murió), no celebra su victoria en la guerra y su restauración en el trono; por el contrario, queda destrozado, y el episodio termina con una nota de dolor, con David lamentándose desconsolado: «¡Oh, hijo mío, Absalón, hijo mío, hijo mío, Absalón! Ojalá hubiera muerto yo en tu lugar, ¡oh, Absalón, hijo mío, hijo mío!».
Este horrible relato con moraleja inspiró e impactó a grandes artistas, pensadores profundos y gente corriente a lo largo de los siglos. Representa una concepción teológica del liderazgo: David es rey por derecho divino. Esta poderosa idea persiste en la era moderna: todavía hay monarcas y otros gobernantes en el mundo que afirman contar con el apoyo de Dios. En el Antiguo Testamento, David es el rey porque Dios lo facultó para serlo. Anteriormente, los hebreos eran un pueblo errante con «jueces» que los guiaban, temporalmente, a través de diferentes dificultades y crisis. Casi todos eran hombres, pero hubo una jueza (Débora). No eran gobernantes absolutos con poder absoluto, sino más bien guías o líderes militares en un momento de emergencia. Como gran parte de lo que aparece en la Biblia, esta es la versión mitológica de un fenómeno histórico anterior al surgimiento de las grandes civilizaciones e imperios, cuando los pueblos vivían de forma nómada formando clanes y tribus y se unían cuando se veían amenazados por otras tribus o pueblos. Pero, bajo el ataque constante de sus enemigos, especialmente los filisteos, y conscientes de los grandes imperios (como Egipto) que dominaban su región, los israelitas le dicen al profeta Samuel que pida a Dios que les dé un rey, como habían hecho sus vecinos y enemigos. Samuel ofrece al pueblo una advertencia sobre lo que hacen los reyes:
Estos serán los caminos del rey que reinará sobre ustedes: tomará a sus hijos y los destinará a sus carros y a ser sus jinetes y a correr delante de sus carros. Y señalará para sí comandanes de millares y comandantes de cincuenta, y algunos para arar su tierra y segar su mies, y para hacer sus artilugios de guerra y el equipo de sus carros. Tomará a sus hijas para que sean perfumistas, cocineras y panaderas. Tomará lo mejor de sus campos, viñedos y olivares y se lo dará a sus siervos. Tomará la décima parte de su grano y de sus viñas y se la dará a sus oficiales y a sus siervos. Tomará a sus siervos y siervas, a los mejores de sus jóvenes y a sus doncellas, y los pondrá a trabajar para él. Tomará la décima parte de sus rebaños, y serán sus esclavos. Y en aquel día clamarán a causa de su rey, a quien han elegido para ustedes, pero el Señor no les responderá en aquel día.
En otras palabras, Dios le dice al pueblo elegido: una vez que tengan un rey, ya no habrá vuelta atrás. El pueblo, sin inmutarse por la sombría profecía de Samuel (que se cumplió con creces), decide que un rey gobierne sobre ellos. Y una vez que lo hacen, como Dios les advirtió a través de Samuel, ese poder no está destinado a ser desafiado por otros hombres, porque el rey es la elección de Dios. Al mismo tiempo, la aparición de un rey con poder terrenal, pero aún bajo la autoridad de Dios, es una concepción del liderazgo constreñida por una especie de moral, anterior a la existencia de esos términos. El rey David abusa de su poder, y se da a entender que las penas y la violencia que siguen son el castigo de Dios por el pecado original contra Urías el hitita. Tanto los éxitos como los sufrimientos de David están guiados por Dios. De hecho, los dos Libros de los Reyes relatan los ascensos o caídas de un flujo constante de gobernantes que triunfan o fracasan basándose casi exclusivamente en un único factor: si hicieron bien o mal «a los ojos del Señor». Tenemos claro que David conoce bien esta dinámica, y por eso no mata simple y descaradamente a Urías el hitita y toma para sí a Betsabé. David hace lo que hace de forma indirecta y engañosa porque sabe que tiene algo que debe ocultar. Pero olvida que no puede esconderse de un Dios que todo lo ve.
¿Por qué escribieron esta historia de esta manera? Una persona religiosa creerá que la Biblia nos proporciona la Palabra literal de Dios y que es simplemente un hecho. Pero desde una perspectiva secular, vemos la Biblia como el producto de seres humanos con intenciones humanas. Entendemos que la gente siempre ha encontrado formas tanto de dar poder a ciertas personas para que sean líderes, a veces con gran autoridad, como de limitarlo a sus gobernantes. Por un lado, la concepción del liderazgo que encontramos en esta historia bíblica otorga al líder un poder casi ilimitado. Pero, por otro lado, implica que hay una línea que ni siquiera él puede cruzar. No puede hacer lo que quiera. Siempre está supeditado al poder superior de Dios, que hace las veces de sustituto de un código moral. Y así, aunque la gente corriente no pueda controlar a sus líderes, Dios sí puede. Y la fe en Dios, adorar a Dios, hacer la obra de Dios, significa que el pueblo puede estar seguro de su protección frente a un líder que abusa de su poder; incluso el poderoso rey está bajo la misma autoridad divina que el más bajo de sus súbditos, lo que lo sitúa a él y a ellos en un mismo nivel ante Dios, que somete a todos, desde el fuerte al débil, a la misma norma moral.
Es imposible saber qué fue primero: la aparición de un líder o la descripción de lo que debe ser un líder ideal. La Biblia, como otras fuentes fundacionales de las civilizaciones, establece expectativas de liderazgo y también exige que nos sometamos, y que aceptemos, la autoridad de un líder. Al mismo tiempo, y quizá es lo más importante, la gente encontró formas de limitar el poder de sus gobernantes, si no por medios seculares, como en la era moderna, sí por medios de inspiración divina. Ahí radica la tensión central de esta construcción del liderazgo: por un lado, otorga al líder (en realidad, a un gobernante) un poder casi ilimitado, afirmado por derecho divino. Cualquier revuelta contra él es una revuelta contra Dios. Por otro lado, siempre hay supervisión, en la forma de Dios. Ni siquiera el líder terrenal más poderoso puede superar el poder y la autoridad de Dios.
Por supuesto, este es solo un episodio bíblico, y la Biblia en sí no es más que un ejemplo de mitología fundacional: los textos e historias que dieron a nuestros antepasados una idea de sí mismos, de su mundo y de su historia. Pero se trata de algo representativo. Los seres humanos siguieron organizando sus sociedades de forma principalmente religiosa y monárquica durante siglos; para los cristianos, esto giraba en torno al hombre que creen que no solo era el hijo de Dios, sino el descendiente directo del rey David: Jesucristo.
A lo largo de la era moderna se produjeron grandes cambios en la forma en que las sociedades (y los Estados) se gobernaban a sí mismos (aunque la forma religiosa, monárquica y hereditaria de liderazgo siguió existiendo). Esta historia es compleja, aunque solo nos fijemos en Occidente, porque representa el momento en que el liderazgo empieza a independizarse de Dios. Cuando la autoridad divina disminuye, el liderazgo debe explicarse y justificarse en nuevos términos. En lo que se refiere a esto, en la historia de la forma en que los seres humanos consideraron el liderazgo, tal vez nadie tuvo más impacto que Nicolás Maquiavelo.
Maquiavelo es más conocido por ser el autor de El Príncipe, que escribió en 1513, pero que no se publicó hasta 1532.8 De Maquiavelo aprendemos a pensar no solo sobre el liderazgo, sino sobre la propia investigación histórica. Tal vez la declaración más incisiva y reveladora de Maquiavelo sobre las recompensas y el significado de dedicarse al estudio de la historia se encuentre en su «Carta a Francesco Vettori»:
Cuando llega la noche, vuelvo a casa y entro en mi estudio. En el umbral me despojo de mis ropas de trabajo, sudorosas y llenas de lodo, y me pongo las ropas de la corte y del palacio, y con este vestido más grave entro en las antiguas cortes de los antiguos y soy recibido por ellos, y allí pruebo la comida que solo me pertenece a mí, y para la que nací. Y allí me atrevo a hablarles y preguntarles los motivos de sus acciones, y ellos, en su humanidad, me responden. Y durante cuatro horas, olvido el mundo, no recuerdo ninguna vejación, no temo más a la pobreza, no tiemblo más ante la muerte: en efecto, paso a su mundo.
Estas palabras, que Maquiavelo escribió durante uno de los periodos más lúgubres de su vida, expresan de forma contundente lo que significa enfrentarse a la historia, buscar el conocimiento y la inspiración en el pasado (aunque quizá nunca sepamos por qué fijó la cantidad de tiempo en cuatro horas exactas). Nosotros estamos aquí para hacer lo mismo. Al igual que la Biblia, El Príncipe es una obra fundacional; tanto si se leyó como si no, vivimos en un mundo al que ha contribuido a dar forma, directa o indirectamente, para bien o para mal.
Mucha gente utiliza el término «maquiavélico» para describir las intrigas inmorales, incluso diabólicas, que se utilizan para conseguir el poder. Pero eso es una gran exageración, e incluso un malentendido, de El Príncipe. Maquiavelo escribió el libro en unas circunstancias personales difíciles y estresantes: no tenía trabajo y no gozaba del favor del nuevo poder que había en Florencia, la familia Médicis. Después de servir catorce años como alto funcionario de la república florentina bajo el régimen anterior, Maquiavelo se vio despojado de todo poder y responsabilidad, desterrado de la vida pública, incluso encarcelado y torturado. Pero siguió apasionadamente interesado por la política y, basándose en su experiencia y sus reflexiones a lo largo de una década y media de tumultuosos acontecimientos, escribió El Príncipe como una especie de guía para cualquier líder que quisiera tener éxito, quizá con la idea y el objetivo de ganarse la simpatía de los gobernantes de su ciudad. Maquiavelo hizo circular el manuscrito entre sus amigos, pero no se publicó hasta después de su muerte. En vida fue más conocido por sus obras de teatro y otros escritos, y aunque El Príncipe empezó a labrarse una gran reputación antes de su publicación, eso no ayudó a su autor, y Maquiavelo nunca volvió a acercarse al poder.
La intriga de la política florentina en la época de Maquiavelo es interesante, y su vida estuvo llena de dramas, pero creo que es más importante el contexto histórico general en el que escribió sus ideas. Aunque Maquiavelo vivía en una Italia sumergida en un periodo de inestabilidad y conflicto, y donde, de forma algo excepcional, había más gobiernos republicanos y reinos más pequeños que en otras partes de Europa y del mundo, el siglo xvi en Europa (como en otras partes) fue, en general, una época de monarcas cada vez más poderosos que gobernaban estados y sociedades cada vez más grandes. Y casi dos milenios después de que se escribiera la historia bíblica de David, Betsabé y Urías, El Príncipe seguía formando parte de un mundo en el que la existencia de Dios era tan real para casi todos los europeos como el sol y la luna. Maquiavelo no desafió la autoridad de los gobernantes monárquicos ni negó la existencia de Dios; era algo irrelevante para lo que intentaba hacer. Pero como pensador, o teórico, del poder y el liderazgo, llevó a sus lectores en una dirección secular, sobre todo observando y explicando que los hombres (y seguimos hablando de hombres) tienen cierto control individual sobre el éxito o el fracaso que tendrán como gobernantes o líderes. Maquiavelo reconocía que Dios desempeñaba algún papel en los asuntos humanos; en varios momentos de El Príncipe, parece dar por sentada la idea de que los gobernantes ascendían y caían, al menos en parte, debido a la voluntad de Dios, y por la «fortuna» (que él enlazaba con «Dios»). Pero también afirmaba que existía el «libre albedrío» y que, aunque «la fortuna es el árbitro de la mitad de nuestras acciones», «todavía nos deja dirigir la otra mitad, o quizá un poco menos». En otro escrito, Maquiavelo relata varios milagros y castigos de los que Dios era responsable, y con los que dirigía lo que ocurría en el mundo, pero añade que «Dios no está dispuesto a hacerlo todo, y quitarnos así nuestro libre albedrío y la parte de gloria que nos pertenece».
Los alumnos a los que se les asigne El Príncipe pero que nunca hayan leído a Maquiavelo puede que hayan oído hablar de algunas frases asociadas a él, como «es mejor ser temido que amado». Esta frase recuerda los conceptos más conocidos sobre el maquiavelismo. Pero el propio texto revela todos los matices de su pensamiento, que no consiste en comportarse inmoralmente, sino en forjar el propio destino. En el capítulo 17 de El Príncipe, titulado «De la crueldad y la clemencia; y si es mejor ser amado que temido, o ser temido que amado» (en cierto modo, la pieza central de su tratado), Maquiavelo explica que, si bien el amor asegura una lealtad temporal, la naturaleza humana es tal que esta lealtad por amor es voluble y puede corromperse o desecharse; pero el miedo (al castigo) asegura una lealtad permanente, que es lo que realmente necesita el gobernante. Al mismo tiempo, y en contra de la idea de que está abogando por un comportamiento malvado o inmoral, Maquiavelo advierte al Príncipe que no ejerza un castigo arbitrario o excesivamente cruel, de tal manera que se granjee el odio público, porque eso podría ser su ruina una vez que las partes sometidas tuvieran la oportunidad de vengarse. Este punto de vista no solo muestra el énfasis de Maquiavelo en la apariencia y las percepciones, su negativa a mantener absolutos morales, sino también su conciencia de los límites del poder y, sobre todo, su cautela ante el poder exagerado. Ser odiado, según Maquiavelo, no es malo porque sea el resultado de actos inmorales, sino porque impide los objetivos del Príncipe.
El Príncipe de Maquiavelo existe de manera clara en una unidad mental totalmente nueva a la del segundo Libro de los Reyes, en la que el liderazgo no está vinculado a lo sobrenatural o a la moralidad, sino a los objetivos. La cruda parábola del profeta Natán sobre el hombre rico y el hombre pobre y su oveja cambiaría según Maquiavelo: el Príncipe no debería evitar llevarse la única oveja del pobre porque es un acto inmoral y enfurecería a Dios; debería evitarlo porque al hacerlo se haría odiar y el odio de la gente frustraría sus ambiciones. Por otra parte, como «es mejor ser temido que amado», está bien, e incluso es deseable, que los que están bajo el mando del Príncipe sepan que es perfectamente capaz de quitarles sus ovejas (por así decirlo) si no hacen lo que él les dice, y que lleve a cabo este castigo cuando sea necesario y esté justificado. En el mundo de Maquiavelo, el fingimiento y la apariencia son tan importantes como la intención y las leyes. «El Príncipe» no es una posición hereditaria de liderazgo; no es elegido por Dios. El liderazgo no viene dado desde arriba ni es una cuestión de destino. Es algo que se puede trabajar, mejorar, pulir. El líder puede alcanzar el éxito no siguiendo la voluntad de Dios, sino adoptando el consejo adecuado, idealmente el de Maquiavelo. Se trata de una forma del todo nueva de concebir el liderazgo, porque proporciona al aspirante a líder una guía basada no en lo que es moralmente correcto, sino en cómo funciona la política en el mundo real. Maquiavelo, en ese sentido, nos lleva del viejo mundo al nuevo, donde todo parece posible, y en el que el líder no solo forja su propio destino, sino también la historia.
Sin embargo, incluso en el nuevo mundo feliz de Maquiavelo, en el que los líderes en teoría pueden forjar sus propios destinos y tomar sus decisiones basándose no en la voluntad divina predeterminada, sino en la estrategia, las tácticas y los objetivos, no todo es posible. Aunque estén liberados (conceptualmente) de los grilletes de la moralidad y del poder superior, los líderes aún deben enfrentarse a cosas bastante poderosas y resistentes. Estructuras. Sistemas. Instituciones. Otros líderes. Otras partes de la sociedad. Oponentes. Adversarios. Enemigos. En un mundo maquiavélico, quizá el reto más desalentador al que se enfrentan los gobernantes es que otras personas se den cuenta de que el poder del gobernante no está garantizado ni protegido por la autoridad divina, por lo que puede acabar desplazado, y sin incurrir en la ira de Dios.
La lectura de Maquiavelo nos lleva a la pregunta: ¿el líder hace la historia o la historia hace al líder? Si queremos entender el liderazgo y cómo funciona en el mundo, ¿deberíamos fijarnos sobre todo en cómo el líder cambió el mundo? ¿O deberíamos centrarnos en las formas en que el mundo produjo, y luego limitó, al líder?
Algunas personas se centran en los individuos. Otros se centran más en la sociedad. Karl Marx, que es posible que sea el pensador más influyente y políticamente más importante del siglo xix, se interesaba por los individuos, pero prefería un análisis estructural de la historia. Durante los últimos años de la Guerra Fría, al menos en Occidente, la reputación de Marx sufrió un serio declive. Pero más recientemente, debido al estado cada vez más distópico de la economía política mundial, ha tenido un cierto resurgimiento. En el debate sobre si lo más importante es la historia o el líder, Marx se decantaría por la primera opción. En su Decimoctavo Brumario sobre Luis Napoleón (1852), escribió: «Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su antojo; no la hacen bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo circunstancias ya existentes, dadas y transmitidas desde el pasado».
Marx escribía en 1851 concretamente sobre el dictador francés posrevolucionario Luis Bonaparte y su ascenso al poder, pero su comentario es una reflexión intemporal sobre la cuestión de lo que pueden hacer los líderes individuales, su importancia (si la tienen) para hacer avanzar la historia y hasta qué punto son capaces de moldear o cambiar la realidad en la que actúan. Marx creía que la agencia individual (un término que no utilizaba) era limitada, porque la historia (esas «circunstancias... transmitidas desde el pasado», como él decía) restringía la capacidad de cualquier individuo para crear un cambio, incluso con un gran poder. Por supuesto, Marx nunca excluyó la posibilidad de que los líderes pudieran cambiar el mundo; de hecho, el objetivo de la teoría marxista es que el pueblo puede y debe llevar a cabo una revolución que (en su caso) derroque al capitalismo y cambie el curso de la historia. Para Marx, el objetivo no es imaginar un mundo diferente, sino hacerlo realidad. Como él mismo dijo: «Los filósofos solo han interpretado el mundo de diversas maneras; la cuestión, sin embargo, es cambiarlo».
En su libro Machiavelli’s Children, el politólogo Richard Samuels examinó la siguiente cuestión: ¿qué pueden hacer los líderes en el poder, dadas las limitaciones a las que inevitablemente se enfrentan?