ADELANTOS EDITORIALES

Usted sabe quién • Rodrigo Fluxá

Notas sobre el homicidio de Viviana Haeger

Escrito en OPINIÓN el

El 29 de junio de 2010, la tranquila localidad de Puerto Varas en el sur de Chile, fue sacudida por la desaparición de una mujer que parecía tener una vida perfecta. Cuarenta y dos días después, cuando el cuerpo de Viviana Haeger fue encontrado en el entretecho de su propia casa, la atención del país se centró en una historia policial donde el principal sospechoso parecía ser el marido de la víctima, Jaime Anguita. Pasarían siete años para que la justicia dictara su veredicto.

A través de un narrador que presencia la totalidad del juicio y envía notas con sus impresiones, Usted sabe quién muestra las estrategias y evidencias presentadas ante el tribunal, así como devela las fallas y grietas de la investigación. A falta de una prueba concluyente, y cuando la “verdad” depende de quién la cuenta, nos deja ante la misma disyuntiva de los jueces: ¿condenar o absolver?

Este libro de Rodrigo Fluxá fue elaborado después de cuatro años de investigación, medio centenar de entrevistas presenciales, la revisión de las casi cinco mil páginas del expediente del caso y la escucha de 3.249 intervenciones telefónicas legales, cimienta una inquietante realidad: a veces no queda otro camino que dejar libre a un hombre al que todos creen culpable. En esta obra se basa la exitosa serie de Netflix 42 días en la oscuridad.

Fragmento del libro de Rodrigo Fluxá Usted sabe quién. Notas sobre el homicidio de Viviana Haeger”. Editado por Catalonia. Cortesía de publicación de Océano.

Rodrigo Fluxá | Periodista de la Universidad de Chile.Ha publicado los libros El lado B del deporte chileno (2010), Leones (2012), Solos en la noche. Zamudio y sus asesinos (2014), Crónica Roja (2016) y Usted sabe quién. Notas sobre el homicidio de Viviana Haeger (2018). Es coautor de Los malos (2015) y de varios volúmenes de El mejor periodismo chileno. Ha ganado el Premio Periodismo de Excelencia de la niversidad Alberto Hurtado en tres ocasiones (2011, 2014 y 2019). 

Usted sabe quién | Rodrigo Fluxá

#AdelantosEditoriales

UN TORPE ELEFANTE

El asesinato de Viviana Haeger en Puerto Varas, en junio de 2010, es uno de los casos que ha provocado mayor impacto y conmoción pública desde que hace veinte años entró en vigencia el nuevo sistema procesal penal Sus peculiares características, la variedad y singularidad de los personajes involucrados, las diversas teorías que se elucubraron respecto de lo que pasó, los graves errores de la investigación y el resultado inesperado del juicio, entre otros aspectos, hicieron de este un objeto permanente de atención y un verdadero caramelo para los medios de comunicación. Se trató de una suerte de larga novela de misterio por entregas, cuyos capítulos se extendieron por más de siete años. Si guglea “caso Haeger”, encontrará decenas de miles de entradas, que incluyen material periodístico, documentos judiciales, teorías conspirativas y especulaciones de todo tipo.

Si tiene este libro en sus manos veo difícil que no tenga alguna opinión sobre el desarrollo y resultado de este caso. Yo lo seguí no solo por su interés general –y reconozco que con algo de morbo por lo escabroso de los hechos que se presentaban–, sino también por alguno de corte profesional, que me lleva a estar atento a los casos más relevantes que se tramitan en el sistema de justicia penal, área de mi especialidad desde hace más de veinticinco años. Con todo, leer Usted sabe quién me obligó a formularme nuevamente varias preguntas que imagino también usted puede estar haciéndose: ¿cuánto sabía realmente del caso y su desarrollo? ¿Cuánto conocía a sus protagonistas? ¿Qué sabía de lo que ocurrió con la investigación? ¿Qué pasó en el juicio oral que concluyó con la condena de José Pérez como autor de robo con homicidio y la absolución de Jaime Anguita, marido de la víctima, como potencial autor de homicidio calificado (sicariato)? ¿Cómo entender que un hecho tan grave se haya resuelto de esta forma? ¿Qué explica el comportamiento de varios de los protagonistas de esta trama? ¿Se trata de un éxito o de un fracaso de nuestra justicia penal?

Luego de la lectura de este magnífico trabajo de Rodrigo Fluxá sé más y tengo nuevas respuestas a estas preguntas. Su enorme aporte combina la investigación exhaustiva acerca del desarrollo del caso y un testimonio vivencial del autor al compenetrarse y, no me cabe la menor duda, obsesionarse con él por largo tiempo. Es un libro de investigación y de los buenos, pero también es mucho más que eso; es una reflexión sobre la justicia penal, sobre la naturaleza humana y sobre nuestra sociedad actual. Esta magnífica combinación, que enriquece el texto, es algo a lo que Fluxá ya nos empieza a malacostumbrar, primero con su libro sobre el caso Zamudio –Solos en la noche– y ahora con Usted sabe quién.

La parte de investigación incluyó la revisión de las cerca de cinco mil páginas de la carpeta fiscal (“el expediente” en lenguaje forense antiguo), la escucha de miles de interceptaciones telefónicas legales, entrevistas a medio centenar de personas (muchos de los protagonistas y algunos personajes secundarios) y la presencia en todas las audiencias del juicio oral. Además, tenemos las impresiones del autor acerca de esas audiencias y del caso, de conversaciones largas e intercambios electrónicos, todo ello con la frescura narrativa de un observador externo al sistema, que relata con atención al detalle el funcionamiento del complejo teatro en el que se desenvuelve la justicia penal.

Agradezco que el autor nos ayude a conocer a todos los personajes de esta historia. Sus entrevistas y reflexiones dan pistas para comprender las razones de los protagonistas, y nos ayudan a comprender el impacto que el caso ha tenido en sus vidas. Por eso decía que el libro es mucho más que un estudio de un caso judicial. No creo, eso sí, que los seres humanos quedemos particularmente bien parados. Muchas de las revelaciones del libro muestran los aspectos más miserables de nuestra condición humana. No seré yo quien tire la primera piedra, pues me pregunto si, en circunstancias extremas, me comportaría de una forma distinta. El cuadro que se pinta es complejo, con muchas zonas de sombra. Hay también áreas luminosas en donde el mismo autor identifica valores como la honestidad, el compromiso y la transparencia, aunque a veces eso dure poco. Las más de las veces nos movemos en una gran zona gris, donde todo juicio debe ser matizado y provisorio, donde finalmente prima el lente a través del cual se observe la realidad.

El libro también nos entrega múltiples imágenes sobre el funcionamiento de nuestra justicia penal y, como elemento de fondo, de nuestra sociedad. Permítanme en este punto una breve reflexión sobre las posibilidades y los límites de la justicia penal. Siempre he pensado que es una herramienta especialmente torpe y limitada para la resolución de un conflicto, sobre todo cuando se trata de uno tan complejo y grave como un asesinato. Aun en el mejor de los casos, cuando se logra esclarecer los hechos en forma rápida y se condena a los autores del delito imputado, muy difícilmente puede recomponer lo que se quiebra cuando una persona es asesinada y se truncan así sus planes de vida, la de su familia, amigos y entorno cercano. Aun cuando logremos la pena más alta o la que nos parece más justa, ¿puede eso reparar el daño ya causado? Me temo que solo en una pequeña porción.

La justicia penal parece un torpe elefante en una cristalería de productos muy finos. Su capacidad para no romper más cosas que las que se arreglan es baja. De tarde en tarde nos da algunas satisfacciones y cumple con algunas expectativas sociales, pero siempre con el sabor amargo de haberse producido un daño irreparable y doloroso. Esto contrasta fuertemente con lo que esperamos como sociedad que el sistema haga o logre, y ahí se abre una brecha de expectativas que nos lleva a una permanente frustración. Por definición la justicia penal llegará, aun en el mejor de los casos, algo tarde; muchas o las más de las veces, ya demasiado tarde.

Por lo mismo, no conozco sociedad que esté plenamente conforme con su trabajo. El sistema de justicia criminal suele ser objeto de duras críticas y fuertes cuestionamientos en todos lados. En 1909 G.K. Chesterton describía así el sistema judicial británico: “La cosa más horrible de los oficiales del sistema legal, incluso los mejores, no es que sean malvados (algunos de ellos son de hecho buenos), no es tampoco que sean estúpidos (muchos de ellos son bastante inteligentes), es simplemente que están acostumbrados a esto. En estricto rigor, no ven a un prisionero en la cárcel sino a una persona común en un lugar habitual. Ellos no ven lo terrible de una corte que juzga, sino solo su propio lugar de trabajo”.

La descripción de Fluxá del funcionamiento de nuestro sistema en el caso Haeger tiene tintes dramáticos. El relato nos muestra a un elefante particularmente torpe y lento. Da cuenta de un trabajo policial de muy baja calidad, cuando no derechamente chambón. “Encontrar” el cadáver de la víctima en el entretecho de su casa luego de 42 días de búsqueda intensa que incluyó, lea bien, al menos tres revisiones del entretecho no me parece que pueda caber en otra categoría. Lo mismo cuando se constata que muchos de los hallazgos claves en el caso parecen más productos de la casualidad que del trabajo investigativo; por ejemplo, la vinculación e identificación de José Pérez, el único condenado. Esto habla muy mal de las capacidades profesionales de nuestras policías.

El relato también nos muestra, aun cuando me hubiera gustado más desarrollo sobre este punto de parte del autor, cómo contamos con enormes déficits en nuestra capacidad para producir prueba pericial de calidad, cuestión clave para el esclarecimiento de delitos como este. Coincide con los resultados de mi reciente investigación empírica en la materia, en la que he podido identificar falencias importantes en las instituciones estatales que producen conocimiento experto que la justicia penal requiere para resolver casos, como la falta de especialidad de los supuestos “expertos” en áreas básicas como la medicina y la psicología forense. En el caso Haeger, el mejor ejemplo que nos entrega el libro es el informe de un famoso y reputado patólogo forense que, contradiciendo toda la evidencia acumulada, sostiene que la muerte de Viviana Haeger fue producto de un suicidio y justifica tal conclusión recurriendo a citas bíblicas e históricas sobre la relación entre mujer y suicidio, y no a una investigación forense como sería esperable. Los relatos sobre el pobre tratamiento del sitio del suceso nos muestran cómo la escena del crimen es contaminada tempranamente y ello dificulta o imposibilita contar con prueba científica para vincular el caso a un potencial autor. Hablamos aquí de errores muy gruesos y no de sutilezas o detalles sofisticados.

Los actores del sistema tampoco quedamos muy bien parados. Aunque en el libro encontramos de dulce y de agraz, no dejan de reverberar en mi cabeza las imágenes de jueces un poco aburridos escuchando un caso que, a pesar de su relevancia y el gran interés público, es uno más en una pesada rutina diaria en que las historias se repiten, semana a semana, mes tras mes, año tras año. Leemos también acerca de las enormes dificultades que existen para construir razonamientos judiciales consistentes en entornos en los que la evidencia presentada en juicio deja mucho que desear, y cómo ello opone barreras insuperables para llegar a decisiones judiciales que parezcan razonables y ajustadas al sentido común. Pareciera que los casos solo se pueden resolver cuando contamos con prueba incriminatoria directa, cuando la realidad es que eso ocurre en el margen y, en todo evento, normalmente no en los casos que llegan a juicio oral. Tampoco me puedo sacar de la cabeza la imagen de abogados –fiscales, defensores y querellantes– que en el fragor del litigio construyen teorías y argumentos que se alejan del sentido común y cuya motivación central pareciera estar en apuntarse una victoria personal. Así pierden toda sensibilidad con el drama que lleva a este caso a juicio y hacia las personas que se ven afectadas por su desarrollo.

La imagen que ese observador agudo que es Fluxá construye es la de una máquina burocrática, formalista, rutinaria y relativamente insensible, una suerte de línea de producción que se dedica a procesar casos graves y complejos, en donde lo importante es poder tomar una decisión y no necesariamente su calidad. Llama la atención que el valor de esclarecer la verdad no parece tener un rol protagónico en la decisión ni en el funcionamiento general del sistema. El peso de la noche a veces es muy fuerte. Es duro y doloroso para gente como yo, cuya carrera profesional está ligada a este sistema, pero es necesario que cada cierto tiempo alguien nos remueva y nos haga ver que las cosas pueden ser distintas de como nos acostumbramos a hacerlas. Se agradece entonces este recordatorio, bien documentado y apasionantemente escrito.

Afortunadamente, el texto también nos muestra algunas cosas positivas del sistema. Destaco que, a pesar de las enormes dificultades y limitaciones, es posible decidir un caso con niveles de transparencia muy significativos, que nos permiten a todos hacer juicios mucho más certeros acerca de la corrección o incorrección de la decisión final, a diferencia de lo que ocurría con el opaco sistema antiguo. Dada mi experiencia trabajando en Chile y en varios países de la región, puedo decir que este trabajo periodístico se ha beneficiado de un acceso abierto a los materiales de la investigación judicial, a las audiencias en que se desarrolló el juicio y a los actores del sistema. Se trata de una fortaleza que no debemos descuidar.

Ojalá el autor nos siga regalando en los años que vienen nuevos libros como este. Al menos yo lo espero con ansias. Invito a los lectores a adentrarse con intensidad en su lectura. Espero que, como en mi caso, les motive reflexiones sobre la multiplicidad de cuestiones que se nos plantean, les permita conocer y comprender mejor las luces y sombras de nuestra justicia penal y, finalmente, con la valiosa información que Fluxá nos entrega, les ayude a tener una opinión personal sobre los hechos y la actuación de la justicia. Al final del día, usted sabe quién.

Mauricio Duce J.

Profesor titular de la Facultad de Derecho de la UDP

Santiago, abril de 2019

Este libro es el resultado de una investigación de cuatro años que incluyó la revisión de las casi cinco mil páginas del expediente del caso, la escucha de 3.249 intervenciones telefónicas legales, la cobertura completa del juicio en Puerto Montt y medio centenar de entrevistas presenciales.

42 DÍAS

¿Puedes dejar todo de lado un rato y concentrarte, sin mirar el teléfono, sin prender la tele? Porque si no puedes, mejor déjalo hasta acá. Cierra esto y sigue con tu vida, sin resentimientos. Y, sinceramente, puedo vivir sin tu opinión.

Pero asumo que sigues aquí, que si leíste hasta acá es porque de verdad lo necesitas. Nada es más gratificante que te digan que tienes razón, que eres tan especial, que pudiste verlo con claridad mucho antes que todos.

Viviana Haeger se despertó ese martes, el 29 de junio de 2010, en algún momento entre las seis y las siete de la mañana. Pese a ser un lunes falso, el comienzo de una semana después de un fin de semana largo, me atrevería a decir que amaneció resuelta, con planes, con toda una lista de cosas que hacer. Un alivio para una dueña de casa que llevaba ya un par de años viendo el correr de las horas de la mañana sola, esperando ansiosa que el teléfono sonara o que, ya al almuerzo, alguien interrumpiera el aburrimiento y entrara por la puerta de su inmensa casa, en el Parque Stocker, donde viven los ricos en Puerto Varas, siempre de la carretera hacia el lago Llanquihue, porque así es esta ciudad, te cuento. Una calle, una sutileza como un pedazo de asfalto con unas líneas blancas intermitentes en el medio, puede marcar un mundo de diferencia entre una clase social y otra.

Esa mañana estaba nublado y no era novedad: en pleno invierno, esperar otra cosa aquí es optimismo. Pero Viviana Haeger era una optimista intensa, muchas veces al borde de la negación, otras rozando la ingenuidad. Con su pijama rosado de señora y su bata celeste de señora bajó las escaleras del segundo piso hacia la planta baja. Debe haber mirado la cocina, que era su orgullo. La casa entera lo era: la decoró ella, apasionada por un lado, pero avergonzada por otro, porque en rigor la plata para comprar los materiales y muebles no era suya, sino de la persona que dormía hacía años a su lado. Y ella, seguramente, porque había trabajado buena parte de su vida, no había perdido aún la incomodidad de pedir, de estirar la mano.

Después Viviana Haeger hizo el desayuno y se lo llevó a sus dos hijas a la cama. Vivian, la mayor, tenía catorce años y atravesaba lo que se podría definir como una adolescencia complicada, explorando los límites de la autoridad materna, pero se negaba a dejar ir ese ritual de niñez: recibir la bandeja en su cama y tomar el desayuno acostada en su pieza. Susan, la menor, de ocho años, lo tomó también en su cama, que estaba en un recoveco dentro del dormitorio matrimonial. Si te estás preguntando por qué dormía ahí a esa edad, lamento decirte que por ahora no es de tu incumbencia. Esto tiene un orden.

Sobre lo otro que te debe tener inquieto, lo que te empuja a recorrer estas líneas, estoy en condiciones de decirte que Jaime Anguita se levantó casi a la par de su mujer, con una urgencia específica de llevar a sus dos hijas al colegio muy temprano. Las sacó volando de la casa, alegando sobre lo atrasados que estaban, pese a que aún faltaban veinte minutos para las ocho de la mañana –la hora de entrada– y que el Colegio Alemán, al que iban las dos, estaba a un kilómetro y medio, dos minutos en auto. Las dos hijas se despidieron a la rápida de su mamá mientras se subían a la camioneta de su padre. Tomaron el camino que va desde la casa en la parcela 98 hasta el portón eléctrico que separa el Parque Stocker de la calle que, si se dobla a la derecha, lleva al centro de Puerto Varas.

Un cuarto para las ocho las niñas ya estaban al frente del colegio. Ambas eran alumnas extraordinarias. Extrañamente Anguita les hizo un comentario, con tono de chiste y como si él mismo no las hubiese apurado antes para subirse a la camioneta; les dijo que era la primera vez que habían llegado tan temprano a clases. En unos minutos pasó de estar irremediablemente atrasado a hacer un récord de tiempo. Se despidieron. Ahí, a las 7.48, Anguita tomó su teléfono y marcó el número de su mujer: hablaron durante 23 segundos. En los tres meses previos, jamás la había llamado antes de las ocho de la mañana.

No pudo haber estado mucho tiempo estacionado afuera del colegio, porque a las 8.17 ya pasaba por el peaje de ingreso a Puerto Montt. A esa hora, había hecho un muy buen tiempo para los 18 kilómetros que separan ambas ciudades por la Panamericana Sur, sobre todo teniendo en cuenta lo difícil que es salir de Puerto Varas cuando todos los padres van a dejar a sus hijos al colegio, aún sin luz de día. Cinco minutos después ya estaba en su trabajo, la constructora Puerto Octay, ubicada a un costado de la misma carretera, frente al Puente Petorca, cerca de la Avenida Salvador Allende, justo antes de la pendiente que termina en el Océano Pacífico. La empresa, que solía ganarse concursos públicos de millones de dólares en la zona, en la práctica tenía una planta reducida de trabajadores en la oficina, nunca más de ocho. Anguita, ingeniero en jefe de proyectos, rara vez abría las puertas en la mañana, pero ese día, cuando la secretaria Daniela Pérez llegó a la oficina, miró desde su auto y vio la luz de la ventana de Anguita prendida. Entró, lo saludó, y al acercarse notó un detalle: Jaime Anguita tenía los ojos llorosos. Le preguntó si le pasaba algo. Anguita, nervioso, disimulando cual fuera la emoción que lo superaba, le dijo: o, nada, Danielita.

Anguita, que tenía ese tic, hablarle a la gente con diminutivos, después cambió el tema de la conversación. Aunque la secretaria no se lo preguntó, le dijo que tenía que ir más tarde al centro de Puerto Montt a cobrar el cheque para pagar los sueldos de las obras de las tres mini centrales hidroeléctricas que la empresa estaba construyendo casi al límite con Argentina y de las cuales era el supervisor. Tras eso comenzó a llegar el resto de los empleados.

A esa hora, en el Parque Stocker, Viviana Haeger aún no había lavado los platos. Una pequeñez la atormentaba: los frenillos de Susan, casi nuevos, no aparecían desde hacía días. Durante el fin de semana había llamado a la profesora jefa a su teléfono personal para preguntarle por los aparatos. La profesora no lo tomó bien: no era la primera vez que la interrumpía en sus horas de descanso por temas que no calificaban precisamente como emergencias, pero supongo que así funciona: lo que es importante para alguien no lo es tanto para otro. Esos llamados eran comentario entre el profesorado. Esa, cómo llamarla, sobrepreocupación, alimentada por la cantidad de tiempo libre, podía ser enervante, pero la profesora se contuvo y amablemente la invitó a consultar a la administración del colegio a primera hora del martes, que fue lo que Viviana Haeger hizo a las 8.36, cuando marcó el teléfono. La dejaron esperando unos segundos y le confirmaron que los frenillos habían aparecido en el delantal de la niña, colgados en la sala. Era un alivio.

Lo más seguro es que tras eso se vistiera. Pese a que conservaba intacta una parte de sus encantos juveniles, Viviana Haeger no se preocupaba mucho de su ropa. Raramente compraba algo que no estuviera en oferta. Esa mañana se puso una chaqueta café Maquis, una blusa floreada, una polera café de manga larga, jeans Closed talla 38 y botas de cuero marca 16 horas.

Viviana Haeger nunca había hecho un viaje largo. Con su mejor amiga, en las conversaciones tras las idas al gimnasio, solía fantasear, mientras veía los inmensos cruceros que llegaban de vez en cuando al seno de Reloncaví, con escapes furtivos al Caribe o a Europa, solas las dos, pequeñas vacaciones de su vida rutinaria en Puerto Varas. Pero el plan más aterrizado era un viaje familiar a Miami que llevaba ya un par de meses organizando. A las 9.47, entonces, tomó nuevamente su celular y llamó a una tienda para preguntar si hacían fotos de tamaño pasaporte para tramitar las visas a Estados Unidos de ella y su familia. El empleado le dijo que no y trató de explicarle, con paciencia, que ellos operaban con un sistema digital y lo que ella necesitaba era uno análogo, especializado en ese tipo de trámites. El vendedor le dio la dirección de uno en el centro de Puerto Montt.

Diez minutos después llamó a una apoderada, mamá de una compañera de Susan. Ambas coincidirían en Santiago para las vacaciones de invierno, donde Viviana Haeger completaría el trámite de las visas en la embajada de Estados Unidos. Faltaban dos semanas para eso, pero ella ya tenía el pasaje en bus comprado para el 13 de julio, asiento 37, y en los doce minutos de conversación con su amiga planearon panoramas para hacer juntas. Irían a comprar y al cine.

Apenas cortó, marcó de nuevo, ahora a una tienda de limpieza de chimeneas. Tenía que hacerle la mantención a las dos combustiones de la casa –trata de retener eso, es importante–, la de la cocina y la de la calefacción. Era un dato de su hermana Mónica, clienta de hacía más de dos años del servicio. Fueron 88 segundos.

A las 10.07 le sonó el teléfono. Era la apoderada nuevamente, esta vez solo para coordinar una reunión más tarde. Se juntarían después de almuerzo, cuando sus hijas fueran a una clase de kárate que tenían cada martes.

Media hora después Mónica Haeger, su hermana, salió de su casa junto con su marido, Francisco Huenchuñir. Eran vecinos o tan vecinos como un condominio así lo permite: unos cien metros separaban ambas casas, lo que siempre fue un descanso para Viviana. Ella había insistido en comprar el sitio y cada vez que podía se arrancaba al frente para buscar la conversación que no encontraba en su propia casa. Mónica miró a la cocina de su hermana y vio que las cortinas estaban cerradas. Le sorprendió, pero pensó que quizás, por el frío de invierno, se podía haber contagiado de una gripe y se levantaría más tarde. Pensó también en llamarla y ofrecerle algún remedio, pero el tiempo la apremiaba, porque tenía que estar al mediodía en Puerto Montt, por temas de trabajo.

A las 10.50 el teléfono de Viviana Haeger se apagó y no se volvió a prender nunca más.

A las 11.37 un trabajador de Jaime Anguita caminó hacia el único teléfono público de Llanada Grande, un pequeño poblado rural, rodeado de montañas y bosques de coihues, sin conexión ni acceso pavimentado. Como era fin de mes, quería detallar los gastos incurridos los últimos 30 días: bueyes, madera, caballos, hospedaje, además de los sueldos de los trabajadores que levantaban la minicentral hidroeléctrica para Puerto Octay. Anguita respondió confundido y agitado. Le pidió que por favor lo llamara más tarde, porque tenía una emergencia familiar que atender. El trabajador quedó contrariado. Pensó: emergencia o no, alguien tiene que venir a pagarnos.

Una cosa: supuestamente Anguita no sabía de ninguna emergencia a esa hora.

Antes del mediodía, Anguita se subió a su camioneta para ir al centro de Puerto Montt. Primero pasó al gobierno regional, se entrevistó a la rápida con un conocido, le hizo un par de preguntas sobre unos permisos, pero nada urgente, nada que no pudiese esperar. De hecho, en la parada no solucionó nada, porque Anguita decía estar contra el tiempo, pero esos escasos minutos bastaron para que su visita quedara registrada.

A las 12.58 su mano derecha en la empresa, quien implementaba sus órdenes en las construcciones en terreno, lo llamó. El hombre quería contarle un problema que había tenido volviendo de las obras: había destrozado el neumático de su camioneta y necesitaba su vist bueno para comprar uno de reemplazo. Anguita lo interrumpió rápido y le dijo que no podía hablar en ese momento, porque tenía un problema.

Otra cosa: Jaime Anguita aún no sabía de ningún problema.

Un antiguo amigo, de hace casi 30 años, lo vio momentos más tarde en la esquina de las calles Urmeneta y Bernardo O’Higgins. Pese al supuesto apuro, Anguita parecía tiritar, estático frente a un semáforo, como haciendo hora. El amigo había decidido ignorarlo, pero cuando Anguita lo vio de costado, se acercó. Ambos habían sido socios en otra empresa en los noventa. Pese a lo fortuito del encuentro, y a que su amigo iba con un acompañante, Anguita le dijo que le gustaría mucho que volvieran a trabajar juntos, pero extrañamente, tras eso, por segunda vez en el día dijo que lo disculparan, que tenía que irse porque estaba apurado para ir al banco.

Aunque los giros de la empresa, la tarea más urgente que debía resolver, se hacían a través del Banco de Chile, Anguita entró a la sucursal del BBVA ubicada en esa misma esquina donde estuvo parado, esperando nada.

El comportamiento de Jaime Anguita en el banco fue igual de errático. Las cámaras lo grabaron cruzando la puerta, con un jockey puesto, a las 13.20. Miró el lobby y se puso en una de las cajas para público general. Tras unos minutos esperando, y antes de que llegara su turno, tomó una de las escaleras que llevan al segundo piso. Ahí pidió hablar con una ejecutiva de cuentas, que ubicaba de tiempo atrás, con la que había intercambiado correos alguna vez, y comenzó a consultarle por diversos productos financieros, sin seguir un patrón de interés definido.

A las 13.36 le sonó el teléfono. Anguita, en medio de la reunión, contestó de todas formas. La ejecutiva, como suele hacerse en esos casos, hizo un ademán para darle espacio y que tuviese privacidad, pero Anguita no se movió. A la ejecutiva le llamó la atención lo fuerte que sonaba la otra voz por el auricular, casi como si estuviera en altavoz. Lo que oyó la dejó con un escalofrío; alcanzó a distinguir nítidamente dos frases: “Tengo a tu señora” y, antes de que se cortara la comunicación, “Llámame”.

Fueron 19 segundos. La ejecutiva le preguntó qué había pasado, quién lo había llamado. Anguita sonrió, dijo que seguramente había sido una broma y siguió haciendo consultas durante diez minutos más sobre cómo podía complementar su cuenta corriente. Finalmente se despidió, sin tomar ningún producto.

A las 13.51 bajó por las escaleras, aún con el jockey puesto. Volvió a ponerse a la fila de las cajas, para hacer un giro.

A esa hora Vivian estaba esperando con unas amigas afuera del Colegio Alemán. Había conseguido permiso para salir un poco antes ese día y su mamá la pasaría a buscar para almorzar un sándwich juntas en el café Danés. Revisó su teléfono y vio que casi no tenía batería. Le pidió el suyo a una amiga y llamó al celular de su mamá, y a su casa. No hubo respuesta en ninguno de los dos. Pese a que garuaba, decidió devolverse caminando al Parque Stocker. Era un trayecto corto y Puerto Varas es una ciudad extremadamente segura.

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