Zöe es una joven brillante que siempre consigue todo lo que se propone: ser la mejor estudiante de la universidad, tener una carrera exitosa, un novio amoroso y buenas amistades. Su vida es perfecta, o al menos eso pensaba.
Todo cambiaría cuando, en su lecho de muerte, su abuelo le entregara un sobre con un contenido misterioso. Hasta que la joven está lista, ella continúa con la misión de su abuelo: la de hallar por el mundo los 4 pergaminos que contienen el conocimiento ancestral necesario para transformar su vida y la de los demás. A lo largo del viaje, la joven aprenderá que para dar lo mejor de sí, primero debe ser su mejor versión.
Eduardo Massé, especialista en la ciencia del comportamiento humano, reúne estas lecciones universales en una emotiva historia que te inspirará a encontrar tu propósito, buscar el saber y cultivar el amor.
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Fragmento del libro de Eduardo Massé “Los cuatro pergaminos”, editado por Diana, © 2024. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
Los cuatro pergaminos | Eduardo Massé
Montreal, 24 horas antes
Nada. Absolutamente nada. La joven corredora era capaz de poner la mente en blanco cuando se entregaba a sus rutinas de entrenamiento cada vez que salía a trotar. Correr, más allá de su pasión, representaba un verdadero escape del estrés diario, una disciplina que venía practicando con inmaculado compromiso durante los últimos diez años de su vida, y que inició cuando era una estudiante de secundaria en la cosmopolita y caótica urbe mejor conocida como Ciudad de México.
En ese momento era la capitana del equipo de atletismo de una de las mejores instituciones de educación superior del mundo, la renombrada y competitiva Universidad McGill, en la ciudad de Montreal, Canadá. Su especialidad eran las pruebas de 5 y 10 km.
Verla competir era como ver a una gacela deslizarse sobre la sabana, libre y coordinada, flotando sobre un ecosistema conformado por árboles pequeños, aire puro, hierba fresca y un espectacular cielo azul. Un cuadro que deleitaba a sus admiradores, colegas y amigos, y que, por el contrario, desesperaba a las que tenían la mala fortuna de enfrentarla como rival en alguna competencia universitaria.
Sus logros deportivos no eran su único bastión de orgullo, ya que Zöe también destacaba como parte del cuadro de honor de estudiantes de la McGill Honor Society, por sus altos y constantes logros académicos. Su única particularidad, que no siempre le jugaba a favor, era su tendencia a ser perfeccionista.
Desde temprana edad desarrolló su pasión por las finanzas cuando, con su abuelo, su Opa, jugaba al vendedor de la tiendita, espacio donde ella era celebrada una y otra vez por sus dotes de negociante y su agudo entendimiento de las matemáticas y los porcentajes. Contrario a los intereses característicos de una niña de 9 años, ella disfrutaba enormemente de explorar, junto con Opa, los ejercicios que encontraba en las páginas de los robustos tomos de los libros de aritmética. Amante de los números, Opa se preocupó por desarrollar en ella una agudeza en la estrategia, razón por la cual se aseguró de enseñarle a la joven prodigio todo lo que sabía sobre el mundo del ajedrez y sus reglas. Pasaban horas jugando, retándose uno al otro. Era fascinante ver a esos dos regocijarse con cada jugada, con cada problema.
Sus ojos grandes y profundos, y su hermosa sonrisa y sensibilidad, provocaban en Opa una ternura y un amor inigualables hacia la más cándida y joven de sus nietos.
Para Zöe, su abuelo siempre fue su admiración: un icónico personaje capaz de construir un imperio financiero con su talento extraordinario, de entender las crisis como oportunidades y verlas como un mal necesario, como él, con sarcasmo, solía describirlas.
—¿Cómo estuvo la ruta esta mañana, Zöe? —le preguntó Melek, su joven compañera de cuarto de la universidad.
—Mi querida amiga, la verdad, me encanta. No hay nada más rico que correr por las mañanas, aprovechando el aire puro y fresco, y sentir ese frío de noviembre que me quema ligeramente las mejillas. Me encanta cuando mi aliento se convierte en vapor al salir de mi boca.
Melek, la mejor amiga de Zöe, era una brillante joven turca que llegó a la Universidad McGill a estudiar la carrera de Derecho con la intención de, finalmente, cambiar su visa de estudiante por una de residente permanente y hacer su vida en Canadá como especialista en Derecho Migratorio. Entre sus familiares tenía un buen número de migrantes que partieron de lo que fue la antigua Alejandría de Tróade hacia el nuevo mundo, y siempre le apasionó no solo convertirse en uno de ellos, sino también abogar por los derechos de otros que, como ella, buscaban desarrollar una vida nueva en una realidad que ofreciera nuevos retos y aspiraciones. Además, Melek tenía una excelente memoria: sabía de historia universal y de monumentos más que nadie.
Estaba, además, Jacques Dumas, su nuevo joven amigo, también estudiante de Derecho y autodeclarado consultor experto de Google y de todo lo referente a internet. Jacques era oriundo de París, la Ciudad de la Luz. De carácter rebelde y estrafalario al vestir, declaraba vivir en conflicto por la ridícula etiqueta que, según él, gobernaba a su familia. Pertenecía a una de las familias parisinas más ricas y apegadas a la norma y ética social de París, con profundas raíces católicas que se remontaban al mismísimo Vaticano.
Melek, Jacques y Zöe eran casi familia; existía una química especial entre ellos.
—¿Saben qué me resulta muy curioso? —preguntó Zöe—. En esta semana que he salido a entrenar, he visto a un hombre mayor, canoso, de complexión gruesa, bien parecido, que me observa con una mirada penetrante, casi obsesiva, como queriendo decirme algo. Siempre está sentado en la misma banca del mirador en el Chalet du Mont-Royal; es más, en un par de ocasiones que le he devuelto la mirada, me ha respondido con una cálida sonrisa, como si me conociera de antes. No sé… es como si ya lo hubiera visto, pero no puedo recordar dónde.
Una mañana en la universidad, cuando Zöe se encontraba tomando una clase sobre Comportamiento Financiero, su materia favorita, notó que el celular que llevaba en su bolsa vibraba repetidamente. Curiosa por lo irregular de la insistencia, lo tomó y vio que era su madre quien le había enviado varios mensajes por WhatsApp, y alcanzó a leer el último que aparecía en la pantalla. Inmediatamente, cerró su laptop, se disculpó con la maestra y salió corriendo del salón de clases hacia la puerta del edificio Birks, desde donde pidió un Uber.
Durante el trayecto, Zöe volvió a ver el mensaje que la hizo salir corriendo: «Zöe, ven, es urgente. Es Opa; te necesita. No queda mucho tiempo».
El camino desde la entrada principal de la Universidad McGill hasta la casa de Opa duró poco menos de diez minutos. Fue un tiempo angustiante que le resultó eterno. Zöe no quería preguntarle a su madre; tenía miedo de saber qué le estaba ocurriendo a su Opa. Apenas la semana anterior, cuando platicaron por teléfono, él se escuchaba saludable y coherente. ¿Cuál era la urgencia que su madre no le dijo en el mensaje? ¿Qué podría haber sucedido? ¿Cómo era posible que no hubiera percibido nada?
Al bajar del Uber, le pareció observar, a la distancia, la silueta de su íntimo amigo, Jacques, vistiendo una capa de terciopelo negro. Él, rápidamente y sin detenerse, se subió a un coche negro que lo esperaba. Curiosa coincidencia que, entre la prisa y la angustia por llegar con Opa, ella no consideró en ese momento.
Cada visita a la mansión de Opa era regresar al pasado y abrir el cofre de inagotables memorias y momentos mágicos que vivió en su infancia.
—¡Bienvenida a la Isla de la Fantasía, querida Cosa! —solía exclamar Opa, con el entusiasmo de un infante, cada vez que llegaba su nieta consentida.
Desde recién nacida, Opa quedó hechizado por la belleza y la energía natural de su nieta, una pequeña bebé que él, al tenerla por primera vez en sus brazos, bautizó cariñosamente como la Cosa. Y así, cada vez que la nieta favorita llegaba a esa casa, la mansión del abuelo se transformaba en una visita virtual a la Isla de la Fantasía.
Pero esta vez no se sentía igual. No estaba Opa para recibirla y darle la bienvenida.
Zöe estaba allí, parada frente a la imponente puerta, buscando tomar aire y armarse de valor antes de tocar el timbre, mientras recordaba cómo de pequeña solía recorrer la cuadra alrededor de la casa con su triciclo rosa, su color preferido; o cuando su Opa pasaba a buscarla después de que terminaban sus clases en el kínder con la señorita Roose, para llevarla, sin el permiso previo de sus padres, a pasear a la parte más elevada de la montaña, a espaldas del Oratorio de San José.
Esta vez no iba a jugar o a tener una charla divertida con Opa; esta visita parecía tener un carácter triste.
—Zöe, mi amor, tu abuelo te espera en su habitación. No hace más que preguntar por ti —le dijo su madre, que ya se encontraba junto con la abuela y otros miembros de la familia.
Al entrar al cuarto, observó con profunda tristeza al que toda su vida había visto como un hombre fuerte. Opa estaba tumbado en la cama, debilitado y a merced de los médicos y sistemas de soporte que, aparentemente, lo mantenían con el aliento suficiente para esperar la llegada de su nieta favorita.
—Opa, ¿cómo estás?
—¿Cosa? Llegaste. Necesitaba verte antes de partir.
—Por favor, no digas eso. Todavía te quedan muchos años por vivir, Opa —respondió Zöe, intentando ser fuerte, mientras contenía las ganas de llorar.
Opa siempre fue una figura ejemplar para Zöe. Él representaba la historia del inmigrante que llegó del Viejo Continente a conquistar el Nuevo Mundo.
Jonathan Krasniewski era un brillante y ambicioso joven de origen polaco que emigró a Canadá en el año 1935, para escapar de los resabios de la Primera Guerra Mundial y del antisemitismo de la época. Cuando en la Polonia de aquel entonces los judíos comenzaban a ser vistos como ciudadanos de segunda categoría, con la prohibición de pertenecer a cualquier partido político, el padre de Jonathan decidió enviarlo a vivir con su hermano Lech, radicado en Montreal.
Jonathan siempre destacó como un habilidoso hombre de visión y sabiduría, reconocido como un gran ser humano. Estas capacidades le abrieron la puerta para entrar en el camino de grandes maestros de la comunidad judeocabalista de Montreal.
Cuando Zöe llegó a su vida, Opa reconoció una conexión especial en ese ser inocente; algo le decía que ella era la elegida para continuar con su legado y llevar su obra a otro nivel.
Todas esas escapadas, esas inagotables horas y momentos resolviendo problemas, desarrollando ejercicios, pensando estrategias, trabajando las neuronas y estableciendo algoritmos no serían en vano. Más allá del amor genuino y puro que sentía el abuelo por su nieta, estaba seguro de que Zöe contaba con todas las cualidades para entender y continuar con su obra. Aunque sentía que su pronta partida de esta vida podía haberse presentado de forma prematura, ya no le quedaban más opciones. Él estaba obligado a confiar en su instinto, en su trabajo de tantos años, en la fuerza del amor por su nieta, en la madurez y en la capacidad de la elegida.
—Zöe, necesito que me escuches con atención —le dijo Opa, moribundo y casi sin aliento—. Acércate, por favor, y extiende tu mano, porque lo que quiero entregarte es para ti nada más; aunque hoy no lo entiendas del todo, es necesario que lo recibas de mis manos y que me prometas que, el día que decidas abrirlo, te comprometerás a completar lo que está en el interior de este sobre.
Ella no quería escuchar nada que no le confirmara que Opa saldría de esa crisis y continuaría viviendo muchos años más. En el fondo, sabía que la vida de Opa se extinguía. No le quedaba más opción que recibir de manos de su moribundo abuelo un delgado sobre, tamaño carta, elaborado en fino cuero negro y asegurado mediante un sello de cera rojo con las iniciales 4P.
Londres, cinco años más tarde
Zöe se graduaba del programa de maestría en Finanzas en la prestigiosa Escuela de Economía de Londres (también conocida por sus siglas en inglés como lse).
—Así es, jóvenes queridos, a mis 78 años, todavía hay tontos que me preguntan: ¿hasta cuándo dejarás de interpretar? ¿Cuándo piensas retirarte? No tengo idea. Pienso que un día la vida me retirará. Porque, aunque no parezca, mi edad biológica muestra que no tengo más de 50 años. Como me la paso saltando y bailando en cada concierto, me siento de 40 años —dijo el cantante, acercándose al micrófono—. En una entrevista en la bbc me preguntaron si me gustaba mi trabajo. —Jagger hizo una pausa antes de seguir—. Cuando te dedicas a lo que te apasiona hacer, es cuando dejas de trabajar. —Hizo otra pausa, la cual fue interrumpida por los eufóricos aplausos de los presentes en la ceremonia—. ¿Querrá eso decir que llevo más de sesenta años de vacaciones? —Nuevamente irrumpió el público presente con carcajadas y aplausos por el discurso del carismático cantante, compositor, músico, actor y productor británico Mick Jagger.
El cantante de los Rolling Stones era el invitado de honor a la ceremonia de clausura de la promoción de graduados de la maestría en Ciencias Económicas de la Escuela de Economía de Londres.
—Es un verdadero honor haber estudiado en esta institución y, a pesar de que nunca llegué a graduarme, estoy muy agradecido por lo que aquí aprendí.
»La verdad es que yo no he tenido que justificarle mi carrera a nadie, porque tuve la fortuna de haber sido suficientemente exitoso, suficientemente rico y con tiempo como para tomar las cosas como vienen, aunque no soy el mismo de hace veinte o cuarenta años atrás. Debo confesarles que, hasta hace apenas cinco años, todavía pensaba que seguía siendo un roquero inocente.
»Por eso, jóvenes, háganle caso a su tío Mick; no compren drogas, conviértanse en superestrellas de rock y las obtendrán gratis todo el tiempo. ¡Gracias! —concluyó el músico, levantando la euforia de los jóvenes presentes que lo escuchaban con admiración.
Siguió el turno de la más destacada estudiante del programa. Luego de dos años en Londres, Zöe había logrado llevarse todos los laureles de la generación 2018, gracias a la oportunidad y dedicación que le permitían la academia y la disciplina deportiva.
Zöe estaba lista. Sobre el vestido oscuro que llevaba puesto, portaba orgullosa una toga negra revestida con una muceta en terciopelo de colores amarillo y púrpura. En la cabeza, llevaba un birrete rematado con una borla amarilla que colgaría del lado derecho hasta recibir el diploma y los honores para, finalmente, al graduarse, pasarla al lado izquierdo como símbolo de haber concluido esta extraordinaria aventura académica.
Serena y confiada, se dirigió desde su butaca, en la primera fila, al podio sobre el escenario para pararse detrás de él, acomodar el micrófono y dirigirse a los presentes.
—Buenas tardes. ¿Cómo están todos hoy? Director Craig Calhoun, sir Michael Philip Jagger, alumnos y todos mis queridos e ilustres amigos de la promoción 2021…
Casi para finalizar su discurso, Zöe les extendió a todos los graduados una invitación:
—Contribuyamos, con recursos y vida, a construir un bien mayor, un mundo mejor, la sociedad utópica que deseamos, pero que quizá, por realistas e inhumanos, dejamos de anhelar. Una sociedad donde los seres humanos continúen siendo la prioridad, pero no por miedo o porque esté escrito en un documento que nos obliga a serlo, sino porque es la acción más hermosa y grande que nos hace ser seres humanos: procurar lo mejor siempre los unos para los otros.
»Celebremos hoy a la humanidad, queridos amigos. Tomemos la estafeta de las generaciones que nos precedieron y construyamos una mejor sociedad. Sé que puede sonar imposible, pero si no nos permitimos soñarlo, entonces, ¿quién? ¡Gracias y que Dios los bendiga a todos! —terminó Zöe su discurso, seguido de una euforia colectiva.
Los presentes se pusieron de pie y empezaron a aplaudir. Ella estaba muy emocionada. No dejaba de sonreír y llorar de alegría y felicidad. Se acercó a recibir su diploma de manos del director de la universidad, cambió de lado su borla y caminó de regreso a su asiento, para continuar con el resto de la ceremonia.
Cuando empezó a bajar la escalera, se sorprendió al distinguir, entre la muchedumbre, unos ojos penetrantes que le resultaban familiares. Logró identificar la mirada del hombre mayor que, a veces, la observaba cuando terminaba sus rutinas de jogging en Montreal.
¿Sería el mismo o estaba alucinando, debido al momento y a las emociones que la envolvían? ¿Aquel encuentro podía ser una coincidencia?
—Zöe, ¡bravo! Una vez más estuviste maravillosa, querida amiga —le dijo una de sus compañeras de clases, que casi se lanzó para darle un abrazo e interrumpió con ello sus pensamientos, lo que provocó que Zöe cambiara por unos segundos la dirección de su mirada. Sin ser descortés y sin dejar de sonreír, buscó nuevamente al misterioso personaje, pero sin éxito alguno; no volvió a verlo.
La celebración continuó como era la tradición y costumbre: fotografías, abrazos, lágrimas y sonrisas. Buenos deseos y nostalgia por un capítulo que llegaba a su fin y marcaba un nuevo inicio en la vida de esos jóvenes graduados.
Al culminar ese capítulo de su vida, le tocaría regresar a Amérca, donde, en Westport, Connecticut, la esperaba su próximo reto. Había aceptado trabajar como gestora de inversiones para uno de los fondos de cobertura financiera más grandes del mundo. La esperaba una nueva etapa que, aparentemente, era la talla perfecta para una persona con la disciplina y la capacidad de Zöe.
Nueva York, dos años después
—Amor, ¿nos vemos para cenar a las 7:30? —preguntó Zöe a Adam Kimmel, un reconocido fotógrafo de Nueva York que se había hecho de nombre y fortuna por fotografiar múltiples escenas neoyorquinas, que destacaban el valor y la curiosidad humanos. Contaba con una sensibilidad exquisita y un ojo de verdadero artista. A sus 44 años, Adam ya era reconocido por la prestigiosa revista Photo District News como el fotógrafo joven más influyente de su generación; era como el nuevo Richard Avedon, importante fotógrafo que destacó por sus retratos y sus míticas instantáneas en blanco y negro.
—Ahí estaré a las 7:30 en punto, bebé. Sé que te gusta la puntualidad y yo sería incapaz de molestarte, ni siquiera con un segundo de tardanza —respondió Adam, entre seductor y burlón.
—Adam, eres lo máximo. Por eso te amo.
Apenas llevaban ocho meses de relación, pero la joven pareja ya sabía que iba en serio. Se habían conocido en una fiesta de trabajo en casa de su jefe.
Con escasos dos años en la organización, Zöe fue seleccionada para liderar la inversión de un grupo de banqueros chinos que contemplaban colocar 1.5 billones de dólares, un hecho sin precedentes para el fondo donde ella trabajaba, ya que nunca alguien de menos de 30 años había sido seleccionado para dirigir un proyecto de tal magnitud. Pero su jefe, sus consejeros y demás directores afines confiaban plenamente en la habilidad de la joven y en su capacidad para llevar con éxito la asignatura.
Todo parecía ir bien en la vida de Zöe. A sus cortos 28 años, era la viva representación de una historia de éxito que daba de qué hablar entre sus amistades y colegas; contaba con una increíble relación amorosa y con sus magníficos amigos de siempre, Melek y Jacques… Era como si nada pudiera salirle mal.
Por su parte, Melek había conseguido la residencia definitiva en Montreal y se estableció como asociado junior, especialista en migración, ejerciendo en una prestigiosa firma de abogados en Montreal. El joven Jacques, ya graduado del programa de Derecho Internacional de la Universidad de Montreal, decidió regresar a integrarse a los quehaceres de su familia y, de paso, aventurarse a cursar una maestría en Derechos de la Salud en la Universidad de La Sorbona, en París.
Un domingo por la mañana, Zöe decidió mover unas cajas que guardaba en su clóset. Era un buen momento para organizar viejos recuerdos y desempolvar cajas que conservaba desde sus años de estudiante. Estaba buscando espacio para acomodar un gong que los banqueros chinos le habían obsequiado como muestra de su agradecimiento por los grandes rendimientos que estaba generando la gestión del proyecto de inversión. Por otro lado, tenía tiempo libre, pues Adam se encontraba presentando su obra en una galería de Los Ángeles, en el otro extremo del país.
Zöe estaba casi por acabar de mover las cajas empolvadas arriba de su clóset cuando, al agarrar la última, perdió el equilibrio y cayó sobre la cama, mientras la caja que sostenía en sus manos se rompió en el piso al caer de forma abrupta, y su contenido quedó al descubierto; pero, con la inercia de la caída, el sobre de cuero negro que le había entregado Opa antes de morir quedó debajo de la cama.
De pronto, el celular empezó a sonar, con un número que aparecía como desconocido. Zöe volcó su atención en contestar la llamada y olvidó las cajas por un momento.
—¿Zöe Agnelli?
—Sí, soy yo. ¿Quién habla?
Al otro lado de la línea, identificó la voz de una mujer de sofisticado y marcado acento neoyorquino.
—Mi nombre es Katherine Parker. Tú no me conoces ni yo a ti; pero, curiosamente, el chamán don Lucio, a quien contratamos mi esposo y yo para realizar una ceremonia de ayahuasca con unos amigos íntimos de Manhattan, nos ha puesto como condición que te invitemos.
—Perdón; pero, sin ánimo de ser grosera, no entiendo qué tiene eso que ver conmigo.
—Para serte franca, Zöe, yo tampoco. Pero invitarte y que participes en la ceremonia fue la condición del chamán. Y necesito traerlo, porque estamos celebrando los 80 años de mi esposo y su deseo de cumpleaños es que don Lucio nos celebre una ceremonia de ayahuasca. Verás: mi esposo anda muy delicado de salud y quizá esta sea su última celebración. De hecho, siento que ya no queda mucho tiempo. Sé que no me conoces, pero significaría el mundo para él y para mí, por supuesto, que aceptaras nuestra invitación.
—¿Puedo preguntarle cómo obtuvo mi número de celular? —Disculpa mi falta de tacto; tienes razón en preguntar. Quizá debí haber comenzado por ahí. Ray, tu jefe, es gran amigo de la familia. De hecho, él nos maneja buena parte de los fondos del grupo de empresas familiares. ¿Me imagino que habrás escuchado hablar del Holding Parker Corp.
Ese nombre le sonaba conocido a Zöe. Enseguida lo identificó: era uno de los clientes más grandes del fondo de inversión donde ella trabajaba. Por un lado, esta nueva pieza de información le daba seguridad y, por el otro, la comprometía a aceptar tan inusual invitación.
—Bueno, señora Parker, con gusto asistiré, pero quisiera preguntarle si permite que me acompañen dos buenos amigos que son como de mi familia.
—Perfecto, Zöe. Siempre hay lugar para la familia entre nosotros. Harás muy feliz a mi esposo. Él es fan de don Lucio, el chamán más renombrado y reconocido de todo Perú, y esta sorpresa significará mucho para él, mi amado Billy.
Desde la muerte de Opa, Zöe sentía que algo faltaba en su vida e interpretó esta extraña invitación como una señal del universo. Probablemente, la ayahuasca le abriría esa puerta que le permitiría amplificar sus sentidos y emociones, para calmar una ansiedad que venía sintiendo desde la muerte de Opa y que cada vez era más frecuente.
Cuando Zöe les comunicó la invitación a sus amigos, Melek aceptó, como un escape de la rutina y los miedos; para Jacques, era una razón más para regresar a ser el rebelde que había dejado a un lado cuando decidió volver con su familia a París. Para ambos, era una ocasión especial, pues se rencontrarían con Zöe tras años de no verse.
—Vamos retrasados, Jacques. ¡Mierda! Vamos a llegar tarde —exclamó Zöe, molesta por la demora de Jacques en conseguir un Uber, en vez de tomar el metro que, en un lugar como Manhattan, es una solución más práctica y eficiente si se toman en cuenta la hora y la distancia.
—No te preocupes, chérie, todo saldrá bien. Recuerda que sin nosotros no hay fiesta. Además, sabes que don Lucio no iniciará nada si tú no estás presente. —El tono sarcástico de su amigo Jacques incomodó mucho a Zöe, aunque sabía que tenía razón por la condición del chamán de no aceptar la invitación a dirigir dicha ceremonia en la ciudad de Nueva York si no contaba con la asistencia especial de Zöe Agnelli. Sin embargo, a ella no dejaba de molestarle la actitud de su amigo que, por unos segundos, casi la hace arrepentirse de haber insistido en que fuera como su invitado. Entonces, decidió respirar profundamente y no hacer ningún comentario.
—Bueno, solo faltan cinco minutos para llegar, Zöe. No te preocupes, llegaremos a tiempo. No hay necesidad de enojarse —comentó Melek, en un esfuerzo por calmar los ánimos de sus amigos.
Tal como lo informó la aplicación, llegaron puntuales a su destino. Los tres descendieron del Uber y corrieron hacia el elevador privado de los Parker que los llevaría hacia el penthouse, donde los esperaban para iniciar el ritual.
—Tienen que estar en silencio y dejarse llevar por la música. Vean lo que vean, no teman; no va a pasarles nada malo —les aseguraba don Lucio en tono firme a los participantes que estaban sentados en cojines, con las piernas cruzadas, sobre la loza de la terraza, formando un círculo perfecto, luego de haber consumido la bebida de ayahuasca. El experimentado chamán se aseguró de promover entre los presentes un ambiente familiar, cordial y humano.
—Aquí es donde sus ansias espirituales vienen a encontrarse con su yo interno. Los invito a dejarse llevar por la experiencia. No se resistan; por el contrario, entréguense y confíen física, mental y espiritualmente —solicitó el chamán a los participantes.
Don Lucio empezó a balancear el sahumerio para hacerles llegar el olor de los inciensos con aroma a lavanda y vainilla. Ya bajo los efectos del brebaje, el grupo empezó a alucinar a su ritmo.
—Les pido que se mantengan en un estado de meditación. Déjense llevar por la música; les ayudará a entrar en trance hasta el momento en que vean un punto de color o cualquier imagen. Por muy pequeña que sea, síganla con la mente, con la mirada. No tengan miedo. No pasa nada, no pasará nada malo —continuó el chamán.
Cada uno, a su tiempo, buscó una cobija y se acomodó entre cojines y frazadas que estaban alrededor de la amplia y segura terraza. Esto ocurría mientras el chamán continuaba orando en lengua quechua, al tiempo que tocaba armoniosamente un tambor que llevó desde Perú y que lo acompañaba por el mundo, como una especie de talismán.
Pasados treinta minutos, Zöe sintió un efecto fuerte que se apoderó de su razón y todo empezó a distorsionarse, al punto que le era imposible distinguir entre lo real y lo imaginario. Empezó a ver figuras geométricas de colores que le recordaban los momentos que disfrutó con Opa frente a los libros de aritmética y al tablero de ajedrez; comenzó a percibir unos ojos penetrantes que la observaban a lo lejos. Se extrañó por unos segundos, tratando de descifrar el rostro de la persona que la contemplaba con insistencia. Eran los mismos ojos que vio en Montreal y en Londres, los mismos que la miraban durante la ceremonia de graduación en la lse.
El corazón empezó a palpitarle de forma más acelerada. Tenía miedo; por primera vez en años, se sentía vulnerable. No era habitual en ella. Esa emoción le provocaba un intenso malestar. Empezó a sentir la ansiedad que la molestaba desde la partida de Opa. Entre el miedo, la angustia y la desesperación, provocados por la visión, pudo empezar a hacer conexiones. Todo era confuso, pero le quedaba claro que, en esta ocasión, los astros, o algo más, querían enviarle una señal; quizá confirmar un mensaje que necesitaba recibir, que necesitaba resolver en su vida. De pronto, a lo lejos, en lo más profundo de su alucinante viaje, escuchó una voz muy familiar, una voz que no escuchaba desde la partida de Opa.
—Opa, ¿eres tú?
«Sí, mi Cosa, soy yo. No temas, mi pequeña. Estuve esperándote. Llegó tu momento. Confía. Es tiempo de abrir la negra encomienda y no queda mucho tiempo. Sigue la emoción de la angustia y, cuando encuentres la mirada que te observa, solo espera y recibe. Es profunda y busca ayudar. La encomienda está debajo de donde nacen los sueños». Zöe escuchó claramente la voz de Opa en su mente.
Inmersa en distintas emociones, la joven empezó a llorar sin que pudiera parar. No entendía nada y se sentía mareada. Un par de horas después, entre el viaje y el llanto, el cansancio se apoderó de ella y cayó profundamente dormida sobre su cojín.
Pasaron unas ocho horas hasta que despertó. Logró ver con dificultad a Jacques y a Melek, que se encontraban sentados a su lado, esperando que abriera los ojos.
—Zöe, ¿cómo estás? —preguntó Melek—. Nos tenías preocupados a todos.
—No, a mí —interrumpió don Lucio—. Lo que viste y escuchaste estaba esperándote. Los espíritus de la Pachamama, la madre Tierra, me dijeron que esta fue tu noche, mi querida amiga. ¿Puedes recordar qué pasó? ¿Qué viste y qué escuchaste?
—Sí, lo recuerdo bien. Fue todo tan real, Lucio, que sentí pánico.
Como si fuera una revelación.
—Sí, lo sé, amiga. Tal como lo mencionas, esa fue una revelación. —Volví a ver al hombre mayor que me observaba; el mismo que vi la última vez en Londres. En mi viaje, estaba parado al lado de mi abuelo.
—¿El viejo del mirador de Mont-Royal? —preguntó sorprendida Melek, haciendo alarde de su maravillosa memoria.
—Sí. Es el mismo que también vi el día de mi graduación en la lse. Estuvo en mi visión. No me lo explico. Es como si me hubiera seguido todo este tiempo. Luego escuché a mi abuelo. Me dijo algo que no termino de entender, algo así como un acertijo.
—¿Un acertijo? ¡Dios mío! ¿Qué acertijo? ¿Qué te dijo? —preguntó Jacques, insistiendo, muerto de la curiosidad.
—Mi abuelo me dijo: «Llegó tu momento. Confía. Es tiempo de abrir la negra encomienda y no queda mucho tiempo. Sigue la emoción de la angustia y, cuando encuentres la mirada que te observa, espera y recibe. Es profunda y busca ayudar. La encomienda está debajo de donde nacen los sueños».
Reinó el silencio hasta que el chamán comentó:
—Te toca descifrar y entender, mi joven amiga. Los espíritus se comunicaron contigo. Esa verdad ya es tuya y la responsabilidad que conlleva, también. A mí me dijeron que tienes un compromiso que necesitas cumplir para que estés tranquila. Necesitas eso para que encuentres y empieces tu verdadero camino.
—Pero ¿qué dices, Lucio? No entiendo nada. ¿De qué camino me hablas? —La joven buscó la mirada del chamán, esperando una respuesta que la pudiera ayudar a entender qué estaba pasando.
—Eso no me toca responderlo a mí, Zöe. Nosotros nos veremos en otra nueva luna, en tierras hermanas; mientras tanto, mi trabajo ha terminado. Buena suerte, mi joven amiga. Y recuerda: el tiempo ya empezó a correr y no queda mucho.
Los tres amigos salieron antes de que el reloj marcara las 9:30 a. m., mientras la mayoría de los otros invitados seguía dormida. Estaban cansados y con mucha hambre.
Zöe fue la que más durmió por el cansancio de la experiencia. A Jacques le fue peor: se la pasó vomitando casi toda la noche y se sentía débil. Para Melek, el viaje no tuvo mayor incidencia: vio formas geométricas y una luz que la envolvió por completo. Finalmente, se quedó dormida mientras disfrutaba la música de los tambores de don Lucio.
Después del tremendo desgaste físico y emocional, necesitaban con urgencia un café, un jugo de naranja y unos huevos revueltos, acompañados de pan tostado francés. Zöe, en su posición de anfitriona, decidió invitarlos a desayunar al restaurante Penrose.
El recorrido en el Uber lo hicieron en silencio. Estaban exhaustos y con cara de pocos amigos, aunque no cabía duda de que morían por compartir sus viajes. Pero primero requerían el combustible necesario para encender neuronas y darle fuerza al cuerpo. Luego de ordenar el desayuno y de ir recibiendo los platillos en la mesa, por fin, hablaron.
—Okey. ¿Quién empieza? —preguntó Jacques, un tanto más recuperado, luego de tomar su segundo vaso de jugo de naranja.
—¿Qué te pasó, Zöe? Nos tenías asustados. Estabas llorando y temblando; nunca te había visto así. Y cuando despertaste, te veías muy pálida. Yo me asusté muchísimo. Este viaje no me gustó nadita. Jacques se la pasó vomitando y yo hasta me sentí culpable de haberla pasado relativamente bien. No vuelvo a hacerlo más —dijo Melek, sin dejar de mirar a Zöe, a quien empezaron a llenársele los ojos de lágrimas.
—No sé cómo empezar —dijo Zöe, encogiendo los hombros y tomando una servilleta de papel para secarse las lágrimas—. No sé si fue extraño o muy revelador, pero lo que vi todavía me tiene confundida. Mi Opa vino a darme un mensaje en forma de acertijo. La presencia de ese hombre mayor que me ha seguido en Montreal y Londres… No sé qué quiere decir todo esto, pero siento que tengo que resolverlo para que estas angustias sin sentido dejen de atormentarme.
—Bueno, Zöe, recuerdo que me comentaste que te gustaba jugar a resolver, entre otras cosas, acertijos con tu abuelo. Esto suena como si del más allá estuvieran dándote otro reto que necesitas descifrar tal como lo hacías cuando de pequeña jugabas con él —respondió Melek.
—¿Me repites nuevamente qué dice el acertijo? —preguntó Jacques.
Zöe lo repitió. Jacques contestó:
—Somos tres cabezas pensantes. Siento que esto nos ayudará para descifrarlo juntos, solo que ahorita no es el momento. ¿Por qué no nos vamos a descansar para recuperarnos y después, bien bañaditos, nos reunimos para cenar? —sugirió Jacques, quien se sentía sucio y un poco asqueado consigo mismo por el leve aroma a vómito que seguía acompañándolo desde la noche anterior.
—Es buena idea. Melek se está quedando conmigo. Entonces, vamos a descansar y nos vemos para cenar.
—Es un trato —respondió Jacques, quien se paró con más energía que cuando llegaron a desayunar, apurado para llegar al departamento de la familia Dumas, realizar una llamada, darse un largo baño con agua calientita y recuperar energías con una prolongada siesta. Estaría listo para la hora de la cena.
Por su parte, Melek y Zöe fueron a casa en Upper East Side. Al igual que Jacques, se sentían agotadas. Estaban tan cansadas que, después de llegar, las dos cayeron en un profundo sueño cuando se recostaron en la cama.
Pasaron tres horas para que Zöe pudiera despertar, mientras que, aparentemente, a Melek le quedaban dos horas de sueño todavía.
La joven se levantó, fue a su estudio, encendió su computadora y empezó a transcribir el acertijo que le había dicho Opa.
Lo primero que su abuelo le había enseñado cuando se enfrentaba a un acertijo era establecer la diferencia entre un enigma y una adivinanza, y este tenía más cara de ser un enigma: no había preguntas, solo sugerencias.
Luego, era necesario identificar el patrón de asociaciones que pudiera ayudarla a llegar a la respuesta. Este acertijo no tenía intención de ser una trampa, ya que su abuelo no sería capaz de «jugarle chueco». Por el contrario, era un reto para su inteligencia. También tenía claro que podía comenzar por el final. Era buena estrategia descomponer el acertijo para visualizar el reto por completo, entendiendo las acciones que describía el juego de palabras. Debía contemplar información que fuera relevante y arriesgarse a hilvanar teorías, considerar posibilidades y permitir cierto grado de flexibilidad al empezar a construir la respuesta. Zöe entendía que, más allá de ser un reto divertido, debía completar esta tarea con éxito si quería darles fin a sus angustias.
La primera frase con la que decidió empezar su análisis fue: «No temas, mi pequeña».
«Es obvio que mi abuelo no quiere que me preocupe, porque siento que lo que viene como resultado de este mensaje es bueno para mí. Y luego está la última parte del acertijo que no termino de entender», pensaba Zöe en voz alta.
«La encomienda está debajo de donde nacen los sueños». «¿Dónde nacen los sueños? ¿En la imaginación o en el cerebro?
¿Dónde debo investigar primero? ¿Debería revisar estudios académicos o médicos sobre el tema? ¿O debería mantener la solución en un nivel más simple?».
Dejó de preocuparse por hacer investigaciones profundas y decidió buscar la solución usando su sentido común.
«Sigue la emoción de la angustia y, cuando encuentres la mirada que te observa, solo espera y recibe. Es profunda y busca ayudar. La encomienda está debajo de donde nacen los sueños».
«Te estuve esperando. Llegó tu momento. Confía».
«Si escucho y pongo en contexto lo que me dijo don Lucio, es obvio que esta sesión de ayahuasca fue una suerte de canal de comunicación que usó Opa para comunicarse conmigo. Él estaba esperándome para recordarme algo, pero ¿qué sería? ¿Qué quedó pendiente entre él y yo?».
«Es tiempo de abrir la negra encomienda y no queda mucho tiempo».
«¿Qué es eso de “negra encomienda”? ¿Qué podría ser? ¿Y a qué quiso referirse con que no queda mucho tiempo? Vamos, Opa, háblame, dame una señal», pensaba Zöe.
En ese momento, Melek interrumpió su proceso de pensamiento al acercarse a pedirle ayuda.
Melek acababa de levantarse. Tenía una ligera migraña que seguía molestándola desde que se despertó.
—Me duele mucho la cabeza, Zöe. ¿No tendrás algún sobre con pastillas que me ayuden a quitarme este dolor?
—Espera, Melek, ¿qué dijiste?
—¿Qué te dije de qué? Me duele la cabeza y quisiera tomar algo que me ayude.
—¡Me pediste un sobre! ¡Eso es, Melek! ¡Amiga, te adoro!
Melek no entendió la súbita reacción de júbilo de su anfitriona. —Es Opa y el acertijo. La negra encomienda es el sobre de cuero negro que me entregó antes de morir. Y todos estos años lo asocié con el doloroso momento de su muerte y, por eso, casi no le puse atención y, apenas me lo entregó, lo guardé en mi mochila y luego lo puse en una caja para olvidarme de él. Ven conmigo, Melek. —Se levantó corriendo hacia su cuarto a buscar la caja que horas antes había tratado de reubicar.
A pesar de la migraña, Melek también salió corriendo detrás de ella. Ambas llegaron al cuarto y Melek observó con curiosidad cómo Zöe se lanzaba sobre una caja donde aparentemente guardó el sobre, pero no estaba ahí.
—¡No es posible! Debería estar aquí, ¡lo sé! Pero ¿quién pudo haberlo tomado? Vamos, Opa, por favor, háblame. —Empezó a pensar en voz alta, mientras Melek guardaba silencio entre la confusión y su dolor de cabeza.
»Vamos, Opaaaa, háblame. Un momento. Aquí está la respuesta: “La encomienda está debajo de donde nacen los sueños”. ¡Eso es! La cama. Los sueños nacen cuando duermes y ¿dónde duermes? ¡En la cama! —se respondía Zöe al tiempo que buscaba debajo de su cama.
»¡Melek! ¡Lo encontré!
—¿Cómo? ¿Qué encontraste?
—¡La encomienda! ¡Quiero decir, el sobre! El sobre que mi abuelo me entregó antes de morir. Lo había olvidado por completo. Opa me hizo prometer que una vez que lo abriera debía cumplir con lo que está escrito. Quizá fue por eso que lo dejé acumulando polvo tantos años.
—Pero no estaba en la caja que mencionaste cuando saliste corriendo a buscarla.
—Debió de haberse salido de esa otra caja que se me cayó al piso. Como ves, se destrozó y seguramente el sobre salió volando y terminó debajo de mi cama. Nunca lo hubiera encontrado, porque nunca limpio debajo de mi cama.
—¿Por?
—Porque me da miedo. No te rías, pero es un trauma que tengo desde niña. Algo así como lo que les pasa a los niños en Monsters, Inc., la película.
—¿Me estás diciendo que tu abuelo lo sabía y por eso te dijo que buscaras debajo de la cama?
—Es correcto.
—Pero es una locura. No entiendo.
—Yo tampoco, pero todo empieza a cobrar sentido. El acertijo también me pide que confíe, y me imagino que eso es lo que ahora me toca hacer.
El sobre de cuero negro con las iniciales 4P había llegado a las manos de Zöe de una forma impredecible, tal como se lo anunció su abuelo antes de morir.
Quedaba por descifrar la última parte del acertijo que todavía no tenía ningún sentido en la mente de Zöe.
«Sigue la emoción de la angustia y, cuando encuentres la mirada que te observa, solo espera y recibe. Es profunda y busca ayudar».
Esa misma noche, en el restaurante, Zöe les relataba a sus queridos amigos lo ocurrido con su abuelo el día de su fallecimiento.
—Fue todo tan extraño. Nunca me imaginé que aquella solicitud de mi Opa me perseguiría de tal manera. Les juro que hasta me había olvidado de ese encargo. Recuerdo que me hizo prometerle que lo cumpliría. Y ahora que lo considero, la angustia y la ansiedad que siento comenzaron poco después de su muerte.
—¿Y por qué no lo hiciste antes? Tú que eres tan metódica, disciplinada y perfeccionista —preguntó Jacques.
—Creo que fue precisamente por eso, Jacques. Ahora que lo pienso, lo que mi Opa me pidió no tenía nada que ver con mi vida en ese momento; es más, me hubiera sacado por completo de mi plan de vida. Además, él me dijo que cuando el sobre me buscara a mí y no lo contrario. Y la verdad, no sentí ninguna curiosidad ni necesidad de hacerlo.
—Sí, pero ¿no te parece una locura increíble que el acertijo de tu Opa te «dijera» que el sobre estaba debajo de tu cama? Tal vez habló tu subconsciente, porque sabías que ese sobre estaba ahí, y a lo mejor lo habías olvidado. Eso tiene mucha lógica —comentó Melek.
—Quizá tengas razón, amiga; pero, sea como sea, acertijo o no, hay un sobre negro sobre el escritorio de mi estudio. No sé qué estaba esperando Opa de mí, pero es importante y debo hacerle caso. Es lo menos que puedo hacer por uno de los hombres más importantes en mi vida.
—Estoy de acuerdo contigo, chérie, y si nos permites a Melek y a mí, quisiéramos estar contigo cuando lo abras. Tal vez podríamos ayudar.
—Tienes razón, Jacques. La verdad me encantaría contar con ustedes, que son como mi familia. Cuando regresemos, lo abrimos juntos —confirmó Zöe, quien se disculpó con sus amigos para dirigirse al baño del restaurante.