ADELANTOS EDITORIALES

El derrumbe de Pablo Escobar • Óscar Naranjo

Las actas secretas de la persecución al capo hace 30 años.

Escrito en OPINIÓN el

Acta secreta al Comando Especial Conjunto, junio 22 de 1993, once meses después de la fuga de Pablo Escobar.

Los últimos manuscritos conocidos, así como versiones conocidas por actividades de inteligencia, han permitido establecer que su estado anímico no es el mejor, denotando la expresión de un hombre que se considera en franca derrota, pero que no por ello deja de ser menos peligroso. No se conoce a la fecha algún indicio que permita corroborar una posición en contrario, percibiéndose solamente preocupación manifiesta por la situación y futuro de su familia.

Si bien es cierto que el señor T (Pablo Escobar) pretende convencer a las autoridades de que se entregaría sobre la base de garantías de seguridad de su familia, es evidente que en el pasado los ataques más feroces de tipo terrorista sobrevivieron cuando la familia se encontraba disfrutando de plena seguridad en el exterior. Por lo anterior, es lógico considerar que el fugitivo, de cara a la campaña electoral, puede lanzarse a una ofensiva terrorista.

No debe olvidarse que el lema que inspira la lucha del señor T se basa en aplicar la fuerza bruta, situación que haría presumir que en el futuro inmediato cumpla las amenazas que lanzó contra varios funcionarios públicos y oficiales comandantes del Bloque de Búsqueda, a quienes prometió «matarle hasta el último de sus parientes» (manuscrito enviado
al coronel Martínez).

Fragmento del libro de Óscar Naranjo El derrumbe de Pablo Escobar”, editado por Planeta. ©2024,  ©2023. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Óscar Naranjo | Nació en Bogotá y al concluir sus estudios de bachillerato en el colegio Calasanz ingresó a la Universidad Javeriana, donde adelantó un semestre en la facultad de Comunicación Social y Periodismo para luego incorporarse a la Escuela de Cadetes de Policía General Francisco de Paula Santander. Su carrera como policía durante 36 años lo llevó a alcanzar el grado de General y a ocupar el cargo de director de la institución entre 2007 y 2012. Su trayectoria estuvo marcada por el logro de grandes éxitos en la lucha contra el crimen, avances significativos en la modernización institucional, y la construcción de un nivel de confianza sin precedentes por parte de la ciudadanía.

El derrumbe de Pablo Escobar

#AdelantosEditoriales

Capítulo 1

Un liderazgo ejemplar

La lucha contra el poder criminal de Pablo Escobar involucró a verdaderos héroes de la Policía.

Lo primero que señalaría es que el asesinato del coronel Jaime Ramírez Gómez marcó una senda que muchos quisimos imitar porque de lo que se trataba era de no claudicar frente al poder mafioso de los carteles del narcotráfico, que en los años 1980 pretendieron arrodillar al Estado.

El coronel Ramírez fue el primer alto oficial sacrificado como resultado de los primeros golpes estructurales que le propinó al narcotráfico. En su condición de director de Antinarcóticos de la Policía dirigió la famosa Operación Tranquilandia, probablemente la acción más compleja, con los mayores resultados en la historia de la lucha contra el tráfico de drogas; no solamente en Colombia sino en el mundo. En efecto, el 10 de marzo de 1984 fueron descubiertos allí siete sofisticados laboratorios y cinco pistas clandestinas de aterrizaje, capturadas 44 personas, decomisadas tres toneladas de cocaína listas para exportar, quince toneladas de base de coca, e incautadas tres avionetas y un helicóptero.

Tranquilandia era un complejo coquero situado en los llanos del Yarí, una extensa zona selvática de 360 mil hectáreas entre la serranía de la Macarena, en el Meta, y el Parque Nacional Natural de Chiribiquete, en Guaviare. A ese recóndito lugar llegaron fuerzas especiales de la Policía y agentes encubiertos de la DEA –agencia antidrogas de Estados Unidos–, que habían seguido el rastro de 76 barriles de éter desde Chicago, Illinois. Las investigaciones indicaban que detrás de ese emporio coquero estaban los principales capos del cartel de Medellín: Pablo Escobar; Gonzalo Rodríguez Gacha, el Mexicano; y Carlos Lehder.

Los mafiosos no perdonaron la afrenta y dos años largos después, el 17 de noviembre de 1986, asesinaron al coronel Ramírez Gómez.

Tres años más tarde habría de ocurrir la muerte de otro héroe, el valeroso coronel Valdemar Franklin Quintero, comandante de la Policía de Antioquia, con quien tuve la oportunidad de trabajar por corto tiempo en la Dijín recién me gradué. Era un oficial con un temperamento recio, comprometido como pocos con su oficio, un verdadero líder entre los grupos especiales de la Policía empeñados en combatir a las mafias.

Su muerte en Medellín el 18 de agosto de 1989, justamente el día en que Pablo Escobar ordenó también el magnicidio del candidato presidencial Luis Carlos Galán Sarmiento, significó un golpe muy fuerte para la institución y por momentos dio la impresión de que el país se hundía en manos de los carteles de la droga.

En medio de ese escenario tan desalentador apareció una figura descollante en la Policía. Alguien que parecía estar preparado para enfrentar el reto. Me refiero al coronel Hugo Martínez Poveda, un oficial que desde su ingreso a la institución se destacó por ocupar los primeros puestos de su curso. Mientras avanzaba en los distintos grados de su carrera dio muestras claras de su formación integral porque desempeñó cargos en áreas operativas y administrativas y en todos lo hizo con solvencia. Era un verdadero estratega donde se lo pusiera. Cuando ascendió al grado de teniente coronel fue designado jefe de la Seccional de Policía Judicial de Bogotá, Sijín, donde produjo resultados muy valiosos en la lucha contra la delincuencia en la capital del país.

El Cuerpo Élite

Para enfrentar el desafío criminal, en abril de 1989 el gobierno del presidente Virgilio Barco decidió crear un grupo especial no integrado exclusivamente por la Dijín sino por otras capacidades de la Policía. Así nació el Cuerpo Especial Armado, CEA, una unidad élite destinada a combatir las estructuras narcoparamilitares que se habían organizado con epicentro en el Magdalena Medio por instrucciones de Pablo Escobar, pero con un papel muy comprometido en su funcionamiento de Gonzalo Rodríguez Gacha, el Mexicano. Los narcotraficantes tenían la pretensión de ejercer control territorial en las áreas donde se procesaba y fabricaba la cocaína a gran escala.

Más adelante se introdujo un nuevo componente institucional en aras de derrotar al cartel de Medellín. Se trataba de combinar capacidades bajo el modelo del Bloque de Búsqueda, es decir, una organización que, con mando centralizado y con participación de distintas especialidades de la Policía, se ocupara de las tareas de búsqueda, localización y captura del capo. El alto mando tuvo el acierto de nombrar primer comandante de ese Bloque al teniente coronel Hugo Martínez Poveda, lo que significó que en la práctica él quedara funcionalmente al mando del CEA.

El nombre de Martínez Poveda generaba confianza en todas las instancias de la Policía y, en particular, quienes trabajaban en inteligencia o en la Policía Judicial se sentían confiados en su liderazgo. Ese sentimiento no se circunscribía únicamente a la institución. También a nuestros aliados más importantes: las principales agencias estadounidenses como la DEA, la CIA, el ICE y el FBI. Era un oficial que irradiaba una enorme credibilidad.

Me llamaba la atención su carisma, siendo alguien tan serio. Era respetuoso, en general distante, pero sin duda alguna transmitía un sentido de autoridad muy grande. Su credibilidad nacía del hecho de que decía lo que pensaba. No era diplomático en tratar de dar vueltas o enmascarar los asuntos, sino que era claro y directo. Esa era realmente su fortaleza.

Estoy seguro de que él comprendió el desafío que significaba estar al frente de una tarea tan difícil, pero no debió imaginar que duraría tantos años. Y tampoco debió calcular que ese reto significaría que su familia terminara amenazada tan directamente por Pablo Escobar. Digo esto porque hasta ese momento, en la lucha contra el delito en Colombia, parecía haber una especie de pacto tácito entre el crimen organizado y la institución para que las familias no resultaran comprometidas.

Por eso resultó tan reprochable, perverso, y en todo caso inaceptable, que Escobar no solamente ordenara el exterminio de policías, por cuyo asesinato pagaba entre 500 y 2.000 dólares, sino que además amenazara sistemáticamente a la familia del oficial que comandaba el Cuerpo Élite que lo perseguía. Si se examina la lucha contra las mafias, el jefe del cartel de Medellín rompió esa tradición –si se puede llamar así– y convirtió al coronel Martínez Poveda en la primera víctima de esa vulneración. Recuerdo, y está bastante detallado en la historia de la lucha contra Pablo Escobar, de qué manera lo afectaron las cartas intimidatorias que enviaba y las llamadas que el capo hacía personalmente donde amenazaba al coronel y a su entorno familiar.

Un año después, en agosto de 1990, el coronel Martínez fue enviado en comisión diplomática a Madrid, España. En los siguientes veinte meses recuperó la tranquilidad perdida y disfrutó de su familia a plenitud y debió regresar a Colombia en abril de 1992. Tras la fuga de Escobar en julio de ese año, fue llamado nuevamente a asumir la conducción del ahora llamado Bloque de Búsqueda que dio inicio a la cacería final del narcotraficante.

Recuerdo que, en mi condición de secretario técnico del Comando Especial Conjunto, sostuve numerosas conversaciones con el coronel Martínez Poveda, la mayor parte de ellas en la oficina de fachada del Hotel Tequendama en Bogotá. Unas pocas veces fui a verlo a la Escuela Carlos Holguín de Medellín, cuando surgía información de inteligencia que solo podía compartir con él personalmente.

La verdad, él no se sintió cómodo en los primeros meses de funcionamiento del Comando Especial Conjunto. Me preguntaba qué era lo que pasaba con ese organismo, al que veía como una doble instancia institucional. Le parecía que, tal como había sido diseñado por el ministro de Defensa, Rafael Pardo, el cuerpo especial que perseguía a Pablo Escobar no llenaba las expectativas que el gobierno se había planteado cuando lo puso en marcha y me preguntaba con frecuencia: ¿qué es lo que hacen ustedes? ¿Qué es lo que hace ese Comando Especial Conjunto?

Su escepticismo era comprensible porque su único afán era ejecutar acciones más concretas y que la persecución del capo lo tuviera en cuenta a él en todo momento como responsable de la operación de rastreo, búsqueda y localización, especialmente en Medellín y Antioquia.

Recuerdo igualmente su ansiedad, pero al mismo tiempo su gran fortaleza cuando comentábamos las amenazas de las que era víctima. Expresaba su gran preocupación por su familia, por su esposa, por la necesidad de cazar cuanto antes a Escobar. Me decía: “Naranjo, la institución tiene que hacer esfuerzos para proteger a mi familia”.

En ese sentido, los mandos de la Policía, encabezados por los generales Miguel Antonio Gómez Padilla y Octavio Vargas Silva, fueron absolutamente solidarios y ordenaron los esquemas de protección que se requerían. El coronel Martínez no ocultaba su angustia por el sacrificio que tenía que hacer su familia, que se veía totalmente limitada en sus movimientos, de alguna manera secuestrada, bajo una protección que terminaba por perturbar el funcionamiento de un hogar normal.

Las conversaciones con él también giraron varias veces alrededor de sus inquietudes por la cooperación internacional, especialmente la de Estados Unidos. Me decía que uno de los obstáculos para perseguir a Escobar tenía que ver con la competencia que percibía entre la DEA y otras agencias estadounidenses, que le resultaban tremendamente difíciles de manejar. En las operaciones que se desarrollaban en Medellín, decía, era evidente el protagonismo de la DEA en la embajada en Colombia y en particular de Joe Toft, responsable de esa estación en Bogotá. El coronel Martínez entendía perfectamente lo que sucedía, pero le parecía que los celos entre las agencias lo ponían con frecuencia en dificultades.

Y, por otro lado, recuerdo sus preocupaciones con los temas de contrainteligencia. El coronel Martínez era un oficial impecable que no cerró los ojos frente a los problemas de corrupción que se podían dar en entornos de la Policía, bien en el propio Bloque de Búsqueda, pero también en unidades cercanas, como la Policía de Antioquia, y las policías metropolitanas de Medellín y Cundinamarca. Esta última representaba en ese momento un gran problema, dado que Gonzalo Rodríguez, el Mexicano, el socio principal de Escobar, había sobornado en el pasado a distintos oficiales y a personal de la institución en ese departamento para moverse a sus anchas.

Él era perspicaz y alérgico a todo lo que significara corrupción y, por eso, exigía y reclamaba apoyo del nivel central para controlar ese fenómeno. Lo digo porque para nada era tolerante con actuaciones irregulares, corruptas o que rayaran en el incumplimiento a la ley.

Aquí también debo mencionar el enorme sacrificio personal que significó para el coronel Martínez comandar el grupo especial que persiguió a Pablo Escobar hasta darlo de baja. Mientras los oficiales del Bloque de Búsqueda tenían derecho a días de descanso para salir de Medellín y visitar a sus familias en Bogotá o en otros lugares del país, él permanecía en la Escuela Carlos Holguín, donde llevaba una vida parecida a la de un monje. Lejos de buscar momentos para cambiar de ambiente, de disfrutar al lado de los suyos, se quedaba leyendo, estudiando, replanteando la estrategia de localización de Escobar. Diría que, tras su regreso de España para reasumir el mando del Bloque de Búsqueda, el coronel Martínez vivió única y exclusivamente en función de hallar al jefe del cartel de Medellín.

Dada su personalidad, pero también por los resultados, por su entereza y su carácter, él gozaba del respeto de todos. Lo respetaban el ministro Rafael Pardo, el general Gómez Padilla, el general Vargas Silva, y, por lo tanto, la voz del coronel Martínez era muy importante. Cada vez que él decía algo, que sugería algo, que se quejaba por algo, inmediatamente se producía una reacción para atender lo que decía o pensaba.

Su hijo, el gran dilema

El heroísmo del coronel Martínez Poveda habría de trascender aún más cuando su hijo Hugo decidió ingresar a la Policía, graduarse de oficial y seguir los pasos de su padre en el área de inteligencia.

En la fase final de la búsqueda de Pablo Escobar tuve el privilegio de que el joven teniente Martínez –alto, delgado como su padre y siempre bien afeitado– estuviera vinculado directamente a la oficina de fachada del Comando Especial Conjunto. Pero él quería jugar un papel protagónico y varias veces me buscó y sostuvimos largas conversaciones en las que me pidió intermediar ante su papá para que le permitiera ir a Medellín a acompañarlo en los esfuerzos para localizar a Escobar.

Con toda razón y de manera prudente, como corresponde a un buen padre y también a un buen jefe, el coronel Martínez se opuso con dureza a que su hijo corriera semejante riesgo y quería que desarrollara su especialidad en la Dijín, pero en Bogotá. El teniente Martínez era un verdadero apasionado por la inteligencia técnica, es decir, la inteligencia electrónica, donde sobresalía por su talento. Finalmente, y después de insistir e insistir, terminó en Medellín al lado de su padre, y como era previsible habrían de conformar un dúo fantástico.

En poco tiempo, el teniente y luego capitán Martínez se hizo conocer como lo que era, un experto en inteligencia electrónica y no tardó en identificar un gran desorden en esa área del Bloque de Búsqueda. Para resolver los inconvenientes que había detectado, lo primero que hizo fue retomar el control de los técnicos que manejaban la operación en Medellín y estructuró un trabajo más organizado, especializado. Es que él entendía con meridiana claridad para qué servían los equipos franceses Thompson, para qué servían los equipos ingleses, para qué servían los trianguladores estadounidenses. Puso en orden la búsqueda electrónica y los resultados habrían de verse muy pronto.

En su doble condición de oficial enfocado en lo técnico y a la vez hijo del comandante del Bloque de Búsqueda, Martínez supo desde el comienzo que tenía una doble responsabilidad: por un lado, ganarse la confianza de sus subalternos mostrando conocimiento; y, por otro, responder a las exigencias de su papá. La verdad, les cumplió a los dos con lujo de detalles.

No olvido que me llamaba cada 72 horas a dar un reporte de las actividades que había realizado y casi siempre se refería a las dificultades topográficas de Medellín. Realmente, esa ciudad en temas de inteligencia electrónica es un reto muy grande. ¿Por qué? Porque el valle de Aburrá está rodeado de montañas y cuando las señales electromagnéticas de radio chocan con ellas producen distorsiones que impiden la localización efectiva e inmediata. Por ende, sincronizar esos equipos representaba para él una obsesión y una tremenda dificultad.

También hablábamos de la necesidad de que no le creara tensiones adicionales a su papá y por eso muchas veces le dije que, si él le decía que no se arriesgara yendo a X o a Y lugar, pues que cumpliera la orden. “No se vaya a exponer ni lo vaya a desafiar”, le decía y respondía que sí. Diría que la relación padre e hijo fue muy especial, basada primero en el amor, desde luego, entre papá e hijo, y en un respeto enorme. También, en la exigencia implacable de resultados del coronel Martínez Poveda a cada subalterno, así ese subalterno fuera un oficial y a la vez su hijo.

Por todo esto es que en la Policía se valoró muy positivamente la extraña ecuación de un padre y un hijo trabajando en el mismo lugar, con el mismo objetivo, enfrentando al peor de los criminales. Y lo digo porque el coronel Martínez había despertado una gran admiración al interior de la institución, donde llamaba la atención ver que, no solamente él sino también su hijo, hubiesen terminado inmersos en la búsqueda, sufriendo los embates de Pablo Escobar, incluidas sus persistentes y muy graves amenazas.

En aquel momento tuve la fortuna de que la analista de la oficina donde funcionaba la Secretaría del Comando Especial Conjunto, la suboficial María Emma Caro –hoy una coronel retirada de la institución por razones de edad y de generación–, construyó una relación muy fluida con el oficial Martínez. Por lo tanto, lo que él no me decía por respeto o por alguna razón, se lo contaba a mi analista de toda confianza y eso al final sería un elemento decisivo cuando se produjeron las últimas llamadas de Juan Pablo Escobar a su padre. Justamente, María Emma mantuvo contacto directo por teléfono con él, para indicarle que las comunicaciones del capo se estaban produciendo justo en ese momento. De esa manera, el oficial Martínez también activó en tiempo real las operaciones de radiolocalización que terminaron con la muerte del capo de capos.

Para resumir, diría que el golpe final, la última puntada que desembocó en la caída del delincuente más buscado del mundo en ese momento, fue resultado de la persistencia, de la pasión, el conocimiento y el carácter disruptivo con los que el teniente Martínez asumió la responsabilidad de dirigir los grupos de radio localización con radiogoniómetros, escáneres, barredores de frecuencias Thompson, muy sofisticados, que llegaron a la Policía Nacional como resultado de la cooperación internacional francesa, inglesa y estadounidense.

Un lamento sincero

Así, en el tejado de una casa en el barrio Las Américas de Medellín terminó la carrera criminal de Pablo Escobar. Solo entonces el coronel Martínez Poveda y su hijo, el capitán Hugo Martínez Bolívar, pudieron descansar después de meses de tensión y zozobra.

Hoy lamento profundamente que este libro, que verá la luz tres décadas después de la culminación exitosa de la tarea encomendada, no sea autoría del coronel Martínez Poveda, quien como ya se ha visto, vivió en función de esa operación de manera obsesiva.

Creo que la historia del país, la historia de la Policía, la historia de la lucha de la humanidad contra el crimen echará de menos las palabras, los textos que el coronel Hugo Martínez, luego general de la república, debió escribir sobre un episodio tan apasionante.

Esta afirmación me lleva a destacar una característica del coronel Hugo Martínez Poveda. Tiene que ver con que fue un oficial que nunca persiguió la gloria, que no se dejó llevar por la vanidad, que al momento de la muerte de Pablo Escobar volteó a mirar a los cientos de policías que lo habían acompañado en esa lucha para enaltecerlos, hacerlos partícipes de su triunfo. No fue un oficial arrogante. Nunca salió a los medios de comunicación a cobrar para sí algo tan esperado por Colombia y por el mundo entero, como fue la muerte de Pablo Escobar. Basta revisar los archivos para darse cuenta de que prefirió ceder el espacio para que sus superiores, pero también sus subalternos, muchos de ellos sí obsesionados con la vanidad y el ego, aparecieran en los medios de comunicación cobrando ese éxito.

Un final no tan feliz

Hablemos del después de Escobar, es decir, 1994, el año que habría de significar un profundo cambio en la historia del país. Me refiero a la sucesión presidencial y al cambio de objetivo en la guerra contra el narcotráfico.

Abordar este tema me pone un poco en el dilema de mencionar a quien fuera gran amigo del coronel Martínez Poveda. Menciono en concreto a su compañero de pupitre en el colegio, siendo ellos niños y adolescentes. En el mismo salón de clases se sentaban por aquella época en una escuela en el departamento de Santander los jóvenes Rosso José Serrano y Hugo Martínez Poveda. Seguramente nunca imaginaron que ingresarían a la Policía y mucho menos que años después serían protagonistas en una época tan difícil de Colombia como fue enfrentar las amenazas de los carteles de Medellín y de Cali.

Tengo que decir que, al final, esa entrañable amistad terminó de alguna manera interrumpida por los vaivenes de la política y por lo que significó que el gobierno del presidente Ernesto Samper hubiera tomado la decisión de nombrar director de la Policía Nacional al general Serrano. Imagino que en el fondo el también general Martínez esperaba tener un mayor protagonismo, pero sin embargo no fue así.

Dado el gran liderazgo que logró el general Serrano y, particularmente su gran protagonismo como responsable del éxito histórico, también para la Policía y para Colombia de haber desmantelado el cartel de Cali, la figura de Hugo Martínez se fue desvaneciendo. Aun así, Serrano lo designó como director de la Dijín, en una decisión calificada como un gran acierto porque esa unidad, trascendental para la Policía, quedaba en manos de alguien experimentado, conocedor de la Policía Judicial, con gran credibilidad y prestigio.

Pero, finalmente, el coronel Martínez decidió dar un paso al costado. Estoy seguro de que su gran orgullo fue ver cómo su hijo contribuyó de manera notable a liberar a Colombia de un peligro como el que significaba Pablo Escobar. Y lo hizo por encima de las capacidades ofrecidas por agencias internacionales, por encima de los esfuerzos mafiosos de los Pepes –Perseguidos por Pablo Escobar– para localizar al capo, por encima de las capacidades de la propia inteligencia colombiana militar y policial.

Ese oficial le ofreció a su papá el gran triunfo de haber localizado a Pablo Escobar. Y con ese recuerdo imborrable, en marzo de 2020 el coronel Hugo Martínez se fue a la tumba víctima de una enfermedad. Lo triste de esta historia es que su hijo, el joven oficial Hugo Martínez Bolívar tampoco está ya entre nosotros porque en abril de 2003 perdió la vida en un accidente de tránsito en la vía Fusagasugá-Bogotá.

Para quienes estábamos ahí cerca no dejaba de ser preocupante, triste, que esas dos figuras destacadas de la Policía, el dúo que se había conocido de niños –los generales Serrano y Martínez–, no estuviera simultáneamente al frente de la Policía Nacional. Desde luego el general Martínez tenía claro que yo era el hombre de confianza del director de la Policía. También sabía que mi lealtad estaba con el general Serrano y eso nos llevó a que tanto al final de su carrera como luego en uso de buen retiro, el general Martínez y yo no hubiésemos mantenido una línea de comunicación cercana, como la que hubiera querido para haber aprendido más de lo que significaron su trayectoria y su compromiso en la lucha contra el cartel de Medellín. Porque, repito, es probable que nunca conozcamos en su verdadera dimensión las vicisitudes que él afrontó dada su discreción, su personalidad poco protagonista, su entereza y su valentía, porque en lo personal y familiar prefirió afrontarlo en solitario.

En resumen, este es un reconocimiento que estimo es más que justo a dos profesionales ejemplares, a dos policías admirables que dejaron un legado de honor, de sacrificio y de persistencia alrededor de la exaltación de valores que inspiran e inspirarán por décadas a muchos policías para el cumplimiento del deber.

 

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