1939. Tras su despiadada incursión en territorio polaco, el Ejército alemán no tardó en diseminarse hasta Bedzin, una pequeña población ubicada cerca de la frontera con Checoslovaquia. Con el tiempo los nazis decidieron confinar a los judíos en un gueto en la parte más pobre de la ciudad, para esclavizarlos como mano de obra y después enviarlos a campos de concentración como Auschwitz. Muerte y desolación fueron el desenlace de muchas familias, pero hubo una que logró la extraordinaria hazaña de sobrevivir gracias a una mujer…
Durante cuatro años, Dora Rembiszewski salvó a su esposo y a su pequeña hija Mira: ideó escapatorias, halló escondites, consiguió provisiones, envió mensajes clandestinos y, deportada finalmente a Auschwitz —tatuada con el número 74733—, cambió un diamante por una pieza de pan, demostrando que el amor de una madre encuentra siempre las maneras más asombrosas para velar por los suyos.
Memorias de una mujer valiente, No pierdas la esperanza recoge el sobrecogedor testimonio de una sobreviviente del Holocausto que, lejos de alimentar el desencanto del mundo, nos invita a abrazar de nuevo la fe en la humanidad.
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Fragmento del libro de Dora Reym “No pierdas la esperanza”, publicado por Tusquets, © 2024. Traducción: Adrián Chávez. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
No pierdas la esperanza • Dora Reym
1939: huida a Kielce
Durante el segundo año de vida de nuestra hija —mientras ganaba confianza al caminar y comenzaba a descubrir el mundo—, mi esposo y yo la llevamos de vacaciones a las montañas Beskides, en el sur de Polonia. El 1 de septiembre de 1939, nuestro viaje de placer se vio interrumpido por la invasión de la Alemania nazi al país. Había comenzado la Segunda Guerra Mundial.
Regresamos a Bedzin cuanto antes, en medio de los rumores sobre cómo los nazis, en su avance, estaban matando judíos, en especial ancianos y niños. Mientras el ejército polaco se movilizaba, nuestra familia decidió que yo debía irme de Bedzin inmediatamente, con mi suegro y mi hija, y buscar refugio en Kielce, que estaba más al este, lejos de las tropas alemanas que avanzaban desde el frente occidental. Mi suegro había nacido en Kielce y los parientes que teníamos allá podrían acogernos. Mark —mi esposo— y su hermano tratarían de alcanzarnos algunos días después.
Cuando llegamos, Kielce era una ciudad en pánico. Había gente corriendo en todas direcciones, acarreando sus bultos, aterrada por los alemanes cada vez más próximos. Ese mismo día, nuestras primas Regina y Frania Kahane tomaron un camión con sus familias para irse todavía más al este, hacia Rusia. Nosotros nos quedamos en Kielce, en casa de Breindl, la hermana de mi suegro. La recuerdo como una mujer ya anciana, sentada en el rincón de un cuarto oscuro la mayor parte del tiempo, rezando con el libro de oraciones abierto sobre el regazo. Su hijo menor, Beniek, cedió su habitación para que Mira y yo estuviéramos cómodas.
El ejército polaco dio batalla en Kielce y la ciudad sufrió muchos bombardeos. Pasábamos horas hacinados en un búnker durante las incursiones aéreas. Aunque nuestra Mira no tenía más que dieciséis meses de nacida, debió sentir mi terror cuando la sostenía en mis brazos y las bombas caían en la cercanía. Con frecuencia nos quedábamos dormidas una junto a la otra y el estruendo de las explosiones nos despertaba a ambas. Yo tiritaba de miedo, incapaz de moverme, mientras la tierra temblaba y las paredes se sacudían. A la entrada del ejército alemán en Kielce, nos enteramos de que una de las primeras ciudades que habían ocupado era, precisamente, Bedzin.
Nuestra estancia en Kielce se alargó, pero no había señales de Mark y su hermano. Pasadas tres semanas sin noticias de Bedzin, empezó la ansiedad de volver a casa. Temía por la seguridad de mi marido, estaba preocupada por mi madre, mis hermanos y hermanas, y me sentía sola.
Los alemanes habían requisado todos los trenes de pasajeros y los viajes civiles estaban detenidos, pero me enteré de un tren de carga que iba hacia Bedzin y me decidí a regresar. No llevé a mi suegro conmigo porque se rumoraba que para los ancianos judíos varones viajar era especialmente peligroso. Aun llena de miedo, me puse en camino con mi hija.
Viajamos varios días con sus noches, hacinadas en el tren de carga, rodeadas de familias con niños que lloraban de hambre y de sed, estábamos muertos de cansancio. El calor del tren cerrado se volvió intolerable. Exhaustas, llegamos a Cz estochowa, desde donde tomamos un tren para transporte de ganado hasta Zawiercie.
Al dejar atrás ese tren en la oscuridad de la noche, al caminar hacia lo desconocido con mi niña en brazos, me sentía terriblemente sola y asustada. Avanzaba, junto con la multitud, hacia donde estaba el conductor. La gente a mi alrededor gritaba «¿adónde podemos ir?, ¿qué hacemos?» en polaco, ídish y alemán. El ferrocarrilero nos aconsejó esperar a la mañana; quizá entonces llegaría otro tren que podría llevarnos a nuestro destino.
Iba perdida en mis pensamientos, sin saber qué hacer, sintiendo lástima por la niña en mis brazos y por todas esas personas atrapadas en el infortunio de esta guerra . Noté que había otra mujer joven con un bebé y, al acercarme, reconocí a mi amiga Reginka, de Bedzin . Su hijo había nacido apenas una semana antes que nuestra Mira . Fui hacia donde estaba y nos abrazamos con lágrimas en los ojos . Teníamos muchas preguntas que hacernos y hablamos hasta el amanecer de lo que nos había sucedido desde que dejamos Bedzin.
Ella también volvía a casa, y decidimos cruzar caminando la ciudad de Zawiercie en busca de cualquier medio de transporte. Finalmente, para nuestro enorme alivio, encontramos a un hombre que tenía un carruaje tirado por caballos y que estaba dispuesto a llevarnos a Bedzin a un buen precio.
Los soldados alemanes nos paraban una y otra vez. Nos apuntaban con sus rifles y el corazón me daba un vuelco . Pero estaban buscando a hombres judíos y, cuando el conductor les mostraba una credencial que lo identificaba como polaco, nos dejaban seguir nuestro camino.
Entonces nos aproximamos a un puente, en el que vimos otros vagones, carruajes y autos que los alemanes habían detenido. Escuchamos gritos:
—Alle Juden heraus! Alle raus! Schnell! Schnell! («¡Todos los judíos fuera! ¡Todos fuera! ¡Rápido! ¡Rápido!»).
En medio de la confusión, Reginka y yo, con nuestros bebés, salimos empujadas del carruaje . Lo único que recuerdo de ese momento son los gritos de otros seres humanos, asesinados un disparo tras otro, cayendo al río desde el puente.
Pensé que me iba a volver loca . Tenía ganas de gritar: «Dios, ¿cómo puedes permitir que suceda algo así? ¿Por qué?».
Y luego oímos más gritos en alemán:
—¡Rápido! ¡Rápido! ¡Fuera de aquí!
Reginka y yo cruzamos corriendo el puente y ahí, al otro lado, estaba nuestro conductor con su carruaje, esperando y apurándonos:
—¡Vámonos! ¡Rápido!
Se puso en marcha, fustigando a sus caballos para que corrieran más y más deprisa. Nos llevó un tiempo recuperar el aliento.
Seguimos al galope durante varias horas, tensas y llenas de miedo. Luego, al llegar a Bedzin, encontramos la ciudad tranquila, con muy poca gente en las calles. Casi era hora del toque de queda. Bajamos del carruaje de un salto y corrí con mi hija a casa de mi madre.
Cuando entré a su departamento, la habitación se llenó de alegría. De pronto estaba en los brazos de Mark y verlo me hizo tan feliz que por un momento olvidé que había una guerra. Mi madre no dejaba de agradecer a Dios por nuestro regreso y, mientras levantaba a su nieta en brazos, le brillaban los ojos. Todos querían cargar a nuestra bebé, a nuestra pequeña Mira, nuestra preciosa Mirusia, y Mark no la perdía de vista. Estuvimos horas sentados, hablando con mi madre, mis hermanas Regina y Mania y mis hermanos Jakub, Izak y Emil. Intercambiamos historias sobre lo que cada uno había vivido y nos repetimos una y otra vez cuánto nos habíamos preocupado los unos por los otros, cuánto nos habíamos extrañado.
Luego, esa noche, ya muy tarde, Mark me contó lo que habían vivido tanto él como nuestra Bedzin desde el día de mi partida. Había sido una decisión afortunada, me dijo, la de irme a Kielce con su padre y con Mirusia. Poco después de eso, el pánico se había apoderado de Bedzin con los polacos y los judíos tratando de escapar del avance alemán. Como habían oído el pavoroso rumor de que los alemanes estaban asesinando hombres judíos, Mark y su hermano Dawid decidieron ponerse en marcha hacia Kielce inmediatamente.
Empacaron una maleta y una mochila con nuestra vajilla de plata y otras posesiones valiosas, y se unieron a un grupo de personas que iban a pie, cargadas de bultos, en dirección a Kielce. Junto con ellos, había otros hombres en bicicleta y otros más en carretas tiradas por caballos, repletas de refugiados.
Mark y Dawid caminaron durante días enteros, con poca agua y comida. La maleta y la mochila se convirtieron en una carga enorme. Casi se habían quedado sin fuerzas cuando llegaron a Miechów, un pueblo a medio camino hacia Kielce. Para su decepción, descubrieron que Miechów ya estaba bajo ocupación alemana, pero alguien los dirigió a la casa de cierta familia prominente, los Frydrychs, que habían mostrado una gran hospitalidad con todos los refugiados que les pedían ayuda. Con los zapatos rotos y los pies adoloridos, se quedaron una noche con los Frydrychs; al día siguiente, junto con otros refugiados, se pusieron en marcha de regreso a Bedzin. Tuvieron la suerte de encontrar a un polaco que tenía un caballo y una carreta y que iba en la misma dirección, así que los llevó.
Cuando llegaron, corrieron en busca de la madre de Mark. Y lo que se encontraron les pareció definitivamente una pesadilla. La casa en la que vivían sus padres, su hogar de la infancia, se había quemado hasta los cimientos. Estaba rodeada de pilas y pilas de escombro. Mark y Dawid permanecieron ahí, mirando atónitos. Entonces, un conocido los vio y se acercó para decirles que tanto su madre como Rózka, su hermana, estaban vivas y se habían refugiado con una tía de ellos, llamada Banach. Corrieron hacia allá y, en cuanto su madre los vio, clamó agradeciendo a Dios y comenzó a llorar en silencio.
Pasados unos momentos, logró contarles lo sucedido. Para cuando el ejército alemán había entrado a Bedzin y a las ciudades vecinas, no podía encontrarse a un alma en sus calles. La población entera estaba escondida en sus casas. Los soldados alemanes corrían por la ciudad, rifle en mano, a la caza de víctimas. Los disparos se prolongaron por varias horas. Los oficiales de las ss entraban en las casas, sacaban a los varones judíos, los ponían contra los muros y los asesinaban. Eso hicieron en la calle donde vivía la madre de Mark: echaron fuera a todos los judíos, dejaron pasar a las mujeres y a los niños y mataron a los hombres. ¡Sólo por ser judíos! Luego les prendieron fuego a muchos de los edificios de la zona judía, incluyendo la sinagoga principal y la escuela de hebreo; le disparaban a cualquiera que tratara de escapar de las llamas. Una vecina de la madre de Mark, al ver que estaban matando a los varones judíos, salvó a su marido enrollándolo en un tapete y, con ayuda de su hija, lo llevó cargando por las calles. Sin embargo, aparte de él, fueron pocos los hombres judíos que sobrevivieron escondiéndose en una iglesia cercana.
Eso fue lo que la madre de Mark les contó a sus hijos. Estaba sobrellevando la pérdida de todas las posesiones familiares acumuladas por generaciones. Durante ese tiempo terrible aceptó todo con estoicismo, agradecida de que su familia estuviera viva. Fue esa misma dignidad y control los que la ayudaron a sobreponerse a tantas tragedias, en particular a las muertes de dos de sus hijos mayores en atroces accidentes de tránsito.
Tan pronto como mi suegro regresó de Kielce, el Judenrat, el Consejo Judío que los alemanes se habían apresurado a nombrar, les asignó un departamento de dos habitaciones que compartirían con otra familia. Comenzaron una vez más desde cero, con muebles y otros elementos necesarios que parientes y amigos les proporcionaron.
Mark y yo aún teníamos nuestro departamento de tres habitaciones en el número 36 de la calle Malachowskiego. Aunque requería subir tres pisos a pie, tenía una sala principal espaciosa y llena de luz que daba a la calle. A pesar de todo lo que ocurría a nuestro alrededor, nos hacía felices estar juntos de nuevo. Pasaban los días y aún había muchas cosas que contarnos. Sentirme amada y cuidada me daba paz. Mark me ayudaba con la bebé y compartía conmigo otras responsabilidades cotidianas, como traer leña y carbón, encender la estufa y hacer fila temprano por las raciones de comida.
Como la guerra no parecía terminar, decidimos comenzar a hacer reservas de comida. Compramos en el mercado negro un saco enorme de harina, además de azúcar, arroz, guisantes, frijoles secos y aceite. Lo guardamos todo en la despensa que había en el vestíbulo del departamento. Además, almacenamos reservas de carbón, madera y papas en un cobertizo del patio del edificio. Habíamos tenido la suerte de retirar nuestros ahorros del Banco pko a tiempo, aunque, bajo la ocupación alemana, tuvimos que cambiar nuestros eslotis por Reichsmarks alemanes.
Cuando nuestra empleada doméstica se enteró de que habíamos regresado a casa, volvió a Bedzin para buscarnos. Genia era una jovencita campesina, de unos veintitantos, originaria de un pueblito cercano a Bedzin. Comenzó a trabajar con nosotros cuando nació Mirusia y se encariñó con ella, pronto se familiarizó con nuestras tradiciones. Fue de gran ayuda, aunque para entonces le preocupaba dormir en una casa judía, así que cada noche se iba con su hermana Marta, que vivía en la ciudad.
Una señal del futuro
A principios del otoño de 1939, los alemanes anexaron la Alta Silesia Oriental y la franja de territorio polaco llamada Zaglebie, donde se encontraba Bedzin. Quedamos, de la noche a la mañana, sometidos a la Alemania nazi. Germanizaron los nombres de las ciudades y Bedzin se convirtió en Bendsburg. Poco después, a los judíos se nos podía identificar desde lejos, porque nos ordenaron llevar un brazalete blanco con una estrella de David azul en el brazo izquierdo. Nos obligaron a entregar todos los radios, que eran nuestra principal fuente de noticias, y a los niños judíos se les prohibió asistir a la escuela.
Nuestra angustia crecía con cada nueva orden que los nazis emitían, pero aprendimos a aceptar cada cambio, cada restricción, cada pérdida. Aprendimos a vivir con nuestros miedos y desarrollamos una habilidad de supervivencia, siempre a la espera de que la guerra terminara pronto.
Era de noche, durante el otoño de 1939. Llovía intensamente y había viento. Se acercaba la hora del toque de queda y había muy poca gente en las calles. Luego de acostar a Mirusia, me quedé de pie junto a la ventana, esperando que Mark regresara de Sosnowiec, adonde había ido a buscar trabajo. Genia acababa de irse a pasar la noche en casa de su hermana Marta. Por la ventana podía ver pasar el tranvía, y entre más avanzaba la noche sin que Mark volviera, más crecía mi preocupación.
El tiempo avanzaba lento. Por fin sonó el timbre y Mark entró, pálido y tembloroso. Tardó un rato en poder contarme lo que le había sucedido. Estaba en Sosnowiec, caminando, cuando escuchó un alboroto, gente gritando que la Gestapo (1) estaba arrestando a judíos en la calle. Él y otros judíos corrieron a un sótano donde pensaron que estarían a salvo. Unos minutos después, oyeron golpes en la puerta y a los alemanes intentando entrar por la fuerza. El dueño del sótano se asustó y les abrió la puerta. La Gestapo ordenó salir a todos los varones, los subieron en camiones junto con otros judíos y los llevaron a un edificio en la fábrica de Schön. Al llegar, los sacaron a latigazos, con la ayuda de perros feroces. Los reunieron y los obligaron a correr, luego a detenerse, a correr y a detenerse, una y otra vez mientras los alemanes los insultaban y les gritaban, una y otra vez:
—Laufen! Halt! Laufen! Halt! («¡Corran! ¡Alto! ¡Corran! ¡Alto!»).
Si alguien no se detenía de inmediato, lo golpeaban y lo pateaban con tal brutalidad que no podía levantarse.
Exhaustos y aterrados, los hombres seguían las órdenes de la Gestapo: avanzar rápido y de rodillas, echarse boca abajo sobre el asfalto, gatear. No pararon durante varias largas horas. A muchos judíos ancianos que no habían sido capaces de obedecer las órdenes tuvieron que llevárselos. De pronto, escucharon un rotundo «HALT!». Mark sintió un escalofrío, temiendo lo que vendría a continuación. Un oficial anunció que eso era sólo una muestra de cómo tratarían a los judíos en los campos de concentración. Señaló a un judío, Moniek Merin, la cabeza del Judenrat, el Consejo Judío de Sosnowiec, y anunció que Merin sería nombrado Judenälteste, el gran líder judío de toda la región, y que sería responsable de recolectar el oro y la plata de los demás judíos. Si no querían que los enviaran a un campo de concentración, sería mejor que fueran a casa y reunieran todo su oro y plata y los entregaran al Judenrat, que a su vez se lo entregaría a las SS.
Aquélla fue una noche de insomnio para Mark y para mí, ambos acostados en la oscuridad y preocupados por lo que haríamos al día siguiente. Por la mañana, apenas entró, Genia notó que algo le había sucedido a Mark. Exclamó:
—Matka Boska («Madre de Dios»), ¿qué le pasó?
Cuando escuchó lo que las ss les habían hecho a él y a los demás hombres judíos, maldijo a Hitler y a los nazis. Mientras desayunábamos, encendió la estufa de azulejos para calentar la habitación después del frío nocturno. Con cada pedazo de carbón que arrojaba al fuego, lanzaba otra maldición a los nazis. De pronto se dio la vuelta y sus ojos se posaron en Mirusia. Levantó a la bebé en brazos y la acurrucó mientras repetía:
—¡Malditos! ¡Malditos!
Luego me miró y exclamó:
—¡Mire el caos que han provocado esos malditos nazis! Intenté decirle que no se preocupara, que la guerra no duraría para siempre, pero por dentro sentía la misma ira. Cuando Genia sentó a Mirusia en su silla de juegos, la niña estaba inquieta y no paraba de decir:
—Nana, afuera.
A pesar de que estaba todavía adolorido, Mark tenía que ir al Judenrat para la recolección. El Judenrat había enviado comisiones de dos personas a diferentes partes para juntar el oro y la plata de los judíos, tal como habían ordenado las ss. La recolección duró varios días, pero mucha gente no estaba dispuesta a deshacerse de sus posesiones más preciadas y las comisiones recibieron sobre todo plata.
La vida continuó con los problemas cotidianos. Para comprar artículos de primera necesidad teníamos que hacer largas filas y cada día perdíamos horas en los centros de distribución para obtener raciones de comida, que eran siempre insuficientes, lo que hizo que el mercado negro floreciera.
Judenrat
Los judíos quedamos sometidos a una oleada de edictos y regulaciones que los alemanes nos transmitían a través del Judenrat, el Consejo Judío. Tres semanas después de invadir Polonia, Alemania había emitido una orden que requería la formación de consejos entre las comunidades judías de los países ocupados. Su principal función era poner en marcha las políticas nazis y carecían de autoridad en sí mismas. También se encargaban de supervisar los asuntos internos de las comunidades judías, tales como el trabajo, las finanzas, el mantenimiento del orden, la vivienda, la distribución de la comida y la administración de un centro de salud, un orfanato y un asilo para cada una de ellas. Los alemanes consideraban al Judenrat principal de las inmediaciones de Sosnowiec, encabezado por Moniek Merin, como el Consejo Central de Asuntos Judíos para toda nuestra región, que comprendía la Alta Silesia Oriental y Zaglebie, y cada consejo local, como el Judenrat de Bedzin, se organizaba bajo su autoridad.
Los alemanes exigían que, cada día, el Judenrat les suministrara trabajadores para limpiar las calles, sin paga. A estas labores solían enviar sobre todo a gente pobre y, si algún rico resultaba elegido, con mucha frecuencia le pagaba a los pobres para que lo sustituyeran. Cuando hubo escasez de comida, muchos judíos pobres se ofrecieron como voluntarios para trabajar en las calles y así conseguir que el Judenrat les diera comida gratis. En cuanto a los ricos, muy seguido veían sus casas confiscadas por las ss para que los alemanes las ocuparan y no tenían más remedio que salir sólo con lo que llevaban puesto.
Todos los judíos debían pagar un impuesto al Judenrat. La mayor parte del dinero era para sobornar o entretener a los alemanes, así como para comprarles regalos. Una parte se usó para mantener en pie el hospital, el orfanato, el asilo y el comedor para los pobres. Con frecuencia el impuesto era tan alto que muchas familias tenían que vender sus pertenencias para juntar la cantidad requerida.
Los alemanes exigieron que cada Judenrat organizara una fuerza policial judía. Vestían gorras y brazaletes de color blanco con la inscripción Jüdische Strassenordner, «Policía Urbana Judía». Se suponía que dicha organización era la encargada de mantener el orden en las calles en las que se concentraban los judíos y prevenir el mercado negro. Sin embargo, no tardaron en asignarles una tarea adicional: se obligó a los policías a arrestar a jóvenes judíos, hombres y mujeres, para enviarlos a hacer trabajos forzados o a los campos de concentración.
Otro de los grandes cambios que pronto tuvimos que aceptar afectaba a los judíos dueños de negocios. Las compañías de gran tamaño pasaron a manos de la Treuhandstellen, la oficina de administración fiduciaria alemana, mientras que a los negocios más pequeños los absorbieron los más grandes y cada compañía de nueva creación quedaba bajo la gestión de un Treuhänder, un fideicomisario. A algunos de los empresarios judíos se les permitió permanecer y trabajar bajo la nueva administración alemana; ganaban dinero y sus condiciones de vida mejoraban. Sin embargo, a la mayoría los echaron sin compensación alguna. Algunos comerciantes minoristas, viendo que los alemanes estaban confiscando la mercancía de las tiendas judías, decidieron cerrar las suyas y esconder sus productos donde se pudiera. Algunos construyeron paredes de doble fondo en sus departamentos para ocultar ahí sus mercancías, que luego vendían para sobrevivir. Los padres de Mark, que administraban una tiendita de textiles ubicada en la casa en la que vivían entonces, la cerraron y repartieron la mercancía en las casas de amigos polacos que habían sido sus clientes. Luego, cuando necesitaban dinero, vendían algunas de esas telas que estaban bajo el resguardo de sus amigos
1. Geheime Staatspolizei: policía secreta estatal nazi, conocida por su brutalidad.